XXVIII / ADIÓS A LA TIERRA PURPÚREA (3)
Claro está que había andado sumamente afortunado en toda esta aventura; no obstante, no estaba dispuesto a atribuir mi fácil escapada enteramente a la surte, porque yo había contribuido, me pareció, en gran parte, con mi prontitud en el obrar, y en fraguar, así de sopetón, un plausible cuento.
Sintiéndome muy feliz, caminaba por las asoleadas calles de la ciudad, blandiendo alegremente mi bastón, cuando de repente, al torcer una esquina, cerca de la casa de doña Isidora, me encontré cara a cara con don Hilario.
Este inesperado encuentro nos tomó a ambos desprevenidos; él retrocedió dos o tres pasos, poniéndose tan pálido como lo permitiera su tez morena. Yo fui el primero que volvió en sí. Hasta entonces había logrado frustrarlo, y estaba al corriente, además, de muchas cosas que él ignoraba enteramente; sin embargo, allí están don Hilario, en la misma ciudad conmigo, y había que habérselas con él. Acto continuo, resolví tratarlo como a un amigo, fingiendo una completa ignorancia respecto al motivo que pudiese haberlo traído a Montevideo.
-¡Hola, don Hilario! ¿Cómo es esto? ¿Usted por acá? ¡Dichosos los ojos que lo ven! -exclamé, dándole un buen apretón de manos y pretendiendo estar fuera de mí, del gusto de verle.
Al instante recobró su serenidad de costumbre, y cuando le pregunté por doña Demetria, respondió, después de vacilar un momento, que estaba en muy buena salud.
-Venga, don Hilario, estamos a dos pasos de la casa de mi tía Isidora, donde estoy alojado, y me dará un gran placer presentarle a mi señora, quien se alegrará de poder agradecerle a usted, personalmente, su amabilidad para conmigo en la estancia.
-¡Su señora, don Ricardo! ¿Qué quiere usted decirme, entonces, que está casado? -exclamó, sorprendido, pensando, probablemente, que ya era el marido de Demetria.
-¡Cómo! ¿Qué no le había contado? ¡Ah! Ahora que me acuerdo, fue a doña Demetria, a quien le conté. ¡Qué raro que no se lo hubiese dicho! Sí, me casé antes de venir a este país… mi mujer es argentina. Venga usted conmigo y verá a una linda mujer, si eso es un aliciente.
Don Hilario estaba claramente muy asombrado, pero se había puesto su máscara otra vez, y ahora se mostró cortés, sereno y receloso.
Cuando entramos en la casa, le presenté a doña Isidora, quien se hallaba en la sala, y lo dejé conversando con ella. Me complació hacer esto, sabiendo que aprovecharía la oportunidad de sonsacarle algo a la locuaz anciana, y que no averiguaría nada, no estando ella al tanto de nuestros secretos.
Encontré a Paquita en su pieza durmiendo la siesta; y mientras se vestía, a pedido mío, con su traje más elegante -un vestido de terciopelo negro que hacía resaltar su sin par belleza, mejor que otro- le expliqué cómo deseaba que tratase a don Hilario. Ella, por supuesto, lo conocía por lo que yo le había dicho, y lo aborrecía de todo corazón, considerándolo una especie de espíritu maligno de cuyo castillo encantado yo había librado a la desdichada Demetria; pero le hice comprender que nuestro plan más prudente sería el de tratarlo cortésmente. Consintió de muy buena gana, porque las mujeres argentinas pueden ser más encantadoras y agradables que cualquiera otra mujer del mundo entero, y lo que la gente sabe hacer bien, le gusta que se le pida que haga.
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