XI (1)
Cándido, el loco de Paso de las Piedras, suele salir al encuentro de los forasteros. Descamisado, sucio y en patas, responde invariablemente a todo aquel que le dirige la palabra:
-El lau flaco, ¿sabe? El lau flaco.
Muy pocos procuran explicarse las razones que mueven a hablar en forma incoherente a Cándido, el loco descamisado. Sólo les entretiene el hacerle tragar piedras redondas por una copa de “caxassa brasileira”… Se agacha, elige las piedras, se las echa a la boca una tras otra, hace unas muecas, pestañea y su garganta deja pasar, una por una, las piedras redondas… Sonríe después, comprendiendo que ha hecho una gracia, y reclama la prometida copa de caña.
Mientras la bebe -por lo general de un sorbo- se golpea con la otra mano la boca del estómago. Quince o veinte piedras recién llegan a afectar su estómago, y es cuando el loco cree que ha hecho una cosa seria.
Suelen preguntarle los viajeros:
-Che, Cándido, loco sucio; ¿está abierta la tranquera para ir a la balsa?... -O, muy frecuentemente-: ¿No sabés si andan por aquí las quitanderas?
El loco, que camina agachado, mirando el suelo, al parecer eligiendo piedras para su colección responde:
-El lau flaco, ¿sabe?...
Esas son las únicas palabras desde hace mucho tiempo.
Cándido parece buscar algo.
-¿Qué perdiste, Cándido?
-¡El lau flaco!, ¿sabe?
-Bueno, voy a preguntarle otra cosa: ¿Tienes hambre, Cándido?
-¡El lau flaco, el lau flaco!... ¿Sabe?
Si se lo observa, impresionan sus nublados ojos que más bien miran para adentro.
Pero aparece de pronto un nuevo personaje.
Se trata de un curioso holgazán conocido y apreciado por las quitanderas, mezcla de vagabundo y payador.
Lo llaman “el cuentero”. Es un tipo apuesto, fuerte, bien formado. Usa melena. Tiene una voz firme y de timbre sonoro. Al momento de entrar en el rancho, se forma una rueda de curiosos que celebra las gracias del habilísimo sujeto. Narra anécdotas, cuenta historias, habla de aventuras picarescas y, entre sorbo y sorbo, entretiene a los parroquianos, sin que decaiga un solo momento la atención de los circunstantes. Jamás comete la indiscreción de hablar en primera persona -y atribuirse así alguno de los “casos”-. Mañoso y despierto vagabundo, vividor de sobrados recursos.
Aquel auditorio festeja los cuentos, porque no significa ningún orgullo para el que los dice. Ellos no podrían tolerar la manifiesta superioridad del cuentero.
Es grande el dominio suyo en el auditorio. Maneja los ocultos resortes de la risa y la sorpresa, del espanto y de la duda. Siempre sabe a qué altura del cuento arrancará una carcajada y cuándo hará abrir la boca a sus oyentes.
Pero llega la noche y comienza a garuar.
En la vieja carpa de las quitanderas entró, casi al mismo tiempo que Cándido, un desconocido.
Es el recién llegado un tropero, de fina figura, moreno, nariz correctamente perfilada, ojos pequeños y recios, ademanes nerviosos, pero sin desperdicio, como si a cada movimiento de sus manos tirase certeras puñaladas a un enemigo invisible.
Su figura esbelta se destaca en el grupo. A la hora de la comida cesa de llover. En el fogón, “el cuentero” continúa sus historias de las últimas patriadas revolucionarias, como si estuviese pagado expresamente para entretener. Consiguió dominar a todos con sus chispeantes narraciones.
-¡Salí, loco’e porquería! -grita uno de los oyentes, dándole un recio empellón a Cándido.
Este se limita a contestar:
-El lau flaco… el lau flaco… ¿sabe?
-¡Qué flaco ni qué ocho cuartos! -grita nuevamente el hombre-. ¡Salí de aquí!
La voz ronca del “cuentero” comienza la historia de “un caso’e ráirse”:
-Cuando el hombre dentró por la ventana, la vieja en camisa empezó a gritar…
El forastero no ha sonreído ni una sola vez. Una dura rigidez sostiene los músculos de su rostro. Su actitud es la nota discordante en el ambiente.
Cuando “el cuentero” termina su relato, uno de los oyentes sale afuera, arqueado por la risa. Junto con él, a mojarse con la lluvia torrencial, una bandada de carcajadas como pájaros en libertad.
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