Entró en contacto aun más estrecho con los amantes de la música en el año 1729 cuando fue nombrado director de la célebre Asociación Musical, que fundó el señor Telemann. Esta asociación organizaba semanalmente, bajo su dirección, magníficos conciertos; en verano, los miércoles, de cuatro a seis de la tarde, en el jardín de Zimmermann, en la calle del Molino del Viento y, en invierno, los viernes, de ocho a diez de la noche, en el café de Zimmermann. En la época de la feria se organizaban dos conciertos semanales, los martes y viernes. También dio esa asociación varios conciertos extraordinarios en los que se estrenaban obras escritas por Sebastián, exclusivamente para ellos. Igualmente celebró, con motivo del cumpleaños de la reina, en diciembre de 1733, la representación de un Drama per Musica y, más tarde, la de otra obra que compuso para las fiestas de la coronación. Sebastián dirigió la Asociación Musical durante varios años y la elevó a una altura notable. Pronto tuvo fama de ser una institución ejemplar y dio conciertos extraordinarios para satisfacción de los que, en nuestra ciudad, sabían comprender y apreciar la música. Yo presencié casi todos los conciertos y muchos de los ensayos que se celebraban en nuestra casa y, cuando me quedaba tiempo, iba también a escuchar los ensayos que se verificaban en otros sitios; si, ni aun con la mejor voluntad, podía disponer de tiempo, Juan Cristián Kittel, que entonces vivía con nosotros, me informase detalladamente. Una de las veces se trataba del ensayo de una cantata.
-Gaspar acompañaba al clavecín -me dijo Kittel- y fácilmente os figuraréis, señora, que no se aventuraba a tocar un acompañamiento débil de la voz de bajo.
Parecía estar un poco excitado, pues a cada momento temía que sus manos tropezasen en el teclado con las del señor Cantor aun cuanto estas no le estorbasen en modo alguno para seguir el acompañamiento; tenía que oír una serie de armonías que habían de turbarle aun más que la proximidad de su severo maestro.
-¡Qué hombre más magnífico es nuestro maestro! No hay en toda Alemania otro que le iguale, y no sabemos si le tememos más que le amamos.
-Yo creo que sí lo sé, Juan -le contesté, y me eché a reír.
-¡Claro, claro! -exclamó con rapidez-. ¡Pero, sin embargo, es muy peligroso darle motivo para que se enfade!
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