(Una profética denuncia de la crueldad espectacularista y consumista que campea en la actual barbarie posmodernista, escrita hace 117 años.)
Algo semejante cabe decir, guardando distancias, de algunos de los espectáculos que todavía duran. Las corridas de toros son fiestas de brutal barbarie; pero el sentimiento artístico encuentra en ellas dónde detenerse. Prescindo de que exista un arte de torear, que tiene su técnica y sus entendidos. Quiero sólo ver en la lidia de toros la fiesta circense, el espectáculo de decoración grandiosa y ruda, pintoresca epifanía de un ambiente y de una imaginación y una sensibilidad colectivas; el espectáculo en que naturaleza y público entran por tanta parte como lo que ocurre en la arena; en que el prestigio fluye, en suma sinfónica, del sol y el cielo abierto; de los colores y marchas de la cuadrilla; de la alegre música y el clamor popular; del valor temerario, la agilidad y la destreza; de los ojos negros, las mantillas y las rosas; y acaso también de la relación dionisíaca, si recordamos a Nietzsche, entre el desborde de tanta sensualidad y tanta vida y el vaho embriagador de la sangre. Y digo que, para quien no tenga alma de cuákero o anabaptista, este encierra un interés estético, y que no hay que extrañar que, vencidas las primeras repugnancias, la sugestión del espectáculo llegue, si no a sobreponerse absolutamente al recto juicio, sí a producir una escisión de la personalidad, en que la conciencia moral, que reprueba, quede de una parte, y de la otra la imaginación fascinada se incorpore al himno triunfal, al coro estrepitoso y ardiente, que estalla, en música de Bizet, como la sangre que salta de la arteria rota: “La voici, la voici la quadrille!”
En las riñas de gallos no falta su migaja de estética, y ello se concibe con sólo recordar al gallardísimo animal, como modelado plásticamente para el alarde y el combate. El aspecto armado y soberbio; la reluciente pluma; el ojo centelleante; la cola que se alza en arco pomposo; la pata todo nervio con que dar empuje al espolón, y en la altanera cabeza la roja insignia heráldica, vuelta más roja por la ira: todo esto compone un admirable conjunto, al que la actividad del combate agrega, en actitudes, ímpetus y acometimientos, un arte gladiatorio capaz de interesar a la mirada que atesora belleza. Cuando Temístocles, en víspera de la batalla, quiere excitar la bravura de la juventud, en aquel mundo donde el sentido de la belleza plástica no se apartó jamás de ninguna manera de pensamiento o acción, la imagen que pone ante sus ojos es la del gallo de pelea, apercibido y vibrante.
En cambio, este abominable rat-pick no se ilumina con el más tenue rayo de gracia o hermosura. En tanto bajo espectáculo, todo es feo, todo es desagradable, todo es ruin. Fea es la víctima, feo el victimario, feo el aspecto de la lucha, o más exactamente, de la caza. Y la inferioridad estética no está compensada por ninguna ventaja de orden moral. En las lidias de toros no es posible negar que la barbarie tiene cierta atenuación de nobleza, que consiste en la exposición que el hombre hace de su vida. Cualesquiera que sean la vulgaridad y el insufrible amaneramiento del lidiador de toros, considerado fuera de la arena, como arquetipo chulesco, como modelo que polariza, con sugestiones de gustos y costumbres, la admiración popular, es indudable que el desafío oficioso del peligro, la voluntaria vecindad con la muerte, reflejan sobre él alguna luz de simpatía, cierto prestigio marcial, cierta elegancia heroica, que en antiguos tiempos tentó a que se probasen en el hoy plebeyo ejercicio los brazos más capaces de sublimes empresas, desde Rodrigo de Vivar, si hemos de creer a la fama, hasta el propio César Carlos V. Y con un poco de imaginación, cabe percibir en el arte del toreo un valor significativo o representativo de se triunfo de la destreza humana sobre la fuerza bestial, que inspira, cuando el despertar de las energías y potencias del hombre, las leyendas de las victorias de Herakles sobre el jabalí de Erimanto y el león de Nemea. En las riñas de gallos el hombre es pasivo espectador, sanguinario a mansalva, y esto contribuye a envilecerlas; pero, cuando menos, la competencia se entabla allí entre fuerzas proporcionadas por naturaleza y por ley de juego. Al apolón se opone el espolón; al pico, el pico; y el mismo interés venal del deporte interviene para que, antes de la riña, se comparen cuidadosamente las fuerzas de los combatientes y se depure, en lo posible, la decisiva superioridad de mérito o fortuna.
Pero en la lucha entre los dientes ratoniles y la mandíbula del fox-terrier, la víctima está indicada de antemano. Es la inmolación del débil por el fuerte; del condenado, por el verdugo; es decir: lo más antipático que cabe como objetivo del sentido moral. Y quien arguya que en este caso el débil es una alimaña repulsiva y dañosa, demostrará no darse cuenta del carácter de la inmoralidad, la cual procede, no del exterminio en sí mismo, que puede ser necesario o útil, sino del exterminio abstraído de la utilidad y convertido en juego; de la indignidad del goce que se obtiene en la contemplación del exterminio. Aun ateniéndonos a la pura consideración con que nos autorizamos a tildar de repulsiva a la rata, más repulsivo y de perverso gusto es el espectáculo de su sacrificio. Por lo demás, en esto de distribuir repugnancias y reprobaciones entre los seres que tripulan, junto con nuestra aristocrática especie, la nave del mundo, ha de andarse con tiento. La víbora, que nos repugna, era el animal mimado de Goethe; el escarabajo pelotero tuvo en Egipto admiradores; las orejas del asno fueron, durante siglos, en Oriente, el venerando emblema de la sabiduría…
No hay comentarios:
Publicar un comentario