El impudor literario nacional (*) (1)
Cuando mi buena estrella me pone en los bolsillos diez centavos que puedo gastar sin mayores trastornos económicos, suelo detenerme ante los carteles que en cada calle del centro anuncian la producción literaria nacional. Hago esto con reposo e íntimo orgullo de ser, al fin y al cabo, compatriota de los autores ensalzados. Yo quiero leer, ciertamente, y comprar una novela nacional. ¿Pero cómo orientarme, a cuál dar la preferencia?
Leo, por ejemplo, en el mismo zócalo del almacén: “El niño, por el más genial de los brillantes autores jóvenes…”.
Más arriba:
“¿Quién desea, por poco precio, el vestido de una mujer hermosa? Leed La mujer desnuda, del más insigne de nuestros literatos.”
Más arriba aun:
“Podrán perderse el amor, el honor, la dignidad, la vergüenza, el pudor y el arte mismo; pero vivirá siempre Bombón barato, del celebérrimo novelista…”.
Todavía más alto:
“La muerte del presidente Irigoyen. Sólo un clamor semejante puede compararse al que levantará la novela Le percantita llorona, del ya consagrado genio”…
Y contra el cielo mismo, por fin, a través de toda la calle:
“¡Contrato monstruo! El más grande de los novelistas geniales contemporáneos”…
Todo esto es lo que leo en cada esquina de cada calle del centro, y mi pasmo aumenta. ¡Pensar -me digo en voz baja- que uno vive como un ente entre todos estos hombres de genio, sin notarlo siquiera! Y leo entonces las extraordinarias obras de estos autores. Pero ¡ay de mí! Leo, y no encuentro, busco y no hallo. ¿Puedo yo, por pobre diablo que sea, equivocarme tan profundamente sobre esas novelas? Yo he leído a Homero, a Shakespeare, a Tolstoi, si bien, como lo he dicho, sea yo un pobre hombre. Pero así y todo he sentido el soplo del genio que pasa por sus obras. Y en las obras nuestras, anunciadas también como geniales, no he sentido realmente soplo alguno. Y son genios sus autores, ciertamente, porque así lo aseguran los carteles, y quiero creer que dichos autores han leído -y consentido, desde luego- la impresión de los mismos.
Entonces -medito- esos jóvenes no tienen genio y lo saben y redactan o hacen redactar los anuncios a guisa de simple propaganda comercial, tal como me lo explica cumplidamente un joven que me honra con su amistad, y que aunque no ha escrito hasta ahora novelita alguna, lo hará de seguro.
(*) Publicado en El Hogar, Bs. As. nº 637, 30 de diciembre de 1921 (seudónimo, Aquilino Delagoa).
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