domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 113 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO CUARTO

7 (3)

De una sola brazada, el anfibio dejaba atrás un surco espumoso de un kilómetro. Durante el brevísimo momento en que el brazo extendido hacia adelante queda suspendido en el aire antes de sumergirse de nuevo, sus dedos separados que se reúnen por un repliegue de la piel en forma de membrana, parecían lanzarse hacia las alturas del espacio para atrapar las estrellas. De pie en la roca me serví de las manos como de un altavoz para gritar, mientras los cangrejos y los langostinos huían hacia las tinieblas de las grietas más recónditas: “Oh tú, cuya natación supera el vuelo de las largas alas de la fragata, si todavía comprendes el significado del gran clamor que, como intérprete fiel de su íntimo pensamiento lanza con fuerza la humanidad, dígnate hacer una pausa en tu veloz carrera y cuéntame brevemente los sucesivos episodios de tu verídica historia. Pero te advierto que no necesitas dirigirme la palabra, si tu intención audaz es hacer surgir en mí la amistad y la veneración que ya sentí por ti desde que por primera vez te observé cumplir, con la gracia y el vigor del tiburón, tu peregrinación indómita y rectilínea.” Un suspiro que me heló los huesos e hizo tambalear la roca sobre la cual descansaban las plantas de mis pies (a menos que fuese yo mismo el que me tambaleaba a causa de la brutal penetración de las ondas sonoras que transportaban a mis oídos semejante grito de desesperación) se oyó hasta en las entrañas de la tierra: los peces se sumergieron bajo las olas con un estruendo de alud. El anfibio no se atrevió  a acercarse demasiado a la costa, pero cuando estuvo seguro de que su voz llegaba distintamente hasta mis tímpanos, disminuyó el movimiento de sus miembros palmeados de modo de poder sostener su busto, cubierto de algas, por sobre las olas bramadoras. Le vi inclinar la frente como para invocar, mediante una orden solemne, la jauría errante de sus recuerdos. No me atrevía a interrumpirlo en esa tarea sacramente arqueológica: sumergido en el pasado, se parecía a un escollo. Al fin me dirigió la palabra en estos términos: “La escolopendra no carece de enemigos; la fantástica belleza de sus innumerables patas, en lugar de ganarle la simpatía de los animales, resulta quizás tan sólo el estímulo poderoso de un envidioso resentimiento. Y no me asombraría saber que ese insecto es blanco de los odios más intensos. Te ocultaré el lugar de mi nacimiento que no interesa en mi relato; pues la vergüenza que recae sobre mi familia me compete a mí. Mi padre y mi madre (¡que Dios los perdone!) después de un año de espera vieron que el cielo atendió sus ruegos: dos gemelos, mi hermano y yo, vieron la luz. Razón de más para amarse. Pero no fue así. Como yo era el más hermoso de los dos, y el más inteligente, mi hermano me tomó odio y no se cuidó de ocultar sus sentimientos: por todo ello, la mayor parte del amor de mi madre y de mi padre recayó sobre mí, en tanto que con mi amistad sincera y constante me esforzaba por apaciguar un alma que no tenía derecho de rebelarse contra quien había sido extraído de la misma carne. Entonces el furor de mi hermano no conoció límites, y me desplazó en el corazón de nuestros padres mediante las calumnias más inverosímiles. Viví durante quince años en un calabozo con larvas y agua fangosa por único alimento. No te contaré en detalle los tormentos inauditos que sufrí en ese prolongado e injusto secuestro. De vez en cuando, en determinados momentos del día, uno de los tres verdugos que se turnaban, entraba bruscamente cargado de pinzas, tenazas y otros instrumentos de suplicio. Los gritos que me arrancaban las torturas los dejaban impávidos; la pérdida abundante de mi sangre los hacía sonreír. ¡Oh hermano mío, ya te he perdonado, tú, la causa primera de todos mis males! ¡Cómo es posible que un ciego furor no acabe al fin por abrirle los ojos! ¡He reflexionado mucho en mi prisión eterna! Adivinarás a qué grado llegó mi odio hacia la humanidad toda. El progresivo debilitamiento, la soledad del cuerpo y del alma todavía no me habían llevado a la pérdida total de la razón, hasta el punto de sentir resentimiento contra aquellos a quienes no había cesado de amar: triple argolla de la que yo era esclavo. ¡Usando la astucia logré finalmente recobrar mi libertad! Lleno de repulsión hacia los habitantes de tierra firme, que, aunque se llamasen mis semejantes, en nada parecían asemejárseme hasta el momento (¿si ellos creían ser mis semejantes por qué me hacían daño?) dirigí los pasos hacia los guijarros de la playa, con la firme resolución de darme muerte, si el mar me ofrecía reminiscencias de una existencia anterior fatalmente vivida. ¿Creerás a tus propios ojos? Desde el día en que abandoné la casa paterna, no me lamento tanto como imaginarías, de habitar el mar y sus grutas de cristal. La Providencia, como puedes comprobar, me ha otorgado, en parte, un organismo de cisne. Vivo en paz con los peces, y ellos me proveen del alimento que necesito como si yo fuera su monarca. Voy a lanzar un silbido particular, siempre que no te contraríe, y verás cómo ellos reaparecen”. Sucedió tal como había predicho. Reanudó su regia natación, rodeado de su cortejo de súbditos. Y aunque al cabo de algunos segundos desapareció completamente de mi vista, con un catalejo pude distinguirlo todavía en los últimos límites del horizonte. Con una mano nadaba y con la otra se enjugaba los ojos que estaban inyectados de sangre por la violencia que se había hecho al aproximarse a tierra firme. Había obrado así para complacerme. Arrojé el instrumento revelador contra la pendiente cortada a pico; rebotó de roca en roca hasta que las olas recibieron los fragmentos dispersos: tales fueron la última demostración y el supremo adiós con los que me incliné como en sueños, ante una noble e infortunada inteligencia. Sin embargo, fue real todo lo que pasó en ese anochecer de verano.

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