IX (3)
Las parejas seguían haciéndose regularmente y subiendo y bajando de la carreta con idéntica regularidad. Como la casa-vehículo distaba un trecho del fogón, en el pastizal seco y espeso bien pronto se hizo un camino recto. La luz del fogón alcanzaba a alumbrar la mitad del tránsito.
De cuando en cuando, una risotada recibía a la pareja que tornaba al fogón… La vieja, el comisario, la querida de éste y Correntino seguían con solapados ojos el movimiento.
A tres metros del fogón del comisario, Gurí, tirado en el pasto, con las piernas caídas en una zanja, tenía los ojos brillantes y fijos en el grupo mayor. Ansioso, parecía asomar la cabeza y esconder el cuerpo. El mentón, apoyado en el borde de la zanja. El tórax y la punta de los pies, eran los puntos de apoyo del puente de carne que arqueaba su cuerpo. Y debajo de aquel arco doloroso, las manos…
En aquella posición permanecía las noches de fiesta del campamento, hasta que rodaba al fondo de la zanja, para quedarse dormido como un tronco, boca arriba, con las manos en cruz sobre el pecho hasta el primer albor…
La celestina pasaba de una mano a otra piedritas blancas. Cada una de las que aparecían en su mano izquierda representaba una cierta cantidad de dinero que, como administradora, debía reclamar a sus pupilas. Así no perdía la cuenta y ninguna de las ambulantes podía salir con más dinero del que les correspondía. Por distraída que aparentase estar, la González no descuidaba el negocio. Por cada pareja, tenía una piedrita blanca en su mano izquierda.
De pronto, la celestina llamó a una de las mujeres que estaba sin compañero.
-Petronila, vení p’acá; acércate, canejo. Parecés chúcara…
Petronila se echó al lado de Correntino.
-¿Por qué no se acerca al fogón grande? -preguntó la mujer.
-Y… pa no despreciar a la señora -contestó indicando a la celestina con un movimiento de cabeza.
La mujer echó para atrás sus cabellos, voluptuosamente, guiñando un ojo a Correntino.
El empolvado pescuezo comenzaba el desnudo. Dejó correr su mano habilísima hasta muy cerca de las piernas del hombre y comenzó a arañarle las ropas, como si jugase con él. Al cabo de unos minutos, Correntino se arrastró por el pasto, alejándose un poco. Sonriente y temeroso, mirando la boca de Petronila, ardía en deseos.
La vieja saboreaba la conquista, como si aquello representase mucho dinero. El comisario se hacía el ciego, acariciando el mate mientras chupaba.
Cuando la mujer pudo acercar sus labios a los de Correntino, fue para no despegarlos más. Sr abrazaron de pronto. Revolcándose en el pasto, hasta que uno del grupo mayor -que abrochándose el chaleco, regresaba de la carreta-, exclamó:
-¡Correntino revolcándose! ¡Si parecen brujerías! ¡Juá! ¡Juá! ¡Había sido picante la Petronila!
-¡Pa mí que le han dau algún yuyo en el mate! -agregó otro.
Correntino, mareado, no veía nada. La mujer, al sentir la risotada, largó su presa y se puso de pie. Miró el cielo tontamente. Las estrellas iban poco a poco borrándose. Se oía a lo lejos arrear animales. Amanecía. El campamento quedó desierto. Cuando todos se fueron para el caserío, Correntino subió a la carreta, esperando allí a Petronila, que hablaba casi en secreto con la vieja.
-Le levantás la camisa… ¡Debe de tener en el lomo unas cicatrices machazas!
Petronila, cuando subió, halló a Correntino arrodillado en el piso de la carreta. La aguardaba. Gateó hasta él.
La luz de la alborada entraba por las rendijas de la carreta. En las paredes, un espejo de marco de tosca madera con una cinta colorada; un cuerito de venado y otro de zorro, estirados hasta ocultar unas tablas roídas por el tiempo; el piso, cubierto en un extremo por un colchón de lana revuelta y apelotonada; del techo pendía una lámpara de kerosene que jamás ponían en uso. Enredados en un montón de crin, dos peines desdentados terminaban la decoración.
Cuando Petronila trepó a la carreta, la inquietud de Correntino se manifestó en una pregunta:
-¿Se jué el comesario, m’hija?
-Se jué pa las casas: no güelve hasta la noche.
-Y la indiada, ¿se jué?
-No queda ni un ánima; acostate, acostate…
Petronila de un tirón se desprendió los broches del corpiño. Con los senos al aire, flácidos y estrujados, se puso a peinar sus cabellos. Correntino la miraba con respeto, inmóvil. Ella se tiró lentamente en el colchón.
Las maderas del piso crujieron. Por la entreabierta ventanilla de cuero entraba el frescor de la mañana.
-Primero cerrá bien, Petronila, ¿querés?
La mujer, ante la desconfianza de Correntino, irguiéndose, juntó el cuero al marco de la ventana. La celestina, escondida abajo de la carreta seguía los movimientos de la pareja. Al hacerse el silencio, escurrió su menguado cuerpo entre los arreos y enseres, para colocarse estratégicamente. Cuando creyó que la pareja estaba entregada al acto vivo y bestial, asomò su cabeza encanecida. La luz que se colaba ayudó a la vieja en su afán de identificación. Al principio la escena le resultó confusa, mas luego fue dominándola. Encima de Petronila, Correntino parecía un monstruo aferrado al piso. La mujer le levantaba la camisa y acariciaba con las manos las espaldas.
La vieja alcanzó a ver las dos cicatrices, anchas y profundas, huellas de dos troncos de ñandubay caídas sobre aquellas espaldas cuando Correntino era niño. Escondiendo la cabeza, la González murmuró:
-¡Es m’hijo!... ¡Marica como el padre!...
Y, llevándose a la boca unas hojas verdes que arrancó del pasto, se alejó murmurando por lo bajo.
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