domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 111 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO CUARTO

7 (1)

No es imposible ser testigo de una desviación anormal en el funcionamiento latente o visible de las leyes de la naturaleza. En efecto, si cada uno se tomara el ingenioso trabajo de interrogar las diversas etapas de su existencia (sin olvidar una sola, pues podría ser esa la destinada a aportar la prueba de lo que adelanto) no dejaría de recordar, sin cierta sorpresa, que en otras circunstancias sería cómico que un día determinado, para hablar en primer término de cosas objetivas, fue testigo de cierto fenómeno que parecería sobrepasar y realmente sobrepasaba las conocidas nociones suministradas por la observación y la experiencia, tal como por ejemplo la lluvia de sapos, espectáculo mágico, que no llegó a ser comprendido en un comienzo por los sabios. Y que, otro día determinado, para hablar en segundo y último término de cosas subjetivas, su alma presentó al ojo investigador de la psicología, no diré un extravío de la razón (hecho, empero, no menos curioso, sino, por el contrario, mucho más) pero al menos, para no pasar por difícil frente a ciertas personas frías que no me perdonarían nunca las lucubraciones flagrantes de mi exageración, un estado insólito, frecuentemente muy grave, indicador de que el límite permitido por el sentido común a la imaginación resulta a veces, pese al pacto efímero convenido entre esas dos potencias, desgraciadamente rebasado por la enérgica presión de la voluntad, pero también, en una gran mayoría de casos, por la falta de su colaboración efectiva: mencionaremos para corroborarlo algunos ejemplos, cuya oportunidad no es difícil apreciar con tal de que se tome por compañera una atenta mesura. Presento dos ejemplos: los arrebatos de cólera y las enfermedades del orgullo. Debo prevenir a quien me lea que tome la precaución de no formarse una idea vaga y, con mayor motivo, falsa, de las bellezas literarias que voy deshojando en el desarrollo por demás rápido de mis frases. ¡Ay! quisiera desplegar mis razonamientos y comparaciones lentamente y con gran señorío (pero ¿quién tiene tiempo de hacerlo así?) para que todo el mundo comprenda bien, si no mi espanto, por lo menos mi turbación, cuando un anochecer de verano, en el momento en que el sol parecía descender por el horizonte, vi nadando en el mar, con anchas patas de ánade en lugar de las extremidades de los brazos y las piernas, portador de una aleta dorsal, proporcionalmente tan larga y afilada como la de los delfines, a un ser humano de músculos vigorosos al que numerosos bancos de peces (en ese cortejo vi, entre otros habitantes de las aguas, el anarnak groenlandés y la horrible escarpena) seguían con las demostraciones ostensibles de la mayor admiración. A veces se sumergía, y su cuerpo viscoso reaparecía casi inmediatamente, a doscientos metros de distancia. Las marsopas, que a mi entender no han robado su reputación de buenas nadadoras, apenas podían seguir de lejos a ese anfibio de nuevo género. Yo no creo que el lector tenga oportunidad de arrepentirse si presta a mi narración, no el nocivo obstáculo de una credulidad estúpida, sino el supremo favor de una confianza profunda, que discuta legalmente, con secreta simpatía, los misterios poéticos demasiados escasos, según su opinión personal, que me encargo de revelarle cada vez que se presenta la ocasión, como la que inesperadamente se ha presentado hoy, íntimamente impregnada de los estimulantes olores de las plantas acuáticas que la brisa refrescante transporta a esta estrofa, donde está metido un monstruo que se ha apropiado las formas características de la familia de los palmípedos. ¿Quién habla de apropiación? Sépase bien que el hombre, gracias a su naturaleza múltiple y compleja, no desconoce los medios de ampliar cada vez más las fronteras de esa naturaleza suya: vive en el agua como el hipocampo, en las capas superiores de la atmósfera como el osígrafo, y bajo tierra como el topo, la cochinilla, y la sublime lombriz. Tal es, en su forma más o menos concisa (mejor más que menos), el criterio exacto del consuelo extremadamente fortificante que me esforzaba por hacer surgir de mi espíritu, cuando pensé que el ser humano que se distinguía a gran distancia, nadando con sus cuatro miembros en la superficie de las aguas, como no lo hizo nunca el más soberbio cormorán, no había sufrido, quizás, esa novedosa transformación de las extremidades de los brazos y de las piernas sino como castigo expiatorio de algún crimen desconocido. No era necesario que me atormentase el seso para fabricar de antemano las melancólicas píldoras de la piedad, pues yo no sabía que se hombre, cuyos brazos golpeaban alternadamente la onda amarga mientras sus piernas, con fuerza similar a la que poseen los colmillos retorcidos del narval, provocaban el retroceso de las masas acuosas, ni se había apropiado voluntariamente esas extraordinarias formas ni le habían sido impuestas como suplicio.

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