por Álex Vicente
Conservadora jefa del Centro Pompidou, donde lleva casi dos décadas a cargo de localizar a los talentos del futuro, Christine Macel (París, 1969) se estrena el 13 de mayo como comisaria de la 57ª Bienal de Venecia, principal cita del arte contemporáneo en territorio europeo. A diferencia de sus predecesores, Macel no ha escogido un hilo conductor preciso, más allá de celebrar al artista y reivindicar su papel en el debate social. “Los he colocado en el centro de la Bienal para restablecer una jerarquía importante. Son ellos quienes deben situarse por encima de todo acercamiento temático o reflexión de un comisario. No quería que mi discurso dominara sobre el suyo”, afirma. Su objetivo es dar a conocer mejor las circunstancias en las que nace la obra de arte.
¿Considera que el artista es un incomprendido?
No diría que es un incomprendido, pero sí que existe un desconocimiento respecto a ciertos aspectos de su día a día. Los medios suelen prestar atención a los nombres más
célebres, siguiendo criterios basados en su valor en el mercado del arte. Pero existe una gran mayoría de artistas que, siendo igual de interesantes, no tienen la misma visibilidad. El criterio para hablar de un artista no debería ser solo su éxito o su valor mercantil.
Los viernes y los sábados piensa organizar comidas públicas con los artistas. ¿Con qué objetivo?
Me parece importante que su palabra sea audible y que se establezca una proximidad. Es una cercanía que tengo la suerte de vivir, a causa de mi trabajo, y que quiero compartir con el público. Será la ocasión de establecer un diálogo menos formal que en una conferencia y hablar con ellos de cuestiones tal vez no más íntimas, pero sí más cotidianas.
En su texto para la Bienal reivindica “el papel, la voz y la responsabilidad del artista” en los debates de hoy. ¿Cómo puede contrarrestar un artista el actual clima político?
Cuando uno se acerca a la cultura o ejerce un oficio artístico, se opone necesariamente al repliegue sobre sí mismo y al odio respecto al otro. El arte se inscribe en una lógica de apertura, porque siempre implica una relación con ese otro. Deleuze, cuyo pensamiento aprecio, solía decir que ser artista es un acto de resistencia en sí. La actualidad estará presente en la Bienal, pero no en el sentido habitual. Para mí, es noción también pasa por nociones profundas ligadas al ser humano: el sujeto, la articulación de la razón y las emociones, el espacio común, la cuestión ecológica…
Se dice que el arte imita a la vida. Usted va más allá: jura que es capaz de transformarla.
No confundo arte y vida, como sí hacía el inventor del happening, Allan Kaprow. Lo que digo es que el arte no es capaz de cambiar el mundo, pero sí de reinventarlo. El arte no es la solución a nuestros problemas, pero no por eso deja de ser una actividad indispensable, que nos permite ver el mundo bajo otra luz, gracias a las experiencias y utopías que nos propone.
También defiende la emergencia de un “neohumanismo”. ¿En qué consistiría?
Para mí, el humanismo es una manera de confiar en lo humano, de dar valor al arte y la cultura. La Bienal lo reivindica precisamente ahora, cuando todo el mundo dice que llega a su fin. En mi opinión, no se ha entendido la naturaleza del mal y la violencia, que son constantes en la vida humana. Que no desaparezcan no significa que el humanismo ya no nos sirva. Solo hay que reconstruirlo.
Frente a los tradicionales pabellones nacionales de la Bienal, usted propone la creación de “transpabellones”. ¿Para superar una separación geográfica algo trasnochada?
Sí, exacto. Venecia es un lugar donde se encuentran artistas de todos los orígenes, que se inscribe en una superación de los nacionalismos. A la vez, la historia de la Bienal está ligada a esos pabellones, a la construcción europea y la evolución del mundo globalizado. No quiero borrar esa historia. Al revés, me parece interesante ver todos esos estratos, pero ha llegado la hora de superar esas cuestiones. Hace cuatro años, propuse intercambiar el pabellón alemán con el francés durante la duración de la Bienal. Era una manera de decir que ya no trabajamos desde una óptica nacionalista.
También ha escogido a numerosos artistas que proponen prácticas colectivas, participativas o que tienen lugar en el espacio público. ¿Propone regresar al arte utopista de los sesenta y setenta?
No es mi propósito. He querido presentar obras de ese periodo que tienen una pertinencia en lo contemporáneo. Para mí, lo contemporáneo es lo que tiene sentido en el mundo de hoy, y no lo que sigue la última moda. Por ejemplo, he recuperado el trabajo de Antoni Miralda, Joan Rabascall et Jaume Xifré en los años setenta, porque sigue teniendo sentido en el mundo actual.
Concederá el León de Oro a la estadounidense Carolee Schneemann, de 77 años. Además, ha seleccionado la obra de otras mujeres que no fueron reconocidas en su momento, como Sheila Hicks, de 83 años, o Anna Halprin, de 96 años. ¿Quiere reparar una injusticia?
No me lo planteé así, aunque sí ha habido una injusticia respecto a la falta de reconocimiento de las artistas de esa generación. Por suerte, las cosas están cambiando. No las escogí por eso, sino porque tengo aprecio por su trabajo. Pero si sirve para reparar un agravio, ya es más que hora.
La escritora Siri Hustvedt dice que las mujeres artistas son ignoradas hasta que envejecen. “Cuando ya no cuentan con una sexualidad deseable, puede llegar el reconocimiento”, sostiene.
Siento estar en desacuerdo con una escritora que me gusta. Ese fue un problema de los años sesenta o setenta. Desde los ochenta, se ha producido un cambio notable. En mi exposición en la Bienal habrá muchas mujeres jóvenes, como Rachel Rose, Dawn Kasper, Katherine Nuñez o Issay Rodríguez. Dicho esto, no las escogí por ser mujeres. No soy alguien que meta a hombres y mujeres en categorías distintas. No presté atención ni al género, ni a la edad, ni a la nacionalidad.
Lleva 17 años buscando talentos de futuro para el Centro Pompidou. ¿Qué aspecto cree que tendrá el arte a diez años vista?
No soy vidente, así que no tengo una idea precisa. Pero si he incluido a artistas jóvenes en la muestra –los más jóvenes tienen 25 años– es para ver qué brotes echan. Algunos de ellos tienen una relación con el saber o el conocimiento que resulta sorprendente, teniendo en cuenta que forman parte de la generación que creció con Internet. Forman parte de un mundo virtual y tecnológico, pero a veces también miran al pasado. Es una generación que me devuelve la esperanza, a diferencia de otras que ven el futuro de manera excesivamente desesperada.
(París / 4-5-2017)
(París / 4-5-2017)
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