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LOS “TRUCS” DEL PERFECTO CUENTISTA Y OTROS ESCRITOS (24) - HORACIO QUIROGA


ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA


Muy caro: dos pesos * (2)

-El caso es muy reciente -comenzó Alemandri-: hace dos o tres noches. Yo vivo en Banfield, soy casado y tengo dos hijos. Vivo bastante retirado de la estación y cuando llueve se embarra uno hasta las rodillas.

Pues bien, una de las últimas tardes llegó a casa al final de un terrible chubasco un amigo a quien hacía mucho tiempo no veía. Su visita me sorprendió bastante, pues aunque amigos, como acabo de decirle, no nos vemos sino de tarde en tarde.

La persona en cuestión, llamémosla X, es uno de los hombres más vastamente ilustrados que yo conozca y tiene en especial una conversación única como encanto. Hacía cuatro días que yo no salía de casa, curándome aun un fuerte amago de influenza. Y cuatro días, figúrese, solo en casa, quien como yo está acostumbrado a pasarlo fuera todo el día… Sí, mi mujer… pero dos chicos no dan mucha libertad a una madre.

En fin, X me trajo sencillamente la gloria a casa. La tarde pasó como un soplo. Mi mujer estaba también encantada con aquel hombre, y se unió a mi vivo ruego para que se quedara a comer con nosotros. Pensábamos simplemente no dejarlo ir hasta las doce.

Y accedió, y durante la cena y después de ella ni mi mujer ni yo dejamos de felicitarnos de aquella visita.

Lo mismo que la tarde, la noche voló.

Al dar las diez X se quiso ir, pero no hubo modo. Apenas a las once y cuarto le dimos libertad, y estoy convencido de que son muy pocas las personas capaces de dejar tal recuerdo de una visita de ocho horas. Lo acompañé hasta la puerta, lo detuve aun cinco minutos, y cuando por fin lo dejaba que se fuera, X me dijo si “quería” prestarle dos pesos. Es a esto lo que yo llamo trabajar -concluyó Alemandri.

El comerciante lo miró con una asombrada a la vez que convencida sonrisa.

-Vea usted, vea usted -dijo- para mí todo eso no pasa de un vulgar… ¿me permite usted? Creo que la vergüenza de este señor…; en fin!

-No, no, concluya -apoyó plácidamente Alemandri.

-¡Hombre! Pues bien, creo que ese señor no tiene dignidad… sabe usted… ir a pedir dos pesos… ¡eso es un cuento del tío, si usted me permite!

-Sí señor, lo permito todo. Pero yo creo a mi vez esto: Yo no sé qué trabajo se requiere para ganar diez sobre lo que costó tres, y esto yo lo ignoro porque no soy, ni he sido, ni seré jamás comerciante. Pero sé que ocho horas de una conversación llena de encanto -y científica, filosófica, literaria, si usted quiere- valen mil veces más que esos miserables dos pesos, y yo por mi parte hubiera ofrecido con gusto diez por un día como el que me trajo X. Y además esto otro: el hombre que comprende la irregularidad de un pedido así, hasta el punto de esforzarse en recatarlo entregando durante ocho horas toda una vida de lucha intelectual, ese hombre tiene para mí, en ese acto, un millón de veces más dignidad que la que se necesita para cualquier monopolio de cualquier pan en cualquier parte.

Por otro lado -concluyó Alemandri en pacificadora despedida- no creo que nos hubiera sido muy fácil a usted y a mí ganar de idéntica manera esos dos pesos.

El dibujante no supo nunca qué aptitud se reconocía su interlocutor para la empresa: una conversación artística de ocho horas… De este modo se congratuló  por largo tiempo de no haber sentado sino en hipótesis la terrible aventura.

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