domingo

ENRIQUE MARINI PALMIERI - JULIO HERRERA Y REISSIG: LA ENCARNACIÓN DE LA PALABRA (9)


Herrera y Reissig y la creación literaria de caracteres esotéricos

La Palabra como eco del misterio del cosmos

El arte escritural es en Herrera y Reissig el lenguaje de la ausencia. Por ello lo espiritista es un aspecto más en la tarea de levantarle el triple velo a la señora de Sais, a la eterna Hécate nocturna e infernal. El que va a morir saluda a la vida con aquello que posee: las palabras. Las vuelca así como vienen, ya elaboradas en su sufrimiento, en su dolor de prisionero de Ixión o de Damocles. Espiritismo verbal, materialización del terror a la muerte y su misterio, temblor ante lo absurdo de la interrupción sorpresiva y tempranera. Palabras como símbolo de lo que pronto le faltará: la vida.

Palabras órficas, liras de Apolo, fuentes de misterio y del saber absoluto. Palabras, pues, como muerte. Palabras que corren por doquier, que lo empapan todo, que lo sumergen todo: abismos mitológicos, Hesíodo y Homero en el «Laurel rosa» -especial mención para el árbol consagrado al Apolo délfico-; palabras que glorifican a dos poetas: a Alberto Nin Frías y a Sully Prudhomme, vistos aquí como doctores del Cronos, dueños de lo anacreóntico, de las Parcas, de Caliope, de la vida; dioses ambos del Verbo Olímpico y de la palabra que limita y niega con su propia sonoridad al can Cerbero, la que salva a Orfeo y lo reúne con Pan y con la divina Isis.

Es que el instante es símbolo y la Historia emblema del Tiempo. Herrera y Reissig desgrana símbolos como quien respira. Como quien cumple la actividad decimonónica de acumulación en la que estribaba el dominio del ámbito de sus intereses. Así ocurrió con la mayoría de los grandes ocultistas de entonces. A la vista hoy de nuestros criterios analíticos, científicos y racionalistas, sus obras no resisten el análisis histórico estricto, pero leídos con el enfoque finisecular aparecen como sedientos buscadores de la verdad de los misterios, sed que los llevaba a servirse de todo aquello que impelía a la secreta interiorización religiosa, ajena en lo absoluto a la noción de ortodoxia, y aun más como a la de heterodoxia y que producían palabras y libros enteros que eran verdaderos detonadores en el lector de impulsos a su vez religiosos y que alimentaban la misma sed de quienes los habían producido, comunicado y antes buscado y encontrado.

Conque, si la obra de Herrera y Reissig fuese sólo insincera y a la postre destructora erudición, si esto fuese sólo exotismo y huero hermetismo, sería mera hojarasca, ropaje, teatralización, mezcolanza como piensan algunos. Entonces, haciendo abstracción de la indispensable mirada epistemológica que exige la obra de Herrera y Reissig -como la de muchos ocultistas y esoteristas del siglo XIX-, se podría decir que ¿qué es la vida sino hojarasca cuando no la anima la búsqueda del misterio del Verbo?

Se riza el rizo y no queda más remedio que creer en la fuerza creativa, constructiva y cognoscitiva de la obra de Herrera y Reissig. El instante multiplicado escribe la Historia. La acumulación decimonónica escribe al propio siglo. La prosa heteróclita de muchos autores escribe la búsqueda secreta del sentido de Dios y del universo. Como lo hace Des Esseintes, quien analiza los mundos antiguo y moderno en su tentativa de resolver su «esplín eterno» gracias al arte, la ciencia, la literatura y la religión, versión decadente de la Philosophia Perennis.

En esta actitud mucho existe de lo que afirma el autor del Tratado de lo Sublime sobre la relación del hombre con la naturaleza, la cual «nos introduce en la vida y en el universo como en una gran reunión panegírica, a fin de que podamos contemplar todo lo que en ambos ocurre [...]; desde el principio la naturaleza cría en nuestra alma ese amor invencible que nos impele a todo aquello que es eternamente grande y a lo que hay en nosotros de divino». Ello conduce al hombre a contemplar la universalidad de la naturaleza, y a que «su imaginación rebase los límites de todo lo que lo rodea», alcanzando por lo grande y lo bello la verdadera finalidad de su presencia en la Creación (capítulo XXXV, 2-3).

Como la vida misma, el triunfo del Verbo mide al tiempo de lo terrestre y de lo humano, ya que la palabra está impregnada de cronología, de diacronía.

En «Las Clepsidras» -serie de estrofas metafóricas que ordena Herrera y Reissig en sonetos, en postrera energía, plasmando su amor de la vida en ritos que celebran una sola verdad- vivir y morir constituyen las formas de una misma liturgia en unción de erótica metempsicosis, cognoscitiva y primordial. «Las Clepsidras» miden el paso del tiempo con aquello que es símbolo del tiempo mismo: el agua-hembra, elemento de la Creación primera, aquí hierofanía salvadora de palabras que imitan el orden cósmico y anuncian la edad nueva: la del poeta dueño de la palabra.

El emisor de estos sonetos lleva al amor triunfante por la vida hasta los umbrales de la muerte. Y a ésta él la posee, la penetra y la vence -las vence- como en «Berceuse blanca». Porque amor y muerte es «toda la Esfinge», «toda la lira», «Síntesis de Gliceras, Diotimas y Atalantas», la «Esfinge sin palabras», el himeneo, «pentagrama del mar», «el ataúd el tálamo de nuestra boda negra»: se riza el rizo y todo es misterio en esta alma que vive y muere abierta al más allá, en particular a su expresión. Amor y Muerte, Amado y Esfinge, misterio vital y fúnebre en el que lo erótico constituye el matiz por donde se escapa la vida y a la vez la produce.

En el simbolismo erótico de la «Catedral hermética de carne visigoda», y en el Verbo metafórico y doloroso se encarna la poesía de visos esotéricos: «¡Lírica sensitiva que la Muerte restringe! / Salve, noche estrellada y urna de quintaesencia: / ¡eres toda la Lira y eres toda la Esfinge!», estalla hiperbólico el emisor de «¡Eres todo!...» («Los Parques Abandonados»). Así la poesía es el amor prohibido por la vida, por la música; amor que es todo uno con y en el hombre: «Yo he sido / la sexual unidad: 1 y 2 / el sabroso misterio de arcilla», exclama el emisor de «El Hada Manzana» (1900).

Roberto Bula Píriz (siguiendo el criterio de reconstituir los grupos de poemas que ordenó el propio Herrera y Reissig y que publicó o no durante su vida), presenta en su edición para Aguilar, bajo el título de «Las Clepsidras», la serie de ocho sonetos de clara convergencia en el punto que los reúne: la vida y la muerte, el erotismo religioso, el universal religare. Estos poemas merecerían un estudio entero, tanto desde el enfoque formal como en cuanto a su contenido y sus referentes. Como no se trata aquí de hacerlo, tan sólo me referiré a ciertos aspectos tendentes a apoyar lo que me hallo intentando: mostrar los matices que justifican la existencia de caracteres esotéricos de la obra del poeta uruguayo.

En efecto, es esta una serie de sonetos de rima consonante abrazada al estilo del Petrarca en su Canzioniere, y dos de rima alterna a la manera del marqués de Santillana en sus sonetos al itálico modo. Los cuartetos proponen rimas con eco, siendo en esto notables los de «Oblación abracadabra». Los tercetos ofrecen variantes rítmicas de corte modernista.

El número de ocho sonetos relaciona dicha cifra con el simbolismo primordial del recorrido iniciático que dejan entrever los títulos de las composiciones. El simbolismo numerológico podría ofrecemos aquí un enfoque interpretativo, el del equilibrio cósmico de la Rosa de los vientos y el de la rueda de la Ley budista y celta, equilibrio medianero entre el cuadrado y el círculo, mundo propio del hombre que busca su transfiguración. Así una misma voz parece recorrer el camino cósmico de estos ocho poemas. El hablante se presenta a sí mismo escuetamente: de «condales insignias y cuarteles de altos brillos», vital y mortífero a la vez; más bien vestido de refulgente armadura y relampagueantes yataganes. Lo que verdaderamente cuenta aquí es el  a quien le están dirigidos los sonetos: virgen de «doncellez de lirio» que habita en «Ciudad Rosada», es decir, de forma vital y espiritual a la vez, incorrupta e inaccesible, en su doble pureza floral y colorida, de blanco y rosa, mortal y transcendida a la vez, sabiduría esencial. Primaveral, y carne de martirios y suplicios. Alteridad compleja que corteja el caballero hablante, siendo esta como su alma que él busca conquistar, amada porque condenada: amor y muerte en el mismo epitalámico sortilegio, reunidos allí donde el caballero clava su «sádico pendón de muerte». Simbólica duplicidad la del encuentro de estos tú-yo que los vates celebran en «réquiem gemebundo». Alteridad y unidad: reunión universal, representación del hombre que integra la Creación.

Es erótico-amatorio el cósmico recorrido de estas bodas de un mundo intermedio: entre amor y odio, vida y muerte, sexo y virginidad. Carácter eterno del «Epitalamio ancestral»; y canto inmemorial que se vuelve cruel sacrificio en el título con figura de oxímoron en «Misa bárbara». Luego se reanuda el rito amatorio en «Liturgia erótica», la cual ya no encierra la memoria colectiva de la humanidad, sino que sigue el ordenamiento eclesiástico -sin blasfemia, ya que el altar es de carne que lucha contra la muerte en combate enamorado: él-yo la posee a ella-tú.

Grande es el misterio de este doble encuentro; aúlla la Esfinge como grávida de secretos. Pero se apea el caballero, ya que todo ha sido ilusión.

«Renunciación simbólica» aporta el respiro que el caballero necesita. Y ya en el portal de la «Ciudad Rosada», centro solar de sabiduría y pureza, símbolo y metonimia de la amada, el caballero concreta su triunfo en esta etapa y clava «su pendón de muerte». En la etapa siguiente, otra fe, otro fervor habrán de animarlo: la voz del muecín en «Unción islamista». Pero, insatisfecho, el caballero avanza en el simbólico camino y recurre a la ofrenda mágica de la «Oblación abracadabra»: bendición gnóstica de origen hebreo que tampoco colmará al viandante en su iniciación (Pierre Riffard, en su Dictionnaire de l'esotérisme de 1983, explica que abracadabra es una deformación del hebreo beraka y del nombre del arconte Abrasax que forjó Basilides). La fe de la India, difuminada entre rajas y leopardos, entre el Mahabaratá y sus mitos, la fe indostánica que alimenta las estrofas del último soneto tampoco podrá evitar que la «araña de la muerte» derrame «un signo sobre el plenilunio» de un rito de plurales metempsicosis.

Porque este es el gran tema del conjunto de «cromos» que se hallan así reunidos con el título de «Las Clepsidras». (Nótese que Herrera y Reissig está empleando un vocablo que constituye un modernismo más en su búsqueda formal, ya que, según lo atestan Martín Alonso y J. Corominas, cromo no figura en nuestros diccionarios hasta 1884, existiendo el adjetivo cromático para designar lo relativo a la escala de sonidos. Y al lector le toca, pues, presuponer referentes tanto de sonidos como de colores desde ahora). El eterno retorno frente a la muerte, como lo expresa «Epitalamio ancestral»: bodas eternas del hombre con su condición, y la promesa de progresar en el camino de perfección.

Condición funesta y perfección que salva son las que se hallan comprendidas en el reloj de agua que mide incansablemente a ambos aspectos por aquello de que es el tiempo y metonimia del tiempo en lo que le alimenta: el agua vital y destructora, símbolo primordial, Cerbera del transcurrir del tiempo vital y eterno.

Según se lee en Vitruvio, Ctesibios en Alejandría en el siglo II antes de Cristo construyó la primera clepsidra. Después, tanto en Oriente como en Occidente se multiplicaron y con el reloj de arena formaron los más corrientes medios de medir el tiempo. Ernest Junger, en Le Traité du sablier, (1970), habla de estos medios telúricos -las clepsidras, los relojes de arena y de fuego- y cósmicos -los relojes de sol- de medir el tiempo. Así, la clepsidra se relaciona con la temporalidad humana en su forma fenomenológica y en su forma eterna, caras de la condición que rápida fluye hacia lo eterno, símbolo de la ambigüedad y ambivalencia de la naturaleza humana.

Cada fe ilustrada en cada uno de los sonetos concretan poéticamente la fuente que inspira la búsqueda del hombre como el agua primordial de Castalia a la Pitonisa de Delfos. Eros, Cristo, Alá, Buda, Brahma y Abrasax cumplen con el religare del hombre con su propio destino. Por eso estas clepsidras miden el aliento religioso y poético, el cual, siendo instantáneo es eterno también, porque su elemento que fluye es la palabra, ordenada intencional y mágicamente.

Si se pudiese atestar que Herrera y Reissig conocía los arcanos del Tarot, podríase asimilar este recorrido iniciático y religioso al que viene simbolizado en el arcano n.º 9 llamado El Eremita. Vestido del manto azul de los iniciados, con su bastón en la mano izquierda en señal de autoridad y de apoyo en el sendero del iniciable, con la serpiente sabia y tentadora a la vez a sus pies, el eremita busca la verdad con una lámpara en la mano derecha como Diógenes en las calles de Atenas. Esta lámpara puede ser, según los juegos del Tarot, un reloj de arena (o una clepsidra). Así la figura n.º 9 es la metonimia del Tiempo que representan Cronos o Saturno. A la vez que es el emblema de la sabiduría y de la verdad que el hombre es capaz de lograr y descubrir si sabe recorrer el camino que lo lleva a la eternidad. Si se pudiesen atestar estos conocimientos, tal sería el mensaje confirmado de estos sonetos cargados de caracteres esotéricos para quien sabe así leerlos.

Habría dos fuentes posibles que podrían atestar: por un lado los poemas del Petrarca, que Herrera y Reissig leyó, y entre ellos el intitulado Triunfi, donde se alude al Eremita y a su simbolismo primordial. Otra sería la erudición del poeta sobre el pitagorismo. Luego de interiorizarlas, alimentó con ellas los versos panteístas y órficos en los que él evoca a la Naturaleza y al hombre como la imagen del Todo viviente, del Principio causal, de ese UNO que es el ritmo cósmico, origen y emanación a la vez.

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