domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (42) - ESTHER MEYNEL


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Nuestros primeros años en Leipzig no siempre fueron fáciles. La situación musical de la escuela y de la iglesia de Santo Tomás era muy mala. Era muy difícil incitar a los señores del Consejo a introducir innovaciones, y, cuando se hacía muy necesario algún cambio, Sebastián tropezaba con su resistencia o su indiferencia. Cuando, después de una de esas discusiones, regresaba a casa, venía silencioso, se dejaba caer en un sillón, me sentaba en sus rodillas, apoyaba la mejilla en mi hombro y decía:

-Mejor es tener la paz en casa y las tormentas fuera que lo contrario, ¿verdad, Magdalena?

Pero muchas veces estaba muy irritado y me daba mucha pena ver cómo su alma, que tanta calma necesitaba para su trabajo, se revolvía contra las groserías de los chiquillos de la escuela y cómo se sentía impedido en su producción maravillosa sólo porque la administración se negaba a reponer los instrumentos rotos o deteriorados.

También debía deprimirle con frecuencia el ver que todo el mundo demostraba mucho más interés por la ópera que por la música sagrada y que le quitaban sus mejores cantantes para la Asociación de Música y no le dejaban más que un par de chiquillos mal educados e indisciplinados para su coro, cuyas voces, a fuerza de tanto cantar al aire libre y con cualquier tiempo, estaban estropeadas. Pero como ya he dicho, Sebastián tenía una buena porción de la tenacidad de los Bach, y aunque se veía contrariado no cesaba en la lucha por la buena música y por sus derechos de Cantor en la Escuela de Santo Tomás. Las circunstancias eran verdaderamente difíciles para él, sobre todo al principio. No había dormitorios suficientes para los muchachos, tenían que dormir amontonados y sufrieron varias enfermedades contagiosas, producidas probablemente por tener que vivir tan apretados. En tales circunstancias yo no podía menos de temblar por mis hijos, y también por Sebastián, que tantas horas pasaba entre los alumnos, y no se me ocurría otra cosa que preparar un remedio casero antiguo, una bebida tonificante del corazón y del estómago, que me había enseñado a preparar mi tía de Hamburgo, muy práctica en esas cosas de la medicina, y tener las ventanas de nuestra habitación herméticamente cerradas para que no entrase en ella el aire apestado.

Por este procedimiento conseguí evitarme y evitar a los míos toda enfermedad grave.

La clase inferior de la Escuela de Santo Tomás estaba formada por chicos extraordinariamente rudos e indisciplinados, que algunas veces iban descalzos y dando gritos por las calles de la ciudad y cometían toda clase de diabluras, sobre todo durante las ferias de Pascua, San Miguel y Año Nuevo, épocas en las que tenían ocho días de vacaciones y la ciudad estaba llena de comerciantes y de vagabundos de todas clases. Siempre, después de terminadas estas ferias, sentía como un alivio, a pesar de que, como todas las mujeres de la ciudad, las aprovechaba para hacer las compras necesarias para la casa. De cada una de esas ferias venía también mi querido Sebastián con un libro nuevo bajo el brazo y lo colocaba en la biblioteca, que tanto quería y a la que dedicaba todos los momentos libres. Así había ido adquiriendo, poco a poco, todas las obras de Lutero.

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