domingo

LA FÍSICA CUÁNTICA, LA FE Y LA CRISTOFOBIA


Zbigniew Jacyna-Onyszkiewicz

El postulado básico del método empírico aplicado a las ciencias de la naturaleza consiste en considerar que todo se puede explicar de un modo científico, sin hacer referencia a factores sobrenaturales. En otras palabras, dichas ciencias llevan a cabo sus experimentos como si Dios no existiera. Han encontrado su propia identidad en el momento en el cual dejaron de hacerse preguntas a las que no son capaces de dar respuesta.

Quisiera referirme tan solo a la cuestión de si la fe cristiana es realmente contraria a la ciencia. En la Edad Media, a nadie se le hubiera ocurrido pensar en el ateísmo o en que se pudiera poner en duda la existencia de Dios. Baste recordar al gran físico Isaac Newton, quien todavía en el s. XVII afirmaba que el ateísmo ―o sea, no creer en Dios―, constituía un punto de vista tan absurdo que en principio no tiene partidarios. Y así era. En cambio, hoy en día el ateísmo es una de las religiones del mundo y tiene sus propios creyentes.
A finales del s. XIX, con el avance de las técnicas de observación y, entre otras, gracias al desarrollo de los telescopios, se llegó a la conclusión de que el Sol es una estrella y que hay billones de estrellas como esa. El Sol es solamente una de las estrellas de esta enorme galaxia que denominamos Vía Láctea y que contiene ―como ya sabemos―, unos 300 mil millones de estrellas. Hemos comprobado cómo el Sol y todo el Sistema Solar, incluida la Tierra, son solo una mínima parte de la Vía Láctea. Para que nos podamos hacer una idea de lo grande que resulta nuestra galaxia con forma de disco, basta imaginar que si redujéramos la distancia que hay entre la Tierra y el Sol (unos 150 millones de kilómetros) a 1 mm, entonces el diámetro de nuestra galaxia sería alrededor de 6.000 Km (más o menos la distancia que hay entre Polonia y Estados Unidos). Ya a finales del s. XIX se sabía además que la Vía Láctea está suspendida en un espacio vacío e infinito. Se suponía también que el tiempo era eterno y que por eso se producían cambios locales de estrellas: unas se crean, mientras que otras se desvanecen, pero el universo sigue siendo eterno.
Precisamente, el rápido avance de las ciencias naturales y el desarrollo tecnológico que iba unido a ellas provocaron que se elaborara un cierto método para el análisis de la naturaleza. Se afirmó que se podían analizar solamente aquellas magnitudes que fuéramos capaces de medir y representar matemáticamente. Y por eso se aceptó como regla metodológica que solo nos interesamos por la naturaleza material. Este fundamento metodológico a veces se denomina naturalismo metodológico. “Naturalismo”, es decir, damos por sentado que lo único que existe es la naturaleza y que no hay nada fuera de ella. Las ciencias simplemente actúan como si Dios no existiera. Este es su fundamento metodológico.
Sin embargo, la euforia despertada precisamente por este desarrollo científico y técnico en el s. XIX, provocó que ese fundamento metodológico fuera aplicado a todo lo que existe. Los científicos empezaron a comportarse como si no se hubiera tratado únicamente de adoptar alguna metodología escogida que hubiera resultado muy eficaz, y empezaron a crear la falsa ilusión de que lo único que existe es la propia naturaleza y fuera de ella no existe nada. Y entonces surgió el llamado naturalismo metafísico u ontológico, el cual sostiene que no hay nada más que naturaleza. Esta suposición ya no es una ciencia, sino más bien una ideología. Pero esta ideología se convirtió en el fundamento de la propia incredulidad y del ateísmo, es decir: en el rechazo a cualquier realidad más allá de la naturaleza.
El fuerte desarrollo de la ciencia y la técnica en el s. XX condujo a que en muchos círculos, sobre todo entre los científicos, se propagara la convicción de que la naturaleza, en efecto, es autosuficiente y que, por lo tanto, no tenemos que remitirnos a ninguna realidad transcendental que rebase a la naturaleza. Esta ideología se apoderó de la mente de la gente en muchos ámbitos y, además, se vio reforzada por el darwinismo, es decir: una teoría que postula que el ser humano es el resultado de una evolución biológica y, además, de la evolución del universo entero, pero sobre todo de una evolución biológica. Desde el punto de vista de la ideología naturalista, esta premisa resulta imprescindible, porque si consideramos que no existe nada más allá de la naturaleza, está claro que el hombre tendría que ser producto de la naturaleza, mientras que la conciencia humana únicamente debería ser fruto de una materia altamente organizada, y la mente se limitaría exclusivamente a la acción del cerebro. Y quizás sea esta la razón principal que dio pie a esa corriente de pensamiento que llamamos naturalismo científico o, simplemente, ateísmo científico.
Sin embargo, esta situación experimentaría un cambio en el s. XX. Concretamente, al investigar el cosmos se descubrieron entonces algunos hechos importantes: se afirma que el universo se está expandiendo, es decir: en algún momento del pasado hubo un punto en el cual las galaxias se encontraban muy cerca las unas de las otras. Se puede estimar ese punto con bastante exactitud y que más o menos ocurrió hace unos 14 mil millones de años. Esto quiere decir que la luz no puede llegar hasta nosotros desde una distancia que supere los 14 mil millones de años luz. Una consecuencia de esto es que no vamos a ser capaces de observar infinitamente unas distancias cada vez mayores en el universo, y que no vamos a poder ahondar cada vez más en la profundidad del universo, tal y como se lo habían imaginado en el s. XIX.
Para hacernos una idea, imaginemos que nuestra galaxia se ajusta a una escala donde su diámetro sea de 1 mm; entonces el universo que podemos observar tendría un radio de 140 m. Es decir, estamos como dentro de esa esfera, pero seguimos sin poder observar el universo entero. Así pues, este es el primer problema: la capacidad de observar; o lo que es lo mismo: las investigaciones científicos son limitadas, tanto en el espacio como en el tiempo. Además de esto, si miramos 14 mil millones de años atrás, estamos retrocediendo a un momento en el cual el universo estaba muy caliente, a temperaturas por encima de los 3.000 grados, y si hubo un pasado cualquiera del universo antes que ese, no resulta posible analizarlo.
Además, del hecho de que el universo se esté expandiendo resulta que la materia se dispersa muy rápido ―rápido en la escala cósmica―, de tal manera que la vida no va a ser posible en ningún punto del universo en un futuro lejano. O lo que es lo mismo: la humanidad no puede existir de manera infinita, sino que tiene que tener su propio final. Ni siquiera los viajes espaciales nos salvarán de este escenario, ya que el universo entero no va a servir para habitar en él. En 1917, Einstein afirmó, valiéndose de su teoría de la relatividad general, que podemos pensar en el universo de un modo sensato únicamente en términos de un universo cerrado, cuyo volumen esté definido.
Así pues, vemos cómo el entusiasmo materialista decimonónico de alguna manera ha sido puesto en duda por los estudios más recientes del macrocosmos. Pero, asimismo, las investigaciones en el microcosmos también causarían consternación entre los físicos, ya que no se esperaban obtener tales resultados. Cuando analizamos la materia está demostrado que se compone de partes muy pequeñas: de átomos y de partículas; digamos, subatómicas. Y ahora resulta que las leyes que rigen esas partículas minúsculas, la llamada Física cuántica, son completamente diferentes a las que atañen a los objetos grandes. Ante todo se ha demostrado que no podemos predecir comportamientos como esperaríamos. Normalmente solo podemos asignar la probabilidad de un fenómeno que vaya a suceder, sin que estemos seguros de que exista ese estado. Es decir, en la Física cuántica no ocurre lo mismo que Newton había observado en el macrocosmos, a saber: que se puede calcular el movimiento de los planetas en una escala de miles o incluso millones de años hacia adelante o hacia atrás. Aquí solamente podemos formular la probabilidad de un valor, si efectuamos una observación.
La Física cuántica no describe el movimiento de los objetos en el espacio y en el tiempo, únicamente la probabilidad de esa trayectoria. Las leyes de la Física cuántica se refieren a probabilidades y no a los objetos en sí. Cuando un objeto como el átomo o una partícula subatómica no están siendo observados, no son más que un conjunto de posibles valores y resulta imposible atribuirles cualquier parámetro físico. Los parámetros físicos sólo se atribuyen al proceso de medición. Y esto resulta increíble, puesto que se está poniendo en duda la realidad objetiva de la existencia de la materia.
De esta manera se ha llegado a la conclusión de que cada objeto físico, en realidad, puede ser visto como un conjunto finito de información. O sea, que el objeto puede no existir y verse sustituido únicamente por un conjunto de información. Y se plantean entonces cuestiones tales como: ¿De qué manera podemos explicarlo? ¿Qué Filosofía y qué Metafísica debemos aplicar para aclarar todos estos fenómenos cuánticos tan asombrosos? El materialismo científico, tan orgulloso de sí y que se consideraba a sí mismo como la ciencia pura, falla con la Física cuántica. Falla, porque podemos reducir la materia a un conjunto de información y, cuando no la estamos observando, en principio no podemos atribuirle nada. Y por eso resulta necesaria una nueva Metafísica que explique qué realidad se esconde detrás de las leyes de la Física cuántica.
Cada científico que analiza la naturaleza se topa con esta verdad evidente: es él quien es racional y lo podemos entender; da lo mismo que sea un conjunto de átomos, un sistema de masas o un organismo vivo; está claro que es un objeto que podemos conocer. Y un científico sin fe cree que en el entendimiento poseemos un saber pasajero, parcial, pero a medida que se desarrolle la ciencia iremos conociendo y profundizando cada vez más esa realidad y el resto de cosas. Pero este proceso de conocimiento no puede prolongarse hasta el infinito, ya que existen límites que jamás vamos a traspasar.
La diferencia entre un científico creyente y otro ateo consiste, precisamente, en que el primero considera que existe un acto de entendimiento y conocimiento general y omnímodo; que existe alguien que lo entiende todo. No que nosotros conozcamos gracias a un gran esfuerzo cada una de los elementos de la naturaleza, sino que existe cierto acto de entendimiento y de conocimiento absoluto que lo comprende todo. Ese acto absoluto de entendimiento y conocimiento podemos identificarlo con Dios. Es justamente Dios quien lo sabe todo. Podemos decir que Dios dispone de un saber del cual no se puede pensar que exista otro mayor. A veces decimos para abreviar que eso es la omnisciencia. Simplemente suponemos que uno de los atributos de Dios es saberlo todo. Precisamente, la tradición del monoteísmo considera este atributo divino como uno de los fundamentales.
Por otra parte, la lógica nos convence de que cada idea que se abarca consigo misma resulta incognoscible para el conocimiento racional, ergo no podemos conocerla. Esto quiere decir que Dios, quien es la omnisciencia misma, seguirá siendo un misterio que jamás alcanzaremos a conocer por la vía del conocimiento racional. Dios puede revelarse ante nosotros, pero nunca podremos entenderlo sin Su ayuda, por medio de algún análisis científico o basándonos en algunas premisas del raciocinio.
Además de esto, si Dios es Amor, entonces nuestra existencia testimonia que Él nos ha creado por amor. Nosotros no somos más que una parte de Su omnisciencia; una parte que Dios ha dotado de dos características muy importantes: somos sujetos morales y poseemos el libre albedrío. Dios nos ha creado para que podamos entablar una relación de amor con el Amor, con un Amor absoluto, es decir: con Dios Uno y Trino. Sin la premisa de que Dios es trino, la existencia como tal y la creación del ser humano parecen tener poco sentido y, por añadidura, no se podría afirmar por qué el hombre debería disponer de libre albedrío. Si Dios nos ha creado por amor, somos nosotros los que tendríamos que tener la posibilidad de elegir, es decir: Dios tiene que haber creado un espacio que posibilite la acción del hombre, para que este sea capaz de decantarse por el amor o bien oponerse a él. Y ese espacio nosotros lo estamos viviendo como nuestro cuerpo colocado en medio del universo.
Prestemos atención al hecho de que el universo debe haber sido creado exclusivamente desde la omnisciencia, ya que no existe nada fuera de la omnisciencia. Por eso nuestro universo, que percibimos como una realidad muy compleja, en esta fracción de tiempo nos lo podríamos imaginar de la siguiente manera: que simplemente en nuestras mentes el universo está siendo generado por Dios mediante la transmisión de ciertas partículas (cuantos) de saber.
Alguien podría afirmar que esto no son más que puras especulaciones, pero tengamos en cuenta, además, que esta metafísica, esta ontología y esta estructura de la realidad tan raras se corresponden exactamente con lo que está diciendo la Física cuántica. ¿Por qué? Porque si resulta así que el universo no es más que cierto cúmulo de información, y si yo entonces no pregunto qué es lo que ha pasado o no efectúo observaciones; pues entonces nos quedamos solamente con un conjunto de probabilidades. En cambio, cuando me pregunto qué es lo que ha  ocurrido, entonces Dios nos ofrece una respuesta; es decir, esa respuesta divina ya viene dada desde hace siglos, desde siempre, puesto que Dios es la omnisciencia y lo que Él vaya a responder ya lo supo siempre, lo sabe siempre. Es más, si yo dispongo de mi libre albedrío, pues necesito tener la posibilidad de actuar, o sea: siempre puedo elegir entre diferentes opciones. Pero la Física cuántica afirma que solamente puedo determinar la probabilidad de lo que vaya a ocurrir. Y, efectivamente, hasta que no haya una decisión tomada por parte de Dios, la cuestión se queda en suspenso: únicamente tenemos un conjunto de probabilidades. Esto concuerda con el formalismo matemático, que es la base de la Física cuántica.
Veamos un poco más cuáles serían otras consecuencias de una Metafísica así. Si no hubiera hombre, tampoco habría habido universo. Aunque nosotros estemos observando que el universo tiene ―como hemos dicho― 14 mil millones de años. Y aquí toman de nuevo la palabra las leyes de la Física cuántica, que afirman que si un objeto no está siendo observado, no constituye más que un conjunto de probabilidades y al cual no se le puede atribuir nada. Es decir, el universo surgió en el momento en el cual fue creado el primer hombre, y de todo el elenco de universos posibles, precisamente fue creado uno en el cual puede existir el hombre tal y como Dios lo había predispuesto. Y esto también se descubrió en el ámbito de los estudios cosmológicos, que el universo está construido ciertamente de tal manera, que incluso un mínimo cambio en su estructura haría imposible la vida humana. Y el hecho de que nosotros estemos observando el pasado del universo, equivale tan solo a una proyección de nuestras concepciones, basadas en las leyes de la Física que actualmente rigen en el universo.
De este modo, adquirimos una visión completamente diferente sobre la Teoría de la Evolución. Por supuesto, examinando ciertos fósiles tenemos la impresión de retroceder en el tiempo, pero la existencia real del universo puede ser igual que la existencia del ser humano. Aquí se hace patente la conclusión obvia de que la ideología basada en la teoría de Darwin es falsa: el hombre no es producto del universo, el único animal genéticamente modificado que ha conseguido tener conciencia gracias exclusivamente a su propio esfuerzo, etc. Desde el punto de vista de la Física cuántica, la situación sería todo lo contrario. Podemos decir que los enfoques naturalistas resultan poco fidedignos desde el punto de vista de la Física cuántica. De lo que nosotros realmente sabemos sobre el universo en este momento, resulta que es muchísimo mejor la Metafísica basada en la idea de la Omnisciencia de una Trinidad de Personas, porque esta concepción explicaría más cosas y, por añadidura, es conforme al Magisterio de la Iglesia Católica. Y por eso carece de fundamento recriminar a los cristianos que sus convicciones se opongan a la ciencia o que el cristianismo sea oscurantista. Expulsar a la religión de la vida social y dejarla al margen de todo ―o sea, la cristofobia―, desde el punto de vista de la ciencia contemporánea, de la más pura ciencia contemporánea, a la cual atañen tanto el micro como el macrocosmos, parece completamente injustificado.

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