domingo

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN (10) - CARLOS CASTANEDA -


(Una forma yaqui de conocimiento)

PRIMERA PARTE  “LAS ENSEÑANZAS”

II (2)

El ciclo se repitió seis veces. Recuerdo que había mascado seis botones de peyote cuando la conversación se puso muy animada; aunque yo no lograba distinguir qué idioma se estaba hablando, el tema de la conversación, en la que todo el mundo participaba, era muy interesante, y procuré escuchar con cuidado para poder intervenir. Pero al hacer el intento de hablar me di cuenta de que no podía; las palabras se desplazaban sin objeto en mi mente.

Reclinando la espalda contra la pared, escuché lo que decían los hombres. Hablaban en italiano y repetían continuamente una frase sobre la estupidez de los tiburones. El tema me pareció lógico y coherente. Yo había dicho antes a don Juan que los primeros españoles llamaron al río Colorado, en Arizona, “el río de los tizones”, y alguien escribió o leyó mal “tizones” y el río se llamó “de los tiburones·. Me hallaba seguro de que discutían esa anécdota, pero nunca se me ocurrió pensar que ninguno de ellos sabía italiano.

Tenía un deseo muy fuerte de vomitar, pero no recuerdo el acto en sí. Pregunté si alguien me traería un vaso de agua. Experimenté una sed insoportable.

Don Juan trajo una cacerola grande. La puso en el suelo junto a la pared. También trajo una taza o lata pequeña. La llenó en la cacerola y me la dio, y dijo que yo no podía beber; sólo debía refrescarme la boca.

El agua parecía extrañamente brillante, reluciente, como barniz espeso. Quise preguntarle de ello a don Juan y laboriosamente traté de formular mis pensamientos en inglés, pero entonces tomé conciencia de que él no sabía inglés. Experimenté un momento muy confuso y advertí el hecho de que, aun habiendo en mi mente un pensamiento muy claro, no podía hablar. Quería comentar la extraña apariencia del agua, pero lo que sobrevino no fue habla; fue sentir que mis pensamientos no dichos salían de mi boca en una especie de forma líquida. Era la sensación de vomitar sin esfuerzo, sin contracciones del diafragma. Era un fluir agradable de palabras líquidas.

Bebí. Y la impresión de que estaba vomitando desapareció. Para entonces todos los ruidos se habían desvanecido y hallé que me costaba trabajo enfocar las cosas. Busqué a don Juan y al volver la cabeza noté que mi campo de visión se había reducido a una zona circular frente a mis ojos. Esta sensación no me atemorizaba ni me inquietaba; al contrario, era una novedad: me era posible barrer literalmente el terreno enfocando un sitio y luego moviendo despacio la cabeza en cualquier dirección. Al salir al zaguán había advertido que todo estaba oscuro, excepto el brillo distante de las luces de la ciudad. Pero dentro del área circular de mi visión todo era claro. Olvidé mi interés en don Juan y los otros hombres, y me entregué por entero a explorar el terreno con un enfoque absolutamente preciso.

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