domingo

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN (9) - CARLOS CASTANEDA -


PRIMERA PARTE  “LAS ENSEÑANZAS”

II (1)

Lunes, 7 de agosto, 1961.

Llegué a la casa de don Juan en Arizona la noche del viernes, a eso de las siete. Otros cinco indios estaban sentados con él en el zaguán de su casa. Lo saludé y tomé asiento esperando que alguien dijera algo. Tras un silencio formal, uno de los hombres se levantó, vino a mí y dijo: “Buenas noches”. Me levanté y respondí: “Buenas noches”. Entonces todos los otros se pusieron de pie y se acercaron y todos murmuramos “buenas noches” y nos dimos la mano, tocando apenas las puntas de los dedos del otro o bien sosteniendo la mano un instante y luego dejándola caer con brusquedad.

Todos nos sentamos de nuevo. Parecían algo tímidos; sin saber qué decir, aunque todos hablaban español,

Como a las siete y media, todos se levantaron de repente y fueron hacia la parte trasera de la casa. Nadie había pronunciado palabra en largo rato. Don Juan me hizo seña de seguirlos y todos subimos en una camioneta de carga estacionada allí. Yo iba en la parte trasera, con don Juan y dos hombres más jóvenes. No había cojines ni bancas y el piso de metal resultó dolorosamente duro, sobre todo cuando dejamos la carretera y nos metimos por un camino de tierra. Don Juan susurró que íbamos a la casa de un amigo suyo, quien tenía siete mescalitos para mí.

-¿Usted no tiene, don Juan? -le pregunté.

-Sí, pero no te los puedo ofrecer. Verás: otra gente tiene que hacerlo.

-¿Puede usted decirme por qué?

-A lo mejor “él” no te ve con agrado y no le caes bien, y entonces nunca podrás conocerlo con afecto, como debe ser, y nuestra amistad quedará rota.

-¿Por qué no iba yo a caerle bien? Nunca le he hecho nada.

-No tienes que hacer nada para caer bien o mal. O te acepta o te tira de lado.

-Pero si no me acepta, ¿hay algo que yo pueda hacer para caerle bien?

Los dos otros dos hombre parecieron haber oído mi pregunta y rieron.

-¡No! No se me ocurre nada que pueda uno no hacer -dijo don Juan.

Volvió la cara a un lado y ya no pude hablarle.

Debimos haber viajado al menos una hora antes de detenernos frente a una casa pequeña. Estaba bastante oscuro, y una vez que el conductor hubo apagado los faros, yo apenas discernía el contorno vago del edificio.

Una mujer joven, mexicana a juzgar por la inflexión de su voz, le gritaba a un perro para hacerlo cesar sus ladridos. Bajamos de la camioneta y entramos en la casa. Los hombres murmuraban “buenas noches” al pasar junto a la mujer. Ella respondía y continuaba gritándole al perro.

La habitación era amplia y contenía pilas de objetos diversos. La luz opaca de un foco eléctrico muy pequeño hacía la escena bastante lóbrega. Reclinadas contra la pared había varias sillas con patas rotas y asientos hundidos. Tres de los hombres se instalaron en un sofá, el mueble más grande del aposento. Era muy viejo y se había vencido hasta el piso; a la luz indistinta, parecía rojo y sucio. Los demás ocupamos sillas. Estuvimos largo rato sentados en silencio.

De pronto, uno de los hombres se levantó y fue a otro cuarto. Tendría cincuenta y tantos años; era moreno, alto y fornido. Regresó al momento con un frasco de café. Quitó la tapa y me lo dio; dentro había siete cosas de aspecto raro. Variaban en tamaño y consistencia. Algunas eran casi redondas, otras alargadas. Se sentían al tacto como la pulpa de la castaña o la superficie del corcho. Su color pardusco les hacía semejar cáscaras de nuez duras y secas. Las manipulé, frotándolas durante un buen rato.

-Esto se masca -dijo don Juan en un susurro.

Sólo cuando me habló me di cuenta de que se había sentado junto a mí. Miré a los otros hombres, pero ninguno me miraba; estaban hablando entre sí en voz muy baja. Fue un momento de indecisión y temor agudos. Me sentí casi incapaz de dominarme.

-Tengo que ir el retrete -le dije-. Voy afuera a dar una vuelta.

Don Juan me entregó el frasco de café y yo puse dentro los botones de peyote. Iba a salir de la habitación cuando el hombre que me había dado el frasco se levantó, se me acercó y dijo que tenía un excusado en el otro cuarto.

El excusado estaba casi contra la puerta. Junto a esta, casi tocándolo, había una cama grande que llenaba más de la mitad del aposento. La mujer estaba durmiendo allí. Permanecí un rato inmóvil frente a la puerta: luego regresé a la habitación donde estaban los otros hombres.

El dueño de cada me habló en inglés:

-Don Juan dice que usted es de Sudamérica. ¿Hay mescal allí?

Le dije que nunca había oído siquiera hablar de él.

Parecían interesados en Sudamérica y hablamos de los indios durante un rato. Luego, uno de los hombres me preguntó por qué quería comer peyote. Le dije que quería saber cómo era .Todos rieron con timidez.

Don Juan me urgió suavemente:

-Masca, masca.

Mis manos se hallaban húmedas y mi estómago se contraía. El frasco con los botones de peyote estaba en el piso junto a la silla. Me agaché, tomé al azar un botón y lo puse en mi boca. Tenía un sabor rancio. Lo partí en dos con los dientes y empecé a mascar uno de los trozos. Sentí un amargor fuerte, acerbo; en un momento toda mi boca quedó adormecida. El amargor crecía conforme yo mascaba, provocando un increíble fluir de saliva. Sentía las encías y el interior de la boca como si hubiera comido carne o pescado salados y secos, que parecen forzar a masticar más. Tras un rato masqué el otro pedazo; mi boca estaba tan entumecida que ya no pude sentir el amargor. El botón de peyote era un haz de hebras, como la parte fibrosa de una naranja o como caña de azúcar, y yo no sabía si tragarlo o escupirlo. En ese momento, el dueño de casa se puso en pie e invitó a todos a salir al zaguán.

Salimos y nos sentamos en la oscuridad. Afuera se estaba bastante cómodo, y el anfitrión sacó una botella de tequila.

Los hombres se hallaban sentados en fila con la espalda contra la pared. Yo ocupaba el extremo derecho de la línea. Don Juan, instalado junto a mí, puso entre mis piernas el frasco con los botones de peyote. Luego me pasó la botella, que circulaba a lo largo de la línea, y me dijo que tomara algo de tequila para quitarme el sabor amargo.

Escupí las hebras del primer botón y tomé un sorbo. Me dijo que no lo tragara, que sólo me enjuagara la boca para detener la saliva. No sirvió de gran cosa para la saliva, pero sí ayudó a disipar un poco el sabor amargo.

Don Juan me dio un trozo de albaricoque seco, o quizá era un higo seco -no podía verlo en la oscuridad, ni percibir el sabor- y me dijo que lo mascara detenida y lentamente, sin prisas. Tuve dificultad para tragarlo. Le dije que no tenía ganas de comer.

-Esto no es comer -dijo con firmeza.

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