domingo

SYLVIA PLATH: PROZAC Y PAÑALES DESECHABLES


por Orlando Gallo Isaza
(Otro páramo / revista de poesía)
PRIMERA ENTREGA
“El argumento final contra el suicidio es la vida”. (A. Alvarez, El dios salvaje)
En 1998, año de su muerte, Ted Hughes da a la imprenta su último libro de poemas, Cartas de cumpleaños, cuyo asunto es a la vez el más íntimo de su vida y uno de los más públicos de la literatura del siglo XX: su relación de pareja con la poeta Sylvia Plath.
Sólo que hasta ese momento la versión de los sucesos había llegado principalmente a través de los poemas de Plath y del papel que se le ha asignado por sus biógrafos al propio Hughes en la decisión de aquella de quitarse la vida, en la fría mañana del 11 de febrero de 1963.
Poco antes de expirar, Hughes presenta su alegato final, urdido pacientemente durante 35 años, reconstrucción minuciosa y a la vez intento por esclarecer, no tanto para el mundo, ese voyeur despiadado, sino para sí mismo y para los dos hijos, Frieda y Nicholas, esos momentos que sumados no parecerían necesariamente tener que desembocar en tan abrupto final:
¿Recuerdas cómo recogimos los asfódelos?
Nadie más se acuerda, pero me acuerdo yo.
Tu hija vino con los brazos llenos, ilusionada y contenta,
ayudando en la cosecha. Se le ha olvidado.
Ni siquiera logra acordarse de ti. Y los vendimos luego.
Suena a sacrilegio. Pero los vendimos.
¿Tan pobres éramos? El viejo Stoneman, el tendero,
de ojos saltones, la presión arterial volviéndole morado, casi como remolacha
(fue su última oportunidad
moriría en la misma gran helada que tú),
nos persuadió. Nos los compraba cada primavera,
siempre, a siete peniques la docena,
“Costumbre de la casa…”
(“Asfódelos”)
Aunque parecería necesitarlas, el libro carece de notas marginales. Su complejidad, que nace de la materia y no de la forma, puede ser resuelta medianamente si se explora el itinerario vital de Sylvia Plath.
A los ocho años, cuando su madre, Aurelia, le comunicó la muerte de su padre, Otto Plath, cuya gravedad les había ocultado tanto a ella como a Warren, su hermano menor, Sylvia exclamó : “¡No pienso volver a dirigirle la palabra a Dios!”. Ese acontecimiento, que para su mente infantil fue entendido como un agravio personal, tanto del Creador como de su padre, en cuanto abandono,  la marcaría para siempre y llenaría de desconfianza su entrega en el afecto. Comenzaba entonces una doble orfandad que nunca acabaría.
Ya no sirves, ya no,
ya no me sirves, zapato negro,
en el cual he vivido como un pie
durante treinta años, pobre y blanca
sin atreverme apenas a respirar o a hacer achís.

Papito, he tenido que matarte.
Te moriste antes de que me diera tiempo…
Pesado como el mármol, bolsa llena de Dios,
lívida estatua con un dedo del pie gris,
Del tamaño de una foca de San Francisco.

Y una cabeza en el monstruoso Atlántico
Donde se derrama el verde alcaparra sobre el azul
Cerca de la costa de Nausset.
Yo solía rezar para recuperarte,
Ach, du…

Siempre  te tuve miedo
con tu Luftwaffe, tu pomposa jerga,
Y tu recortado bigote
Y tu ojo Ario, azul metálico.
Soldado alemán, soldado alemán, o tú-

No Dios pero una svástica
Tan negra que ningún cielo podría penetrar…
(“Papi”)
Este famoso y descarnado poema, que data del período creativo más interesante de Plath, pocos meses antes de su muerte, reúne algunas de las circunstancias que hicieron especialmente traumática la inserción de la poeta en la “normalidad”: la temprana muerte de Otto por una enfermedad voluntariamente descuidada, tras una herida en el dedo gordo de un pie y la amputación de su pierna engangrenada, a la altura del muslo; el origen germano de sus progenitores en la época de la derrota alemana y la estigmatización de todo lo relacionado con esa nación (a pesar de hablar con fluidez en sus primeros años esa lengua, tras ser apedreada junto a su hermano por sus compañeros de escuela al grito de ¡Nazis!, la abandonó para siempre y conservó un bloqueo para el aprendizaje de otros idiomas), la obsesión por ser perfecta, pues al parecer ese era el precio que creía deber pagar para lograr el cariño de sus padres.
Sin embargo, hay un aspecto en la obra de Plath, señalado entre otros por la poeta Ana María Moix, que nos debe poner en guardia respecto a estos elementos autobiográficos de ciertos poemas, que parecen casar de una manera sospechosamente exacta con las teorías sicoanalíticas tan en boga para la época (recordemos que en varias oportunidades Sylvia Plath fue paciente siquiátrica, o mejor, que nunca dejó de serlo), aunque reparos de esa naturaleza no desdigan del efecto literario alcanzado y más bien refuercen su calidad como escritora.
Porque, por encima de todo, lo que prevaleció en su vida fue la decisión inquebrantable  de ser una escritora, una gran escritora, y en el centro de su drama   personal estuvo el conflicto de esa vocación con los compromisos que como mujer le correspondían en  una sociedad como la norteamericana en los años de la posguerra, a los cuáles ella tampoco quería ser inferior. Conflicto que se hizo particularmente intenso por el papel desempeñado por su madre como portadora de los valores del establecimiento, pues en la vasta correspondencia que le dirigió Sylvia, no exenta de momentos entrañables plenos de una cálida empatía, sobresale una pormenorizada rendición de cuentas que va desde la alusión al traje que lleva puesto hasta el interés que pueda suscitarle algún muchacho, desde sus impresiones de una conferencia de Auden hasta su esperanza de ver algún texto suyo publicado en Mademoiselle o en Vanity Fair. Todo coronado por unas expectativas de triunfo y un recuento de esfuerzos que incluso cuando las cosas marchaban sobre ruedas llega a exclamar:  “¡Ojalá pueda ser lo suficientemente buena para merecer todo esto!”.
Es sin embargo maniqueo cualquier intento por encontrar culpables en esta puesta en escena que resultó siendo la vida y obra de Sylvia Plath. Los más obvios, por su proximidad, son Aurelia Schober, su madre, y Ted Hughes, su esposo. Sobre ellos han caído los más enconados denuestos de quienes han querido verlos como sus victimarios.  Tenemos, por el contrario, evidencias de que les debe algunos de los momentos más felices de su atormentada existencia. Fue suya la elección de plegarse a los papeles de hija, esposa y madre, sacrificándose para preservar un espacio esencial y destinarlo a lo que más amaba: escribir. Y guardando, siempre, un margen de decisión para lo que más anhelaba: morir.
…Morir
Es un arte, como todo lo demás.
Yo lo hago excepcionalmente bien.

Yo lo hago con furia,
Yo lo hago de tal manera que sea real.
Usted podría decir que tengo una predisposición.

Es fácil hacerlo en una celda.
Es fácil hacerlo y mantenerse intacta.
Es el retorno

Teatral a la luz del día
Al mismo lugar, el mismo rostro el mismo brutal
Grito entretenido

“¡Un milagro!”
No puedo soportarlo.
El espectáculo no es gratis

Para ver mis cicatrices
Para escuchar mi corazón
Hay que pagar la entrada
Nada de esto es un acto.

Y hay que pagar, pagar mucho
Por una palabra o tocarme
O por un poco de sangre….
(“Señora Lázaro”)
Lady Lazarus es su poema emblemático. Fue presentado para una lectura radial en la BBC por ella misma en los siguientes términos: “Quien habla es una mujer que posee el grande y terrible don de renacer. El problema es que, para ello, tiene antes que morir. Es el Fénix, el espíritu de la libertad, lo que ustedes quieran. Es también, sencillamente, una mujer buena, normal, llena de recursos”. A. Alvarez, quien escribió su libro El dios salvaje, un penetrante ensayo sobre el suicidio como experiencia límite en occidente, partiendo del impacto que le suscitó el de Sylvia Plath, a quien conoció de manera  personal y casi íntima en sus últimos años, refiriéndose a este poema manifiesta: “En la vida, como en el poema, no había en su voz histeria ni pedido de comprensión. Hablaba del suicidio con un tono muy semejante al que usaba para hablar de cualquiera otra actividad ardua, riesgosa: urgente, incluso feroz, pero sin ninguna autocompasión. Como si considerase la muerte un reto físico que había superado una vez más. Una experiencia de índole no muy distinta a la de montar a Ariel o dominar un potro desbocado -cosa que había hecho durante su último curso en Cambridge- o lanzarse por una pendiente elevada sin saber esquiar bien -incidente, también de la vida real-, que es uno de los mejores momentos de La campana de cristal. El suicidio, en breve, no era un desvanecimiento en la muerte, un intento de “apagarse a medianoche sin dolor”; era algo que debía sentirse en los nervios, algo por combatir: un rito de iniciación que la calificaba para ser dueña de su vida”. Y, más adelante, Alvarez agrega: “De modo que hablaba del suicidio con un desapego seco, sin mención alguna al sufrimiento o el dramatismo. El hecho de que su primer intento hubiese sido serio y casi eficaz le estimulaba, era evidente, el respeto por sí misma; parecería autorizarla a hablar del suicidio como tema, no como obsesión. En tanto mujer adulta y agente libre creía que el acto era uno de sus derechos. Dada su extraña concepción del adulto como sobreviviente, judío imaginario de los campos de concentración mentales, de igual forma juzgaba que era un derecho necesario para su desarrollo. Por eso para ella nunca fue cuestión de motivos: uno lo hacía porque lo hacía, tal como un artista siempre sabe lo que sabe”.
Esa libertad expresiva para manejar la muerte como tema se había extendido a toda su creación. Para ello fue fundamental el libro Estudios al natural de Robert Lowell, a cuyas clases había asistido en la Universidad de Boston, y cuya publicación le haría decir: “Estoy de lo más entusiasmada con lo que me parece un camino nuevo abierto por, pongamos, los Estudios al natural de Robert Lowell; ese giro nuevo hacia la experiencia emotiva muy seria, muy personal, que en parte, creo yo, ha sido tabú. Me interesan mucho, por ejemplo, los poemas de Lowell sobre su experiencia en un hospital siquiátrico. Pienso que la poesía estadounidense de los últimos tiempos ha explorado esos temas particularmente íntimos y prohibidos…”
Son especialmente fértiles sus meses posteriores a la separación de Ted, en los cuáles llega a componer hasta tres poemas por día. Ha tenido la revelación de que las situaciones más íntimas pueden ser materia de la poesía y ha adquirido el necesario dominio formal para que los poemas fluyan también naturalmente. Está en su plena madurez y “Cortada” es un magnífico ejemplo del momento que atravesaba:

¡Qué emoción!
En vez de la cebolla, me he llevado el pulgar.
La yema, desprendida,
se ha quedado colgando, como una bisagra

de piel,
una visera
lívida.

Luego esta pulpa roja.

Peregrinito

el indio te arrancó la cabellera.

Tu moco de pavo
se desenrolla como una alfombra

directamente, desde el corazón.
Lo piso,
agarrando mi botella
de espumoso rosado.

Una celebración, es lo que es,
De una hendidura
saltan millones de soldados,
Casacas rojas, todos a una.

De qué lado están?
Oh homúnculo
Mío, estoy enferma.
He tomado una píldora

Que mata la tenue
Sensación de papel.
Saboteador, hombre
Kamikaze-

La mancha de su babushka de gasa
Ku Klux Klan
se oscurece y se tiñe
Y cuando

La redondeada

Pulpa de tu corazón
Confronta un pequeño
Molino de silencio

Cómo saltas-
veterano trepanado,
Niña indecente,
Muñón de pulgar.
Excepcionalmente productivo fue ese período si se tiene en cuenta que tenía una casa que cuidar, ahora sola, con una hija de dos años y un bebé de meses que la dejaban exhausta al final de la jornada, con aliento apenas para oír un poco de música y tomarse un brandy con agua antes de ir a la cama. “Estos nuevos poemas míos -dice en una nota- tienen un elemento en común. Fueron escritos alrededor de las cuatro de la mañana: esa hora azul todavía, casi eterna, anterior al llanto del bebé, anterior a la vidriosa música del lechero que deja las botellas”.
Podemos imaginarla en su trajín diario, en medio del siempre frío aire londinense, lavando pañales (desde Sísifo una de las más arduas, interminables  e infructuosas tareas), picando cebolla, limpiando las ventanas, haciendo las compras, reservándose para esa temprana hora de libertad en la madrugada cuando podía al fin ser ella misma.
La separación de Ted era demasiado reciente como para pensar que fuera definitiva. Su matrimonio había sorteado en seis años múltiples obstáculos y la ilusión inicial de algún modo estaba intacta. Tal vez todavía podrían ser como los esposos Browning. Algo había de subsistir de ese enamoramiento inicial que le hizo decir a Sylvia en una carta a su madre: “Los dos últimos meses, me he enamorado irremediablemente, lo cual sólo puede acarrearme un gran dolor. He conocido al hombre más fuerte del mundo, ex alumno de Cambridge, brillante poeta cuya obra estimaba antes de conocerle, un Adán alto, desmañado, saludable… con voz de trueno… cantante, narrador de historias, león y trotamundos, un vagabundo que jamás se detendrá”. Y que le hizo contarle a su hermano Warren en otra carta: “…es el único hombre del mundo que es mi igual… Tiene la voz más rica y extraordinaria que Dylan Thomas, una voz que resuena a través de paredes y puertas. Entra majestuosamente en mi habitación y saca un libro de mi vitrina, Chaucer, Shakespeare, Thomas, y se pone a leer. Lee sus propios poemas, que son muchísimo mejores que los de Thomas y Hopkins, mejores que todo lo que conozco: impetuosos, disciplinados, con un tono directo y franco. Me cuenta historias interminables, al estilo irlandés, bajando la voz hasta el susurro y representando algunas, y a mí me encanta un narrador así. Tiene veinticinco años y es de Yorkshire y lo ha hecho todo en el mundo: injertar rosales, arar, lecturas para estudios cinematográficos, cazar, pescar… Es un Adán violento”.

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