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LOS MISTERIOS ALQUÍMICOS DE PIRIÁPOLIS


Por Gustavo Fernández
En Piriápolis hay más fantasmas que gente.
Yaraví Roig, Solsticio de verano (Novela).
Donde el cerro se precipita sobre la mar, ora bravía, ora mansa y serena, dicen los pescadores que desde lejos se ven extrañas “luces” bailoteando. Para ellos son, simplemente, duendes. Es el cerro San Antonio, así llamado en honor al patrono de la ciudad de Piriápolis. Enterarme y tener otro sobresalto de agradable sorpresa causal (otro más) fue sólo uno. No por los duendes, no. Porque allí, de pie en uno de los enclaves energéticos más importantes (y menos conocido como tal) del planeta, mientras con inagotable excitación intelectual trataba de enfocarme en el enigma simbólico que tenía frente a mis ojos, algo asomaba en mi memoria: San Antonio, patrono aquí, patrono también de otro centro neurálgico de energías, éste más marketineado: Capilla del Monte, a la sombra el imponente Uritorco.
¿Habría una línea de fuerza telúrica corriendo bajo mis pies desde Capilla del Monte hasta Piriápolis? ¿Era casualidad que este redescubrimiento metafórico del bellísimo balneario uruguayo fuese para mí, recién llegado directamente desde el pueblo cordobés? Eran preguntas que debería archivar por ahora: las sorpresas místicas se sucedían frente a mis ojos sin darme casi respiro, como una película a alta velocidad. Ahora estaba aquí, en el querido “paisito”, la hermana República del Uruguay, hermosa tierra de gente educada y respetuosa.
Esta imagen frente a mí, por ejemplo. Astutamente mi amigo, el documentalista Jorge Guaraglia (quien nos introdujera en otros misterios de Uruguay), casi mi cicerone, me había llevado aproximándome por detrás. “Jesucristo, claro”, pensé. Espaldas anchas, muy masculinas, casi un cliché de la advocación del Jesús de la Misericordia. Pero, a medida que contorneaba la estatua el hombre se metamorfoseaba en mujer. La Virgen Stella Maris, inusitadamente embarazada, sonreía enigmáticamente al horizonte.
Una perfecta parábola alquímica. Ahora era el viejo Piria al que no podía apartar de mis pensamientos.
El fundador hermético
La vida de Francisco Piria tuvo grandes vacíos afectivos. Su madre enviudó cuando él tenía cinco años y frente a la imposibilidad de su manutención lo envió, junto a su hermano mayor en dos años, rumbo a Italia, a fin de que un tío jesuita se hiciera cargo de su educación.
Cualquier madre o padre no dejará de sentir una solidaria compasión ante la imagen de dos pequeños, de cinco y siete años, haciendo solos una larga travesía por mar. Lo cierto es que esa fue la primera de una cadena de experiencias que el joven Francisco iría atravesando para templanza de su espíritu. Si dudamos de la filiación esotérica de los jesuitas, los propios relatos de un Piria adulto las despejarán. Así, fue introducido en las artes alquímicas y en el conocimiento de los Principios Fundamentales.
Vuelto a Uruguay con sólo catorce años, se lanza audazmente al mundo del comercio con éxito arrollador. Se convertirá con los años en propietario de una de las fortunas más importantes de América. Inmensas extensiones de tierras en Argentina y Uruguay, fábricas, centenares de propiedades, minas, canteras, buques, hacen de él un Midas sudamericano. De él la historia registra la paternidad edilicia de… sesenta barrios de la capital uruguaya, Montevideo.
Y es en 1897 cuando acomete la faraónica edificación de su sueño, Piriápolis. Que originalmente debería haberse llamado Heliópolis (como justo reconocimiento a la orden esotérica a la que pertenecía: “Los Caballeros de Heliópolis” o la “Hermandad de Heliópolis”[1]) hasta que la necesidad de ciertos compromisos comerciales y promocionales le llevaron a modificarlo para su propia inmortalización. La elección del lugar, en tanto, tampoco era casual. Cuando conversábamos amenamente con Carlos Rodríguez, insustituible referente hermético de la ciudad, consumado geobiólogo y sobre el cual regresaremos, él mismo nos ilustraba sobre la riqueza y complejidad de las energías telúricas del lugar, la vitalidad que la Red Hartmann alcanza en este punto y refiere la anécdota cuando un grupo de estudiosos de la Escuela Talleres de Feng Shui Clásico, Geomántica, etc. (Uruguay), de visita en el balneario, luego de explorar y evaluar la región la denominaron como “la perla del Feng Shui”.
El umbral del hombre
Así denomina a Piriápolis Carlos Rodríguez (www.sierradelasanimas.com/heliopolis.htm) quien en un escrito dice:
“El lugar elegido por Piria seguramente lo cautivó por su belleza natural, con sus cerros rindiéndose ante el mar, pero sin duda no fue éste el determinante que lo llevó a construir precisamente aquí. Hay un ingrediente extra a tanta belleza, es la conjunción de fuertes puntos de energía que no pasaron inadvertidos para el fundador.”
“No es novedad que en el planeta existen ciertos lugares que desde tiempos remotos llevaron a antiguas civilizaciones a construir sus templos y monumentos religiosos en puntos que potenciaban su poder por la energía que allí se concentraba. En Piriápolis existen innumerables puntos de alta concentración energética, pero lo más sorprendente es que en cada lugar de fuerza Piria dejó un monumento, una construcción o un símbolo. ¿Por qué? O… ¿para qué?”
“En realidad, cada monumento y construcción es un símbolo en sí mismo. Existe una conexión entre cada uno de ellos y todos representan una etapa en lo que constituye un camino iniciático. Es asombroso descubrir en sus obras la obsesión por dejar plasmados sus conocimientos de Qabbalah y Alquimia, diseñando una catedral a cielo abierto en un paseo, senderos y luminarias en un salón plagado de simbología y colores alquímicos, una iglesia que nunca fue, un castillo entre las sierras de cuya arquitectura se desprende un sinfín de mensajes. En el trazado original de la ciudad, cada manzana fue diseñada para que sus calles formaran un Árbol de la Vida. Sus monumentos representan en su conjunto el tránsito a la Era de Acuario. Sus obras arquitectónicas son templos en sí mismas. Tal vez la más impresionante sea la del Argentino Hotel, símbolo viviente del misticismo que encarna la ciudad donde a cada paso se encuentra un misterio por descubrir, un velo por levantar”.
Un país ocultista
Que quede en claro de una vez: de lo que estoy hablando es de la ineluctable sorpresa de descubrir que Uruguay es un país ocultista, con misticismo cuidadosamente diseñado a cada paso. Esto llevará varios artículos, pero quiero obligar al lector a ponerse en mi piel para comprender qué significa hallar eso mientras se acumula vertiginosamente anécdotas, historias, lugares, reflexiones… Valga la oportunidad, entonces, para reiterar una vez más el afecto a Jorge Guaraglia; en efecto, por ser él quien con paciencia benedictina tuvo que acompañar (y soportar) todas mis sobresaltadas euforias de deslucido descubridor: un rugido intempestivo en la quietud de la iglesia de La Candelaria al tropezar con el mágico ángulo de 52º, ¿recuerdan? (ver “En busca de portales dimensionales: explorando las grietas de la geometría Sagrada”) o mi inveterada costumbre de gritar “¡Pará!”, abrir la puerta del automóvil y echar pie, todo en una, cuando algo reclamaba mi atención mientras el conductor (Jorgito, claro) trataba de frenar el vehículo antes de una catástrofe. Él, en confidencia, me señaló otras malas costumbres mías, como cierta manía compulsiva de andar arrastrándome por los suelos o trepándome a ciertos inverosímiles lugares para obtener una buena toma fotográfica. Pero vale la pena.
Los hitos
Argentino Hotel: desde el número de escalinatas y niveles hasta los vitrales del interior, todo tiene una simbología numérica. Sus rampantes, zoológicas alegorías (obsérvese el aspecto de la cola del “león alado”, remitiendo al símbolo de infinito), el “bagua” octaédrico de la base de las luminarias, columnas octogonales, colores de la Gran Obra alquímica…
Hotel Piriápolis: frente al anterior, sus aceras están hechas a modo de azulejos y mosaicos mozárabes, pero con incrustaciones de piedras de colores. La Clave de Sol, la cruz de Ocho Beatitudes, Rosas, el absoluto simbolismo hermético y rosacruz por todas partes.
La Fuente de Venus: simbología astrológica y hermética la jalonan, en lo que se aprecia en el conjunto como aquella “catedral a cielo abierto” de la que hablara Rodríguez.
Cerro El Toro: camino a la cumbre, las estatuas de un Toro, un Águila, un León y una Venus…, ¿no les recuerda a la visión de Juan el Evangelista?
El Castillo de Piria: Deslumbrante. Inagotable. Mágico hasta cortar la respiración. En sus sótanos inexplorados se rumora que Piria tenía su laboratorio espagírico. Desde los mosaicos del piso (con ocho pétalos), la gran chimenea hogar orlada de signos zodiacales, los antiguos óleos donde íconos católicos son heréticamente cargados de simbología pagana; ¡observen este lienzo, donde un San Francisco de Asís se inclina ante un ciervo -daimon de la diosa Palas Atenea- con una luminosa cruz sobre su testa! El santo lleva un hacha a sus espaldas (dispuesto a talar un árbol, es decir, agredir a la Naturaleza) y sus dos fieles compañeros caninos esperan entre temerosos y sorprendidos, rabo entre las patas, en lugar de atacar al animal. La simbología es clara. Lo eclesiástico y los canes, domini canes (“dominicanos”, los “Perros del Señor”) ceden ante las deidades paganas, las fuerzas vitales de la Naturaleza[2]. La excepcional acústica de ciertos, sólo ciertos rincones (atención: otro increíble, místico pero perfecta y empíricamente comprobable fenómeno de acústica casi por fuera de las leyes físicas ya lo había comprobado un día antes en Punta del Este, sobre lo que volveré más adelante)… La construcción le demanda exactamente siete años, y en ese período la habita exactamente trescientos sesenta días..
Las leyendas
Hablamos de duendes y luces. A veces, de designios oscuros. Darwin, nada menos, en su paso por el lugar escribió: “aquél cerro que emergía del mar, durante la noche emitía sombras luminosas que se comunicaban con otras similares en los demás cerros de la cadena que bordea la costa”. Muchas veces los “duendes” han llevado sus bromas demasiado lejos, siendo muchas las historias de quienes bañándose no lejos de la orilla han sido arrastrados hasta el fondo por una fuerza superior, encontrando la muerte en apenas un metro de agua. ¿Y aquél caso del yate extranjero, vernáculo Mary Celeste, que encontrándose muy cerca de la costa fue envuelto por un banco de niebla muy espeso, regresando a la orilla sin uno solo de sus tripulantes, de los cuales jamás se volvió a tener noticias?
O el cerro en donde todos los solsticios de verano se declaran incendios “accidentales” que dejan “espontáneamente” de suceder en el equinoccio de otoño. Es el que presenta una profunda grieta en forma de “V” en su cima por donde ese día, y sólo ese día, aparece el Sol.
La iglesia inconclusa
Dejé para el final de este artículo este ítem, por acompañar una vivencia muy personal. Los atractivos esotéricos de Piriápolis no culminan aquí (para quienes gusten llegarse, frecuentemente se organizan “tours místicos” y, una vez al año, el “mes místico” del que participan todas las fuerzas vivas de la ciudad). Pero voy a referirme a lo que he experimentado.
¿Aclaración necesaria? No soy un dechado de clarividencia, no canalizo antes del desayuno y si el biólogo Alwin Lawson llegara a tener razón y las experiencias de abducción son sólo recuerdos perinatales, padeceré la orfandad de suponerme parido por un repollo, porque no jalonan mis noches experiencias trascendentes con seres incorpóreos. Sí son por mis lectores históricos conocidas unas cuantas experiencias insólitas, alguna aterradora, pero sospecho que me han ocurrido más que gracias a mi capacidad de sintonización, a pesar de ella. Es decir que no ando por la vida sintiendo presencias, visualizando energías, convocando espíritus. Algunos me señalan como demasiado pensante; yo disfruto la pedantería de dar por sentado un ecuánime maridaje de espiritualidad y racionalidad.
De modo que cuando Carlos y Jorge me hablaron de “la iglesia que no fue” y de las leyendas que se tejían a su alrededor, eso y decidir visitarla fue una sola cosa. Allá fuimos. Jorge, mirándome de reojo, musitó algo como “ni loco entro”. Carlos fue más expeditivo: pasó raudamente en su automóvil, saludó con la mano y se perdió en lontananza.
¿Adivinen quién entró? Acertaron. Un servidor.
La escena era digna de Brian De Palma. Nubes espesas, oscuras, cubrían el cielo. Sólo dos perrazos aparecieron de la nada y me ladraron agresivamente desde una distancia cada vez más breve para mi gusto. Miré la gótica escena (“neogótica” tendría que decir, que tal es el estilo de la pseudo iglesia con mucho de “románica” pero nada de “romántica”) y, casi por reflejo, también mi infaltable brújula. La primera gran extrañeza: la iglesia está orientada al oeste, en lugar de al este. Recordé el comentario sobre la negativa de los eclesiásticos a aceptarla pese a que Piria corría con todos los gastos, y me pregunté si la razón no sería esta orientación. Pero instantáneamente me di cuenta que era una suposición tonta: los constructores debían saber desde el vamos cómo debe orientarse un templo católico. Debía haber otra razón.
Comencé a desplazarme hacia la izquierda de la construcción buscando una forma de ingresar y alejarme de los perros. Esta vez, mi zurdez me jugó una mala pasada: si hubiera ido hacia la derecha habría hallado un gran portón abierto. Pero ya aclaré que la clarividencia no es lo mío[3]. Una ventana, y allí estaba yo trepando y rogando que los mohosos ladrillos no cedieran bajo mi peso. Un salto, y ya estaba dentro. Unos pasos, y me hallaba en la desolada nave central.
Allí encontré el portón abierto y la segunda extrañeza. Los perros, instantes antes tan interesados en probar sus caninos en mis huesos, seguían ladrándome furiosos pero sin ingresar al templo, manteniéndose frente al portón abierto. Miré entonces hacia donde debería haberse hallado el altar, tomé unas fotos y fue entonces cuando sentí primero y creí entrever después esa sombra espesa deslizándose sobre el muro del fondo. Unas fuertes -aunque no incontenibles- ganas de vomitar me ganaron. Hice casi por instinto los mudras del Pequeño Sellado de protección y cuando volví a enfocar la vista en el muro la sombra ya no estaba, pero la ominosa sensación de ser observado, sí.
Ya se sabe la visceral reacción de los porteños frente al peligro: giramos sobre nuestros talones y a paso lento, como quien no quiere la cosa y disimulando, nos vamos silbando “La Puñalada” . Al salir, claro, los cancerberos me estaban esperando. Ahí quedó demostrado lo peligrosas que son mis piernas. No saben como corro.
Llegué al automóvil aún con ganas de vomitar que, sin embargo, se disiparon poco a poco. ¿Miedo? No, “opresión” sería más bien la palabra. Y fue en ese momento que Jorge, alias “quien-avisa-no-es-traidor”, me señaló un detalle sugestivo: todos los alrededores de la iglesia inconclusa están deshabitados, pese a estar en un bello lugar. Sólo una edificación fue construida en un terreno lindante: una casa mortuoria. Y aún recuerdo las palabras de mi amigo: “cuando de un lugar se va la Luz, entra la Oscuridad”.
¿Qué hay allí? No lo sé (pero pienso averiguarlo). ¿Para qué la construyó Piria? Tampoco nadie lo sabe.
Y me alejé de Piriápolis, mirando el paisaje por la ventanilla. Y recordando la primera imagen grabada en mi retina cuando, unos kilómetros antes de llegar, observando la ciudad balnearia recostada en las estribaciones entre la sierra y el mar, había expresado que “se sentía un Feng Shui perfecto”. No podía ser de otra manera.
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[1] Heliópolis es desde siempre un grupo muy discreto y universal de alquimistas. Entre sus filas han pasado la mayoría de los maestros alquimistas medievales, tanto laicos como religiosos. Durante el siglo XX han alternado en esta fraternidad figuras de la estatura de Champegne, Swaller, Dujols, Fulcanelli, Eugene Canseillet y don Francisco Piria. Este último viajaba todos los años puntualmente a las reuniones de la hermandad en el viejo continente. De la misma forma que Fulcanelli dedicó sus libros a “los hermanos de Heliópolis”, Piria dio originalmente el nombre de Heliópolis a su obra mayor, una ciudad especialmente trazada para el encauce de energías cósmico-telúricas.
[2] La interpretación de este cuadro es absolutamente personal.
[3] Y si lo fuera, el verdadero ocultista, oculto está. Suena mejor en inglés, claro (“The real occultist, occult is”)

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