domingo

DOS FRAGMENTOS DE RELATO DE CENIZA - MARYSE RENAUD


Relato de ceniza La vida zarandeada de Cyparis el Superviviente de Martinica a Panamá (Verbum, Madrid, 2016) es la última novela de Maryse Renaud, y ha sido considerada por la crítica especializada y por numerosos escritores de relevancia internacional, como un texto capital en el panorama de la nueva narrativa hispanoamericana. Agregamos dos nuevos fragmentos -concedidos en exclusiva para elMontevideano Laboratorio de Artes- a los que ya habíamos dado a conocer antes de la publicación del libro.


UNO

-¿Ha nevado ? ­ -murmuró Cyparis alelado.

Entornó trabajosamente los ojos. Tanteó con el pie el pavimento de la calle, respiró de modo entrecortado. Intentaba entrar de nuevo en la vida, desentumecer  las mandíbulas, hablar. Hablar con sus semejantes tras la angustiosa soledad de las tres noches anteriores. Movió con dificultad sus labios resecos, le salió una voz de pájaro herido que se perdió en el vacío.

Una brisa acre soplaba desde el mar. Volaron en el aire ya caldeado de la mañana algunos copos. Tres jóvenes bajados de Morne-Rouge le estaban prestando socorro. Dos de ellos lo sostenían por debajo de los sobacos, intentaban  mantenerlo derecho. El otro permanecía a su espalda, vigilaba su andar tambaleante, abría las manos de par en par, anticipando cualquier posible caída del gran cuerpo exhausto.

-¿Ha nevado ? ­ -sonó de nuevo la extravagante pregunta, débilmente.

Los tres hermanos se cruzaron unas miradas inquietas. Mejor no contestarle. Ni Cyparis ni ellos la conocían de verdad. Ignoraban su textura, su peso, su olor, su sabor.  La habían visto de niños, fascinados,  pura y centelleante como el azúcar cande, en chozas de calendarios y tarjetas de felicitación cuidadosamente guardadas en gavetas por los mayores, o revoloteando  traviesamente en bolas de cristal sobre el manto azul de la Virgen.

Sólo contaba ahora la eficacia.

Llevaban varias horas recorriendo la población de arriba para abajo, como hormigas locas. Era el once de mayo. Se habían encontrado en el camino con los señorones del Comité de Asistencia y Socorro, de gesto severo y labios apretados.  Unos inútiles con atuendos de dandis a los que ni saludaron. A quién se le ocurría en tal trance vestirse de tiros largos, con chaqué y ese rídiculo tubo negro que de seguro estaría tapando sus calvas, dándoles aires de prestidigitadores de circo. Se les atravesó un nudo en la garganta. Sus rostros se cubrieron de finísimas gotas de sudor que ni se tomaron el trabajo de enjugar.

No daban crédito a los ojos.

Habían muerto sus padres, hospedados donde unos familiares asentados de tiempo atrás en Saint-Pierre. Su casa, a orillas del torrentoso Roxelane cargado de rocas y troncos, despanzurrada, cubierta de fango endurecido y de detritus, estaba irreconocible. La tía Rose y su madre, que tan buenas migas hacían, estaban tendidas de costado en el huerto, al pie del árbol del pan, con las manos crispadas sobre las varas con las que pretendían alcanzar los pesados frutos, unidas en la muerte por una increíble lividez. Del viejo limonero no quedaba nada. El tío Fulbert y su padre, abatidos de cabeza sobre la mesa de la cocina, parecían dormir el sueño de los justos. La cafetera, los tazones, los cubiertos habían rodado al piso. Fundidos por el calor infernal del volcán, formaban una mancha gris de extravagantes tentáculos. Su primo, una criatura de cinco años, no aparecía por ninguna parte.

Todo era devastación: la zona del puerto, la calle mayor con sus comercios desfondados, el barrio del teatro,  la catedral, los alrededores del Jardín botánico, nada se había librado del soplo mortífero. Contemplaron anonadados los cadáveres amontonados, los árboles arrancados de cuajo, los escombros nevados de ceniza clara. Maldijeron al Monte Pelado cuya aguja de andesita, brutalmente surgida de la nada, desafiaba a lo lejos al que jamás volvería a ser el centro vital  de la isla. Maldijeron a las autoridades, los científicos, los políticos, los periodistas. A toda esa gente leída y escribida que no supo proteger a nadie. Tiraron al suelo, en un arranque de rabia pueril, sus anchos sombreros de paja, antes de recogerlos avergonzados. 

Eficacia, era lo que hacía falta ahora.

Los tres hermanos de Morne-Rouge se pusieron a observar a Cyparis. Sus manos eran cuadradas y potentes, era ancho de espaldas. Tenía pinta de campesino joven, como ellos. Lo guiaron con una inhabitual delicadeza, evitando  rozar  sus brazos, su torso, sus hombros, hechos una vasta llaga dolorosa.

-Ha nevado... -el hombre miraba vagamente a sus pies.

Menearon la cabeza. Nunca viajarían ellos a Francia. No eran gentes de dinero, ni funcionarios, ni empresarios, ni estudiantes. Les serían siempre ajenos los grandes buques transatlánticos de chimeneas humeantes, dobles cubiertas y frívolos huéspedes acicalados, con rumbo hacia los países fríos de contrastadas estaciones. Nunca  sentirían en la piel lo que algunos picos de oro llamaban pretenciosamente en la colonia «la caricia vivificante de la nieve», ni les importaba un comino, a decir verdad, el desconocido esplendor de esos rudos inviernos. Les bastaba su tierra antillana, el mar a lo infinito, el vigor de su sol, el soplo de los alisios y el arrullo de la tórtola en el monte.

Había concluido su búsqueda. Trágicamente. Huérfanos... Descubrían pasmados su nueva condición. No quedaba alma viviente en la ciudad norteña. Ni un caballo por las calles, ni uno de esos perros sarnosos que atronaban la noche con sus corridas alocadas, ni un canto de gallo. Les costaba admitir la evidencia.

Echaron una rápida ojeada a Cyparis. Sabían que no debían contrariarlo, que convenía tratar como a un enfermo, como a un niño, al único superviviente de la erupción. El hombre visiblemente no estaba en sus cabales. Los ojos de los trillizos se cargaron de lágrimas... ¡El único superviviente de la catástrofe! Ellos eran quienes sintieron sus quejidos al pasar delante de su calabozo, lo arrancaron de su prisión de piedra,  lo devolvieron a la vida. Eran los héroes de una absurda hazaña de la que no tardaría en hablar la isla entera 

El traqueteante séquito se alejó del campo de ruinas. Dejaron tras sí una Plaza Bertin sembrada de cadáveres en la que ya no crepitaba el agua de la fuente, un mar cubierto de un amasijo de mástiles quebrados, de cajas de bacalao y barriles de ron a la deriva, de tablas flotantes. Se internaron  en las lomas que dominaban la ciudad, castigadas ellas también por el incendio, impacientes  por regresar a Morne-Rouge.

Eran ocho kilómetros los que tenían que andar.


DOS


Una tarde, cuando en la pista había empezado a girar el cuerpo para mirar al público, conforme a  la  escenografía de rigor, se sintió como traspasado por  una mirada quemante que le hizo bajar la vista y llevarse la mano al pecho. Su corazón se puso a latir precipitadamente, empezó a jadear, estuvo a punto de bloqueársele la respiración y se puso tan pálido que de los bastidores salió un enfermero que lo sacó inmediatamente de la pista. No se  interrumpió la función. Llegaron a la carrera, como volando por los aires, unos payasos de trajes rutilantes y amplias sonrisas rojas, esforzándose por mantener en vilo al público desconcertado. No tardó en reemplazarlos otro número, de reserva, directamente ligado a la tragedia del Monte Pelado. La asistencia, impresionada por la rapidez del cambio de decorado y la magia del nuevo cuadro, ya no pensaba en el incidente. Por la sala pasó un suspiro de satisfacción.

En un puerto de las Antillas anglófonas -un enorme anuncio luminoso rezaba «Puerto Castries, Santa Lucía»- estaba a punto de atracar al muelle un barco  nevado de cenizas. Centelleaban bajo la luz de los reflectores sus mástiles derrengados y sus velas, hechas pedazos, colgaban flácidas. Iba emergiendo lentamente de la bruma matinal, como empujado por la sola fuerza de las olas, sin capitán, sin tripulación, sin pasajeros, acompañado por los cobres profundos de la música de Wagner. El buque fantasma chocaba contra el muelle y de repente, en cubierta, se ponía a traquetear violentamente de babor a estribor, a crepitar con sonido metálico un gigantesco amontonamiento de piedra pómez expelida por el volcán, cuya silueta huraña se divisaba a lo lejos. Bajo las piedras se adivinaban varios bultos.

Los espectadores se removían en sus asientos, estornudando, carraspeando nerviosamente. Por la carpa pasaba un estremecimiento de horror.
Del pañol surgían entonces poco a poco los supervivientes: dos marineros a punto de desplomarse, que se esforzaban por explicar cómo habían escapado de la ciudad arrasada. 
Las voces dolidas contaban alternándose su tremenda odisea. Era el ocho de mayo, estaban por ingresar en la ensenada de Saint-Pierre cuando de repente les salió al encuentro un nubarrón enorme, negro, espeso, descolgándose como un toro bravo de la cumbre de la montaña. Los iba a aplastar, los iba a asfixiar. El mar, al pie del Monte Pelado, ya había entrado en ebulición, los mástiles ardían, el metal se dilataba, las máquinas  fallaban dañadas por el calor, las manos llenas de ampollas no respondían, las maniobras para aflojar el cerco resultaban imposibles. En torno suyo  los barcos, incendiados, se estaban yendo a pique entre crujidos espantosos. Pero quiso Dios el Misericordioso que ellos consiguieran a último momento dar marcha atrás, escapar de ese infierno. Les pisaba los talones la baba ardiente de la bestia, bamboleaba el barco perseguido por una lluvia de escorias incendiarias, de cenizas y de rocas. El capitán, herido de gravedad, terminaba por soltar el timón y se caía de cabeza sobre la cubierta. Agonizante. Muerto.

Comenzó entonces la larga deriva mar adentro.

Se perfiló después de varias horas un bosquecillo de cocoteros, algunas chozas, un grupo de vecinos que retrocedieron lanzando aullidos, antes de pasar a socorrerlos. El Roddam se encontraba ahora a salvo en Puerto Castries, al abrigo de la destrucción. Por fin. Era el único en haberse alejado a tiempo de Saint-Pierre, de la traicionera ensenada de los filibusteros.

Velos de gasa diáfana se desplegaron majestuosamente sobre el buque fantasma, creando una profunda  sensación de paz que hacía dudar  del dramatismo del cuadro anterior. Sonaba ahora una habanera de ritmo lánguido. El público se mantenía silencioso, en vilo, no se atrevía a levantarse ni a aplaudir, cuando de golpe se puso a desgañitarse un chiquillo en  la primera fila.

-¿Dónde está Cyparis, mamá ? Me gusta más el negro Cyparis. ¿Por qué no sale mi amigo?
Estalló una gran risa y todos fueron desocupando sus asientos. En cuanto a Cyparis, tendido en su camilla con los párpados dolorosamente cerrados, sabía ahora que la muerte también se había apiadado de su guapa compatriota.

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