domingo

LA TIERRA PURPÚREA (96) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON


XXIII /  LA BANDERA COLORADA DE LA VICTORIA (4)

-Gracias, señor. Toda mi vida he pasado aquí. Cuando era niña, mi hermano se incorporó en el ejército, entonces murió mi madre y me dejaron aquí sola, porque había comenzado el sitio de Montevideo y yo no podía ir allá. Por último mi padre fue gravemente herido en una acción y lo trajeron, para acá, creyéndose que moriría. Estuvo muchos meses en cama, su vida pendiendo de un hilo. Por fin, triunfaron nuestros enemigos; terminó el sitio y los caudillos Blancos estaban todos muertos o desterrados. Mi padre había sido uno de los oficiales más valientes en las fuerzas de los Blancos, y no podía escapar a la persecución general. Sólo esperaron que sanara para hacerlo preso y llevarlo a la capital, donde, sin duda, lo habrían fusilado. Mientras estaba en ese delicadísimo estado de salud, nos colmaron de toda laya de indignidades y agravios. El comandante de este Departamento se apoderó de nuestros caballos, mataron nuestro ganado o se lo llevaron y vendieron, registraron nuestra casa en busca de armas, mientras que cada semana venía un oficial a ver a mi padre para informar a las autoridades respecto de su salud. Un motivo de este odio, era que Calixto, mi hermano, se había escapado y seguía guerrilleando contra el gobierno en la frontera brasilera. Por fin, mi padre mejoró lo suficiente para poder arrastrar un pie tras otro, y todos los días daba una vuelta durante una hora, apoyado en alguien; entonces mandaron a dos hombres armados para que vigilaran la casa e impidieran que mi padre escapase. Así estábamos viviendo en un terror continuo, cuando un día llegó un oficial y me mostró una orden escrita por el comandante. No me la leyó, pero dijo que toda persona en el Departamento de Rocha, desplegase una bandera colorada en su casa para celebrar una victoria que habían obtenido las tropas del gobierno. Le dije que no queríamos desobedecer las órdenes del comandante, pero que no teníamos ninguna bandera colorada. Repuso que había traído una para ese objeto. La desdobló y la fijó a un palo, y entonces, trepando al tejado, la plantó allí. No contento con estos insultos, me ordenó que despertara a mi padre que estaba durmiendo, para que él también pudiese ver la bandera enarbolada sobre la casa. Mi padre salió apoyado en mi hombro, y cuando levantó la vista y vio la bandera colorada, se volvió al oficial y lo hartó de maldiciones. “Vuélvete” gritó, “al perro de tu patrón, y dile que el Coronel Peralta es siempre un Blanco, a pesar de su infame bandera. Dile a ese insolente esclavo del Brasil que cuando yo quedé inhabilitado, entregué mi espada a mi hijo Calixto, quien sabe usarla, y se bate por la independencia de su patria.” El oficial que ya había montado a caballo se rio, y tirando a nuestros pies por orden de la comandancia, saludó irrisoriamente y se fue al galope. Mi padre recogió el papel y leyó estas palabras: “Decrétase que se despliegue en toda casa de este Departamento una bandera colorada, en señal de regocijo por las buenas noticias recibida de una victoria obtenida por las tropas del gobierno, en la que aquel desleal hijo de la República, el famoso asesino y traidor, Calixto Peralta, fue muerto.”

-¡Ay, señor! Amando a su hijo sobre todas las cosas de la vida, esperando tanto de él y con su salud quebrantada por tantos años de largos sufrimientos, mi pobre padre no pudo soportar este último golpe. Desde aquel cruel momento perdió por completo la razón; debemos a esa calamidad que no le hayan fusilado y que nuestros enemigos dejaran de molestarnos.

Demetria derramó algunas lágrimas mientras me contaba esta trágica historia. ¡Pobre mujer! De ella misma apenas había dicho una palabra, y sin embargo, ¡cuán grande y duradero no había sido su sufrimiento! Fui profundamente conmovido y tomándole la mano, le expresé cuánto me había apenado oír su aflictiva historia. Entonces se levantó y me dijo “buenas noches” con una triste sonrisa -triste, pero era la primera sonrisa que había animado su rostro desde que la había visto. Bien podía imaginarme que hasta la simpatía de un extraño debía parecerle dulce en aquella desolación.

Después que se fue, encendí un cigarro. La noche había perdido su carácter misterioso, y mis fantásticas supersticiones se habían desvanecido. Me hallaba otra vez en el mundo de los hombres y mujeres; y sólo podía pensar en la inhumanidad de los hombres para con sus semejantes y del infinito dolor que tantos corazones soportaban en silencio en aquella Tierra Purpúrea. El único misterio que todavía quedaba por aclarar en esa ruinosa estancia, era el tal don Hilario que le echaba llave al vino y a quien la Ramona, con amarga ironía, llamaba patrón, y que lo había creído necesario excusarse, aquella noche, al privarme de su preciosa compañía.

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