XXI / UNA CORONA DE ORTIGAS (2)
Al aproximarme a la casa vi que había habido detrás de ella, en otro tiempo, una gran arboleda, de la cual sólo quedaban unos cuantos troncos muertos, estando los zanjones que la habían rodeado casi enteramente arrasados. El lugar estaba ruinoso y cubierto de maleza. Apeándome, conduje mi caballo por un angosto sendero entre una profusión de tornasoles silvestres, marrubio, amapolas y estramonio, a unos álamos donde en los tiempos pasados había habido una tranquera, de la que sólo quedaban en pie dos o tres postes rotos. De la vieja tranquera, el camino conducía, siempre por entre la maleza, a la puerta de la casa; esta era de piedra y ladrillo, con un empinadísimo techo de tejas. Al lado de la desmantelada tranquera, apoyada en un poste, su cabeza descubierta y bañada por el sol abrasador de la tarde, se hallaba de pie una mujer, vestida pobremente de negro. Tendría unos veintiséis o veintisiete años de edad, y en su cara descolorida como el mármol, salvo las manchas moradas bajo sus grandes ojos oscuros, había una expresión de indecible abatimiento y cansancio. No se movió cuando me acerqué a ella, pero alzó sus tristes ojos a los míos, sin sentir, aparentemente, mucho interés en mi llegada.
La saludé quitándome el sombrero, y dije:
-Señora, mi caballo está rendido, y busco un lugar donde pueda descansar; ¿podría cobijarme bajo su techo?
-Sí, señor, ¿por qué no? -contestó con una voz aun más indicativa de tristeza que su rostro.
Le agradecí y esperé que me mostrara el camino, pero continuó quedándose de pie delante de mí, la vista clavada en el suelo y con una expresión indecisa e intranquila.
-Señora -empecé-, si la presencia de un extraño en su casa estorba…
-¡No, no, señor! ¡No es eso! -interrumpió vivamente. Entonces, bajando la voz casi a un susurro, dijo: -¡Cuénteme, señor. ¿Ha venido del departamento de Florida? ¿Ha estado usté… ha estado usté… en San Pablo?
Vacilé un momento; entonces repuse que sí.
-¿De qué bando? -preguntó ávidamente al instante.
-¡Ay, señora! ¿Por qué me hace usted esa pregunta, a mí, un pobre viajero que llega a pedirle alojamiento por una noche?
-¿Por qué? Tal vez sea para su bien, señor. Acuérdese que las mujeres no son, como los hombres… implacables. Por supuesto que tendrá alojamiento, pero es mejor que yo lo sepa.
-Tiene razón, disculpe que no le haya contestado inmediatamente. He estado con Santa Coloma… el revoltoso…
Me tendió la mano, antes de que pudiese tomarla, la retiró y, cubriéndose y volviéndose hacia la casa, me pidió que la siguiera.
Su ademán y sus lágrimas me habían anunciado a las claras que ella también pertenecía al desdichado partido Blanco.
-¿Es que ha perdido usted algún pariente en este combate, señora? -le pregunté.
-No, señor, pero si nuestro partido hubiese triunfado, tal vez me habría librado a mí. ¡Ay, no! Yo perdí a todos mis parientes, hace mucho tiempo… a todos, excepto a mi padre. Luego sabrá usted, cuando lo vea, por qué es que nuestros crueles enemigos han desistido de derramar su sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario