Fernando Aínsa acaba de ser condecorado en La Habana por su participación en el Coloquio organizado por el Instituto Cubano del Libro y la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y auspiciado por la Casa Museo Lezama Lima, la Casa de la Poesía del Historiador de La Habana y el Seminario Cultural Padre Félix Varela del Arzobispado de La Habana. El evento se realizó en la sala Federico García Lorca del Centro Cultural Dulce María Loynaz de 19 y E, la que fuera casa de la poeta, y contó con participantes provenientes de México, Estados Unidos, Colombia, Argentina, Puerto Rico, Francia y Alemania y reconocidos intelectuales cubanos.
PARADISO, UN ASCENDER POÉTICO HACIA LA LUZ
A cincuenta años de la publicación de Paradiso.
(Texto enviado por Fernando Aínsa, que fuera invitado a pronunciar la conferencia inaugural del Coloquio.)
Es para mí un honor y una gran satisfacción poder dirigirme en la distancia a los organizadores y participantes de estas jornadas sobre Paradiso de José Lezama Lima, en cuyo desarrollo hubiera querido estar presente, tal como era mi propósito. Desgraciadamente la salud me viene jugando malas pasadas estos últimos años y la perspectiva de un viaje trasatlántico a Cuba adonde he viajado en ocasiones tan diversas como haber sido jurado del Premio Casa de las Américas, invitado por la Feria del Libro de la Habana y participante de un congreso sobre “Identidad cultural de América Latina”, me fue médicamente desaconsejada, pese a mi aceptación inicial.
Agradezco a Ivette Fuentes y a Emmanuel Tornés que, pese a esta dificultad, me hayan invitado a dirigirles unas palabras, como mensaje de apoyo entusiasta a vuestro encuentro. Las adjunto para que puedan ser leídas como si yo mismo lo hiciera.
Debo empezar diciendo que sitúo Paradiso entre las obras literarias mayores del siglo XX. La sitúo entre las grandes novelas totales y totalizadoras, donde autores como Proust, Joyce, Musil, Mann, Gadda, latinoamericanos como Joâo Guimarâes Rosa y Augusto Roa Bastos (especialmente en Yo, el Supremo) amontonaron en forma barroca y experimental las pertenencias de una civilización que temían sería barrida por el viento de la historia, para cristalizarlas en obras que se han instalado en el tiempo como clásicos. Gracias a esa preocupación compartida, la novela dejó de ser el simple reflejo de una peripecia exterior, narración de una “comedia humana” con estilos más o menos realistas, para convertirse en una compleja estructura de formas variadas, concebidas como una alternativa de creación original en el centro de “la nueva Babilonia demente, con mil voces, mil pensamientos, mil músicas diversas” de que hablaba Robert Musil para referirse a su tiempo.
La tentación que tuve al terminar de leer por primera vez Paradiso de José Lezama Lima, fue situar esta obra entre esas construcciones literarias que almacenan en forma desordenada las pertenencias vitales y culturales del escritor que se enfrenta al cambio histórico. Todo me indicaba guiar esa primera lectura en esa dirección: el rescate de la infancia del poeta, verdadero paraíso que se supone perdido, la reelaboración de la saga familiar, la consagración de una Edad de Oro criolla que deja paso a una nueva realidad y, finalmente, la experiencia iniciática en el mundo de la poesía del joven José Cemí.
La propia estructura de la obra permitía visualizarla como un verdadero díptico, cuya primera tabla estaba formada por la reconstrucción y el rescate del paraíso familiar, parte que ocupaban los primeros siete capítulos de la obra. La segunda tabla del díptico estaba formada por la iniciación al mundo exterior y a la poesía, oficiando el capítulo octavo como las bisagras que unían las dos partes del retablo. En la primera, podían descubrirse similitudes con En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y, en la segunda, con las novelas iniciáticas, Bildungsroman, del tipo de Retrato de un artista adolescente de James Joyce o Los Buddenbrook de Thomas Mann. En general, la crítica ha orientado su análisis en esta dirección. Así, Julio Ramón Ribeyro definió Paradiso como “una autobiografía creadora”, utilizando las palabras de George Painter sobre Marcel Proust y subrayando el carácter de “novela de formación, de educación y de aprendizaje” que las emparentaba, verdadero itinerario espiritual de un personaje que culmina con el descubrimiento de su vocación artística. En el mismo sentido, Julieta Campos destacó su carácter de novela iniciática, aventura de penetración “en el arte de vivir y en el sentido de la vida” y Julio Ortega la caracterizó como una crónica familiar, cuyo axis mundi es el hogar, fuego central e imagen por excelencia, tema de la primera parte y tierra firme de las exploraciones de José Cemí en la segunda.
Sin embargo, personalmente creo que, más allá de la recreación de un mundo familiar y juvenil, cargado de todos los recuerdos a salvar, Lezama intenta en Paradiso algo que puede parecer desmesurado: fundar novelísticamente su sistema poético, “esa cosmogonía donde la poesía pueda sustituir a la religión, un sistema poético más teológico que lógico”.
Lo primero que surge desde la perspectiva que proponemos es que el paraíso de Paradiso no está constituido únicamente por la nostalgia de la infancia y del tiempo pasado. Paradiso es no sólo el tiempo perdido, sino además el espacio que se reconstruye con la escritura y que, al leerse, conduce por caminos de deleite a un placer indiscutido: el de participar, gozosamente, de una prosa tan excelsa como única. Me digo, su paraíso está en el presente, no está en el pasado, sino en el momento de la escritura y el momento de la lectura. De esta manera, el paraíso que crea la palabra es intemporal, no tiene pasado ni futuro, ya que renace en cada ser que se acerca a su espacio y quiere disfrutar de la resurrección en tiempo presente que procura la lectura de sus páginas. Paradiso crea una eternidad: la vivencia de la imagen.
La imagen es la realidad absoluta. “La imagen es la causa secreta de la historia -escribió Lezama al inicio de su ensayo sobre el Movimiento 26 de Julio- “El hombre es siempre un prodigio, de ahí que la imagen lo penetre y lo impulse. La hipótesis de la imagen es la posibilidad”.
La fuerza de esta idea-hipótesis ha sido para mi tan grande -omnipresente no sólo en Paradiso sino en muchos de sus relatos y en su poesía- que llega a transformar el esquema de la recreación de un paraíso perdido en una verdadera apuesta por una “utopía de la esperanza”, al modo de la proyectada por Ernst Bloch en El Principio Esperanza, secretamente radicada en la intensidad de su escritura.
José Lezama Lima concilia de un modo original y apasionado rigor formal y profundidad reflexiva como ya proponía en los ensayos fundacionales de La expresión americana que he releído estas semanas con el mismo entusiasmo de la primera vez, para descubrir los arquetipos “poéticamente activos” que subyacen en las categorías del imaginario utópico. Me bastaba pensar en el Canto General de Pablo Neruda o en muchos de los poemas de José Martí, Rubén Darío o César Vallejo o tener en cuenta cómo José Lezama Lima hacía operar esta fuerza viva a partir del distingo entre imagen y posibilidad: el potens con que se inviste la palabra y la carga subversiva con que el imaginario se proyecta. De la tensión entre ambas surgían las propuestas literarias en lo utópico, sobre la cual Lezama había construido buena parte de su obra, tanto poética como narrativa. Paradiso, desde su propio título, invitaba a proyectarlo así.
En la obra de Lezama no hay una empresa de rescate de una clase social en decadencia, como en Invitados al Paraíso de Manuel Mujica Laínez -autor de una significativa trilogía sobre el implacable orden familiar (Los ídolos, La casa y Los viajeros)- ni se vive en caserones que se desmoronan en un contexto urbano que tiende a arrasarlos como en tantas novelas latinoamericanas. Pienso en el chileno José Donoso y el uruguayo Carlos Martínez Moreno. El orden de los abuelos de la obra de Lezama no es anacrónico, sino armónico.
En efecto, su mundo familiar cerrado no vive en tensión con el exterior. El hogar regido por “la muralla de madres” de José Cemí se inserta en los sucesivos círculos concéntricos de la familia, compuesta por una profusión de tíos y primos, de la servidumbre que ha sido integrada al sistema (basta pensar en la figura de la vieja Baldovina), y más allá en los amigos del poeta adolescente y en el contexto general de la isla de Cuba. El hecho de que la dictadura política de Machado reprima y ensombrezca el panorama del mundo exterior, hace más evidente la condición paradisíaca esencial del hogar de los Cemí, verdadero refugio de paz en un mundo hostigado, pero símbolo de algo más general e inalterado. Cuba es un paraíso-Paradiso, a pesar de la dictadura de Machado y contra ella.
Por esta razón, el tránsito de uno a otro de los círculos se hace sin mayores sobresaltos y se aparece como parte de un crecimiento personal del niño hacia el poeta José Cemí. Cada círculo de este paraíso -al modo de La Divina Comedia de Dante- garantiza la existencia del siguiente, sin que los puentes que aseguren su pasaje se rompan, permitiendo así un retorno al soporte central en cualquier momento, tal es la fuerza integradora del omphalos familiar del origen.
El hogar de José Cemí, aunque parezca prolongarse armónicamente en otras formas posibles del paraíso, constituye, sin embargo, un pequeño “mundo cerrado”, como decía Proust de Cambray. Este mundo es una unidad que es espiritual antes de ser geográfica, una forma de cultura, un Welt, según la expresión alemana. Este hogar, como todo sistema utópico, garantiza su supervivencia reduciendo al mínimo los contactos con el mundo exterior que pueda contaminarlo. El aislamiento del hogar en que crece José Cemí es notorio en los primeros siete capítulos, donde no existen casi personajes ajenos a la familia.
José Cemí descubre el mundo exterior y sus peligros el mismo día que conoce a Ricardo Fronesis y a Eugenio Foción. Al huir de una represión policial de la dictadura contra una manifestación estudiantil, mientras está “atolondrado por la sorpresa”, siente que “una mano cogía la suya” y que “detrás del que lo tironeaba iba otro en seguimiento, un poco mayor, que asombraba por su calma en la refriega”.
Es fundamentalmente esa amistad la que le ayuda a transitar “sin sobresaltos” del mundo hogareño al mundo exterior. Son los puentes de la amistad los que le ayudan a cruzar los límites de un círculo para ingresar en otro. Cuando Fronesis le da la primera cita en el mundo exterior, Cemí siente “el nacimiento de la amistad. Aquella cita era para la plenitud de su adolescencia. Se sintió llamado, buscado por alguien, más allá del dominio familiar”. El puente levadizo para salir de la fortaleza hogareña ha sido bajado y José lo cruza tranquilamente, tomado de la mano de sus nuevos amigos.
En el tránsito sin sobresaltos del punto central del hogar al círculo más amplio del mundo exterior, resulta fundamental la actitud de la madre de José Cemí. Rialta reacciona positivamente cuando siente que su hijo empieza a alejarse del hogar. En lugar de cerrarle el paso hacia lo que es su desarrollo natural, le advierte sobre los peligros exteriores. No se trata de que los evite, sino de que elija “el peligro con epifanía”.
En el tránsito sin sobresaltos del punto central del hogar al círculo más amplio del mundo exterior, resulta fundamental la actitud de la madre de José Cemí. Rialta reacciona positivamente cuando siente que su hijo empieza a alejarse del hogar. En lugar de cerrarle el paso hacia lo que es su desarrollo natural, le advierte sobre los peligros exteriores. No se trata de que los evite, sino de que elija “el peligro con epifanía”.
Las nociones de exigencia, la idea clásica de los mejores y la búsqueda del peligro con epifanía que garantizan las experiencias totales, van preparando a José Cemí para su ingreso a un nuevo círculo del paraíso. Con sus amigos va elaborando un sistema utópico y poético hecho de la tensión esencial que existe entre la imagen y la posibilidad. Una tensión que subyace en toda la obra de Lezama Lima, aunque aparezca enunciada con metáforas diversas: “las imágenes posibles”, el acto primigenio de la poiesis, el virgo potens, la idea del acto creador, el esquema de “las eras imaginarias” o el enunciado de “la literatura como una segunda naturaleza”.
En este “paraíso del lenguaje” -al decir de Paul Valéry- José Cemí sigue el camino que ya le había insinuado su tío Alberto en una larga carta donde la había hecho notar los desafíos del lenguaje poético y de la imagen. Este es el momento en que José Cemí, el artista adolescente, como el José Lezama Lima juvenil de l94l, cuando publica su libro Enemigo rumor, parece dispuesto a seguir el llamado de “una oscura pradera” que lo convida. José Cemí podría repetir con naturalidad que “sin sentir que me llaman penetro en la pradera despacioso ufano en nuevo laberinto derretido”, que habían anunciado el ingreso del propio Lezama Lima a la poesía. Pero el intento de fundamentar un sistema poético es tan grande que se sospecha algo más que un ingreso a un nuevo territorio.
Estamos frente al descubrimiento de que la poesía estaba ya dentro de José Cemí, ese “apesadumbrado fantasma de nadas conjeturales” de que ha hablado Lezama para “el que ha nacido dentro de la poesía”. A la poesía se llega por iluminación -ha escrito Lezama en otra ocasión- y responde a un desafío de la realidad, palabra de la que nace y por el cual participa en el verbo universal. Así, la poesía se convierte a sí misma en “una sustancia tan real, y tan devoradora, que la encontramos en todas las presencias”, como ha explicado Cintio Vitier.
Lezama presupone que “la distancia de la poesía al poema es intocable. Sus vicisitudes pueden soportar hasta ser novelables. La poesía es el punto volante del poema”. En todo caso, cuando José Cemí penetra en la casa iluminada y recibe de la acongojada hermana de Licario un poema, se confirma su ingreso al último círculo del paraíso, el que permite anunciar una verdadera utopía de la esperanza. Al precisarse el encuentro del azar y del destino del poeta, la imagen penetra definitivamente en la naturaleza y la sustituye por su posibilidad. “Para un escritor que ya ha cumplido sus días y sus ejercicios -declaró Lezama a la revista Índice de España- el centro del paraíso es la novela; ella ordena el caos, ella lo tiende bajo nuestras manos para que podamos acariciarlo. En Paradiso lo lejano está próximo, todos los opuestos se resuelven en forma de cercanía”.
Esta forma de actuación de lo imposible sobre lo posible, creación de “un posible actuando en la infinitud” es, justamente, uno de los caracteres esenciales de la utopía entendida como dinámica creadora. En “la imagen histórica” se percibe lo que sucede cuando un hombre “dispara su imagen sobre otro hombre agazapado, en acecho de aquel desprendimiento”, lo que permite que “el imposible al actuar sobre lo posible, crea un posible actuando en la infinitud. En el miedo de esa infinitud, la distancia se hace creadora, surge el espacio gnóstico, que no es el espacio mirado, sino el que busca los ojos del hombre como justificación”
Esta utopía apuesta a una proyección futura más que en una reconstrucci6n del pasado. El espacio novelesco creado por la poderosa sustituci6n y total arbitrio de la imagen es finalmente una forma de objetivación literaria de la utopía: el espacio que anhela todo hombre coma justificaci6n y nostalgia de una medida perdida a posible. Una utopía poética que Lezama definía coma “ese ascender hacia la luz como acierto de la posibilidad”.
Paradiso no es más que un ascender “hacia la luz” como acierto de la posibilidad mientras -como decía él mismo- la imagen errante como una luciérnaga, se apoya en una sustantividad poética, en ese campo magnético germinativo, para engendrar esa imagen que lo temporal necesita para formar esas inmensas masas corales, donde una poesía sin poeta penetra en el misterio de lo unánime. Es el cántico de la imagen, cuando logra verle la cara al develamiento de lo histórico.
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