domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (16)


III (2)

Don Nicomedes repitió una vez más, al terminar la función, por si hacía falta, que debían abstenerse de encender candiles, so pena de pasar al calabozo a los desobedientes.

-¡M’hijitas, si quiere andar bien con la justicia, no me comprometan y cumplan al pie de la letra lo ordenado! -dijo el comisario, muy serio. Y explicó enseguida-: Ya tengo quejas del vecindario. Me dicen que se pasan la noche despiertas y que desde las casas se ven las luces, andar de un lau p’al otro, como ánimas en pena. Esta noche, si quieren aprovecharla bien, cuiden de no dejar encender fósforos a los paisanos. ¿Entendido?

Las pasteleras, las vendedoras de quitan y otras chinas que, conocedoras del éxito de aquellas reuniones, habíanse incorporado a la empresa, estaban satisfechas con la determinación. Sin luz, en plena oscuridad, salían favorecidas. Creyeron que en esa forma podían desvalijar tranquilamente al paisanaje.

Secundina y Mata cayeron en la trampa. Pensando bien del bonachón de don Nicomedes, esperaron una noche provechosa.

Los peones y los troperos -formaban un total de quince clientes- alardearon de ricos. Había en sus palabras esa seguridad que da el cinto repleto, el estómago lleno y el deseo libre para hacerlo a gusto. Se hablaba en las ruedas de diez y veinte pesos con un coraje que infundía envidia. Un mulato retacón, hombre capaz de pasarse toda una noche mirando fijamente a una mujer que le gustase, ofreció a la Clorinda cinco pesos “por un rato”. A la “leona”, uno de los troperos le hizo promesas por demás atrayentes. Las vendedoras de quitanda veían una noche redonda de ganancias, y nadie se preocupó de los pasteles y las tortas. La rapadura, el ticholo y las cuerdas de tabaco en rama eran despreciados y en líos andaban por el suelo. Servían para que, sobre ellos, se dejase el sombrero aludo, el cinto con revólver, la vaina con su cuchillo de puño de plata, el par de botas con espuela o alguna prenda interior…

El chinerío, aumentado considerablemente por tratarse de la última noche, trabajaba sigiloso en las sombras, y ya era una que se marchaba abrazada de un paisano, ya era otra que discretamente se metía en las carpas. En la confusión provocada por la oscuridad, saltaban las risas nerviosas de las mujeres y rebotaban las palabrotas de los hombres. Los ayes de las mujeres se apagaban bajo las pesadas lonas. Alguna salía y entraba indecisa; otra se defendía de los requiebros. Cedían todas, al fin. De vez en cuando un chistido como de lechuza, imponiendo silencio. Era unas veces Misia Rita, la que administraba a las vendedoras de pasteles. Era en otras ocasiones la celosa Secundina, quien indignada por el barullo, por el cosquilleo que los hombres exigían a las muchachas, se asomaba a la puerta e imponía silencio con una gruesa palabrota. Temían el escándalo, porque al comenzar la reunión no se pudo contener a las pasteleras excitadas, quienes se sentían como niñas jugando a las escondidas. Era picante aquella oscuridad para las hembras. Y, sin duda, motivo de regocijo la comedia representada por los hombres, cuyos protagonistas esperaban echar una cana al aire, pagarle en papel secante y desaparecer de la toldería.

La crueldad tiene formas inesperadas de alegría. La trampa, el embrollo, el engaño, matizaban los amoríos y la escena de la farsa los avivaba, poniéndolos charlatanes y nerviosos. Estafarían con todas las de la ley. Alevosía y nocturnidad difíciles de despreciar para aquellos que recorren los rancheríos, dispuestos siempre a la aventura, contentos de poder contar en otros fogones picarescos, los más arriesgados trances. Don Pedro, el boletero Sebastián y Kaliso, pícaros del tinglado tradicional, farsantes y cómplices de tretas y engañifas, estaban siempre prontos a vengar agravios, a ir en pos de la aventura, a explotar a las hembras y engañar a los hombres.

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