02 / 01 / 2015
El director polaco Andrzej Wajda, de 88 años, uno de los más importantes cineastas europeos por películas como Kanal, El hombre de hierro o Katyn, vuelve a las pantallas con Walesa, la esperanza de un pueblo, un trabajo en el que rinde homenaje a la figura del mítico sindicalista. El cineasta hace balance de toda su carrera en esta entrevista.
Advirtieron que no iba a ser fácil sentarle delante de la pantalla a contestar preguntas, y que sí así fuera el tiempo sería breve, quizá demasiado como para extraer algo interesante del ciberencuentro. Más aun teniendo en cuenta que se hacía estrictamente necesaria la intermediación de una traductora. Unas semanas después, ahí está esa buena mujer polaca en una ventana del interface de Skype pegada a la ventana desde la que se asoma Andrzej Wajda (Podlaskie, Poloni, 1926), cruzado de brazos, sin apartar la mirada del monitor. Tras los gruesos cristales de sus gafas, sus empequeñecidos ojos parecen realmente escrutar al rostro de quien le (ad)mira -y le agradece, en castellano, su tiempo y su cine- al otro lado del espejo. Su aspecto no es el que se le supone a un hombre casi nonagenario. Sonríe y agradece el cumplido. Que no es un cumplido.
El caso es que en unas fugaces declaraciones creí entenderle una despedida. El adiós de un maestro centroeuropeo, vestigio de otra estirpe de cineastas: se dio a conocer internacionalmente con Cenizas y diamantes hace 56 años, una pasmosa crónica noir que sirvió de inspiración a Martin Scorsese en la que Abigniew Cybulski, como si fuera un James Dean polaco, se enfrentaba al naciente comunismo. ¿Sería su último trabajo, un biopic de Lech Walesa, el canto del cisne de un creador que sin hacer mucho ruido, como un silencioso peón en el taller, ha trazado la intrahistoria polaca con una lucidez semejante a la del más docto novelista y el más inspirado poeta? “Soy un hombre viejo, un cineasta viejo, y ésta bien puede ser la última película de mi vida. Pero no quería marcharme del mundo sin haberla hecho. Ha sido mi deber”. En términos tan crepusculares se expresaba hace unos meses en una publicación polaca ese hombre que me mira desde algún despacho de Varsovia con un ventanal al fondo. El día está gris.
La seriedad de un historiador
La película en cuestión recorre con archivos documentales y fragmentos de ficción parte del periplo vital del líder político y premio Nobel polaco, interpretado por Robert Wieckiewicz. Y lo hace con la seriedad de un historiador y con la calidez propia de un admirador. “Walesa supo realizar un cambio radical en mi país sin derramar una gota de sangre, y esto despierta mi admiración más profunda”, sostiene. La honestidad y alienación ideológica del filme es transparente, si bien se cuela cierta ironía en el retrato. Y ya sabemos que el cóctel con ingrediente hagiográfico, lo hemos visto en tantos otros biopics, puede ser tóxico o al menos indigesto. Pero agitado por Wajda, quien a golpe de medio centenar de épicas históricas y de epopeyas íntimas a lo largo de seis décadas -Kanal (1956), El hombre de hierro (1981), Katyn(2007), etc.- ha filmado la energía, el poder y la gloria del cine del Este, toda gesto especulativo es como un disparo al azar.
Se nos antoja de hecho que el único cineasta que podía hacer Walesa. La esperanza de un pueblo era precisamente Wajda. De 1981 a 1989, el cineasta polaco formó parte del Consejo de Solidaridad, y en El hombre de hierro (1981) ya entregó un fervoroso tributo al entonces emergente y hoy determinante movimiento sindicalista que transformó el destino de Polonia. Como escribió un crítico de Film Comment por entonces, raras veces una película ha generado tal doble impacto “como documental del pasado y como grito desesperado por el futuro”. Decía entonces Wajda, hace treinta años: “Solidaridad ha marcado de tal modo un despertar en la sociedad polaca tras tantos años de apatía... que realmente creo que esta magnífica gente, con su nueva conciencia, prevalecerá”. La película que ahora llega a nuestras salas, centrada en los años prominentes de la dilatada trayectoria sindical y política de Walesa, es el sello y la celebración de que, efectivamente, prevalecieron.
“Ha sido la película más difícil de hacer en mi carrera -explica Wajda-. Quizá porque el protagonista todavía vive y despierta sentimientos contradictorios. Algunos lo consideran el hombre del siglo, el único polaco que supo lidiar con una situación extraordinariamente compleja en el paulatino abandono del comunismo, y a esa noción de su figura es a la que yo me sumo”.
Las manifestaciones de Walesa sobre los diputadas homosexuales -declaró en 2013 que estos debían sentarse fuera del Parlamento- o su discutida etapa de cinco años como presidente de la República polaca quedan fuera de la ecuación histórica en el filme, pero no así su controvertida colaboración con el Ministerio del Interior bajo la identidad del agente Bolek.
“Nunca me ha interesado convertir la pantalla en un juzgado. Tenía que encontrar al héroe que quería mostrar en la pantalla, y por lo tanto delimitar la acción a algunos acontecimientos, buscar situaciones de su vida cotidiana, limitándolo a los años 70, cuando Lev toma las calles, y después en los 80 cuando se convierte en un líder del pueblo y negocia con las estructuras gubernamentales. Fue así como logró crear la nueva Polonia“.
A su modo, mucho antes, Wajda había creado un nuevo cine polaco junto a otros autores que, al contrario que él, acabaron marchándose del país para proseguir sus carreras: Polanski, Skolimowski, Zanuussi, Zulawski y más tarde Kieslowski. Emblema de la Escuela de Polonia que surgió como alternativa al cine estalinista, a Wajda aún le gusta referirse a su obra como paradigma del “realismo poético”. Como si fuera un mensajero detrás del Telón de Acero, desde su debut con Pokolenie (1955) hasta Korczak (1990) pasando por La tierra de la gran promesa (1975), ha conjurado la inteligencia emocional, la constancia creativa y el compromiso político del cine. Sin hacer mucho ruido, insistimos, ha entregado un puñado de obras maestras, aparte de recoger galardones en los grandes festivales del planeta. Ah, y un Oscar Honorífico. ¿De cuántos cineastas vivos diríamos lo mismo?
¿Cómo se mantiene la pasión durante tantos años?
Son importantes dos factores. El primer largometraje lo hice cuando tenía 27 años, así que al menos en mi caso considero que ha sido clave empezar muy pronto. Ahora tengo 88 y he hecho más de 50 películas, lo que significa que hay que rodar una película detrás de otra, no hay que permitirse parar. No hay que esperar a que venga una idea genial. Hay que trabajar con las ideas que tienes, y con seguridad irán tomando forma durante el proceso.
Usted quiso ser pintor antes que cineasta, ¿no es así?
Sí, pero requería demasiado confianza en mí mismo. Y no la tenía. Hay que ser invencible para soportar tanta soledad, y no tenía tanta fuerza. Empecé a hacer cine porque era más fácil y también porque quería hacer esas películas que nadie más hacía, en gran parte para contrarrestar mi limitada experiencia vital. La guerra la pasé en un campo de concentración, no pude participar en el levantamiento del gueto de Varsovia, así que para mí era algo natural querer verlo en la pantalla.
¿Qué ha sido más importante para usted: el valor de la película como crónica histórica o como pieza cinematográfica?
Ambas vertientes siempre han sido igual de importantes para mí, aunque no me avergüenza decir que en determinados periodos, en los que he tenido menos libertad, me preocupaba especialmente la esencia del cine político, que consiste en hablar de aquello de lo que no puede hablarse, en exponer lo que está escondido. La censura decidía qué películas podía hacer o no. Para hacer El hombre de mármol tuve que esperar 13 años, y además nunca sabías si la película se estrenaría o no, independientemente de si era buena o mala. Pero creo en todo caso que una aspiración no puede desvincularse de la otra. En la medida en que el filme tenga un valor en sí mismo, más allá de su crónica histórica, su contenido tendrá más efecto en el espectador. En Walesa, con los medios artísticos de los que disponía, quería mostrar al héroe de nuestros tiempos de la forma más fidedigna posible, tanto a los hechos conocidos como a mi actitud respecto a él.
¿De ahí que tome la decisión de fundir piezas de archivo documentales en contacto con una puesta en escena convencional?
Lo cierto es que he limitado la representación ficticia a unos pocos personajes. Básicamente los únicos protagonistas son Walesa y su familia, sobre todo su esposa Danta, que fue tan importante en su vida, pero para mí era esencial que como telón de fondo se sucedieran las imágenes de archivo, procedentes de diversas fuentes, y tratar de que las transiciones constantes entre verdad y representación fueran lo más orgánicas posibles.
¿Hubiera sido la misma película si Walesa no siguiera vivo?
¿Hubiera sido la misma película si Walesa no siguiera vivo?
Creo que sí, porque para mí representa lo mismo. Es el primer héroe que surgió de la clase obrera. Empezó defendiendo los intereses de los trabajadores y terminó defendiendo los intereses de toda la patria. Considero que esa circunstancia, desde un punto de vista creativo, aporta un material muy atractivo.
Fallaci y la caja de resonancias
Utiliza como hilo conductor una entrevista realizada por Oriana Fallaci. ¿Por qué llegó a esa solución?
La idea original es que la entrevista de Fallaci sólo apareciera una vez en la película, como un bloque autónomo, pero en el montaje me di cuenta de que muchos fragmentos de la entrevista describían mucho mejor a Lech Walesa, el hombre, que cualquier otra cosa. La entrevista actuaba como caja de resonancias y como descripción de su personalidad. Además, considero esencial que los diálogos de esta entrevista son extractos reales, nada se ha inventado, sino que se corresponden a las preguntas y respuestas exactas de la famosa entrevista que la periodista le hizo en 1980.
La advertencia era fundada. A los veinte minutos, me advierten que apenas queda tiempo para plantear una cuestión más. En el caso de que Walesa. La esperanza de un pueblo trascienda como su última película, lo cierto es que las palabras finales del filme, pronunciadas por Walesa en el Congreso norteamericano -“La libertad es un derecho humano”-, bien podrían actuar como resumen de la obra de Wajda, centrada esencialmente en la lucha contra las tiranías. “Sí, estoy de acuerdo, se podría considerar que ese ha sido el mantra de mi filmografía. Pero debo advertirlo: aún no he terminado, mi intención es seguir haciendo más películas”. Eso es, en definitiva, lo que queríamos escuchar.
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