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WASHINGTON Y CRISTINA CANTARON LOS 40 - LA MILITANTE MISIÓN DE DURAR


Hugo Giovanetti Viola

El domingo 13 de setiembre, en la Sala Eduardo Fabini del Auditorio del SODRE, Washington Carrasco y Cristina Fernández festejaron sus 40 años de actuación conjunta, con la participación especial de Daniel Viglietti, Diane Denoir, Laura Canoura, Ruben Olivera, Fernando Cabrera, Numa Moraes, Fernando Torrado y Larbanois-Carrero.

Los músicos acompañantes fueron Gustavo Dilandro (teclados y acordeón), Mario Ipuche (percusión) y Jorge Nocetti (guitarras).

Washington inició su carrera formando parte de la decisivamente identitaria generación del 60, y el dúo de solistas se formó en plena correntada de un canto popu que asumió la misión militante de transformarse en boca del pueblo (Chico Buarque dixit) entre una cerrazón fascista que nos acorraló hasta constelarnos (el término es junguiano) y religarnos con la todopoderosa heroicidad del mismísimo Ayuí.

Y los que le siguen llamando paisito a esta tierra abonada por el barro del axis mundi celeste de Purificación, corren el riesgo de menospreciar (aunque lo hagan cariñosamente) la grandeza esencial que hace que nuestro pueblo hondo sepa seguir luchando todos los días para resistir el advenimiento de esa especie de Republiqueta de Salsipuedes que intentaron amañar, ya en 1825, los prohombres que traicionaron a Artigas y transaron con el mamarracho geopolítico propuesto por la Gran Logia bonaerense y el imperialismo inglés.

El peligro del desmoronamiento cultural total persiste pero, como gritó el legendario payador ninguneado por la siempre insufrible chatura espiritual del establishment tontovideano, no preguntamos cuántos son sino que vayan saliendo.

Y esa, precisamente, podría ser la consigna emblemática que campeó simbólicamente entre los chorros de luminosidad sagrada con que nos hizo fosforecer los huesos (Diego Presa dixit) el espectáculo ofrecido por Washington y Cristina este memorable domingo 13 de noviembre en la Sala Eduardo Fabini.

Los enamorados y la Muerte

Fue muy significativo el hecho de que el extenso programa se iniciara y se cerrara urobóricamente (lo que implica la señalización de una circularidad de completud espiritual) con el Romance del enamorado y la muerte, que ha sido siempre el clásico más popular de un dúo que siempre se enraizó en la gran poesía para ofrecer, como primer escudo de resistencia, el arquetipo de la eterna entereza.

Y la elección de esa canción tan trilce (en el sentido de triste dulce) define insuperablemente la propuesta estética universalista que ha caracterizado (y en cierto modo desmarcado) al proliferante trabajo de Washington y Cristina dentro del panorama de nuestra música popular.

Es seguro que a don Joaquín Torres García, por ejemplo, lo hubiese fascinado este anclaje en la espiritualidad gótica que fue capaz de convivir (tan naturalmente como sobresalientemente) con las milongas, las murgas, los candombes, las baladas, los ritmos centroamericanos y el repertorio galego transitado por este dúo de solistas emperrado en durar.

Durar frente a un tema, al fragmento de vida que hemos elegido como materia de nuestro trabajo, hasta extraer, de él o de nosotros, la esencia única y exacta, exigía Juan Carlos Onetti (emparaguado por el seudónimo de Periquito el Aguador) en el Nº 6 de Marcha, en junio de 1939: Durar frente a la vida, sosteniendo un estado de espíritu que nada tenga que ver con lo vano e inútil, lo fácil, las peñas literarias, los mutuos elogios, la hojarasca de mesa de café.

Y podríamos agregar, si analizamos al personaje inflexible pero benefactor de la Parca que permite a los enamorados quedar cosidos para siempre en el romance anónimo: durar invenciblemente sintiendo que el misterio nos empuja hacia la elección de una FE EN EL UNIVERSO QUE ES MÁS ALTA QUE TODAS LAS CATÁSTROFES.

Rojo que te quiero rojo

Hubo un momento en que emergió en la pantalla del fondo del escenario un Joan Manuel Serrat pícaramente sabio, confesando que a él siempre le había intrigado saber si esta pareja se había unido primero en la cama o en el escenario, y la desfachatez le cayó muy bien a todo el mundo porque aportó un sentido unificador.

Personalmente, pienso que sucedió todo al mismo tiempo, y que los que conocemos bien a Washington y a Cristina sabemos que ellos habitan en una sola carne y en una sola música desde hace cuarenta años.

Y yo me atrevería a asegurar que si Washington no supiera hacer chispas frotando palitos debajo de cualquier aguacero la llamarada de la voz de Cristina jamás hubiese alcanzado su plenitud.

La cantora, por otra parte, que ese domingo también festejaba su cumpleaños personal (aunque hay un momento en el que la Mujer Salvaje transformada en Diosa, según explica Clarissa Pinkola Estés, irradia una numinosidad que está más allá del tiempo mensurable) se presentó trajeada por un aterciopelamiento bermellón tan hermoso que asustaba.

Y fue especialmente durante el exquisito encaramiento barroco de  un fado de Amalia Rodrigues y en una versión lenta de A José Artigas (que cantó con más hondura que el propio Alfredo) que pudimos sentir que el espíritu de esta pareja nos estaba regalando, con más magia que nunca, el símbolo perfecto de la comunión oriental inserta en la gran historia.

Festejen, artiguistas.

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