viernes

LEONARD COHEN (1934 / 2016) - DOS LECCIONES DE GRATITUD



https://www.youtube.com/watch?v=JUKu2-QEspQ


UNO: DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS

Es un honor estar aquí esta noche, aunque quizá, como el gran maestro Riccardo Muti, no estoy acostumbrado a estar ante un público sin una orquesta detrás. Haré lo que pueda como solista. Anoche no logré dormir, pasé la noche en vela pensando en qué podía decir hoy aquí. Después de comerme todas las chocolatinas y cacahuetes del minibar garabateé unas pocas palabras pero dudo que haga falta referirse a ellas. Obviamente, estoy muy emocionado por el reconocimiento de la fundación. Pero he venido esta noche a expresar otro tipo de gratitud que espero poder contar en tres o cuatro minutos.

Cuando estaba haciendo el equipaje en Los Ángeles me sentía inquieto porque siempre he tenido cierta ambigüedad sobre la poesía. Viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Es decir, si supiera de dónde vienen las canciones las haría con más frecuencia. Es difícil aceptar un premio por una actividad que en realidad no controlo. Haciendo el equipaje para venir, cogí mi guitarra Conde, hecha en España hace 40 años más o menos. La saqué de la caja y parecía hecha de helio, muy ligera. Me la puse en la cara y la olí, está muy bien diseñada, la fragancia de la madera viva. Sabemos que la madera nunca acaba de morir y por eso olía el cedro, tan fresco, como si fuera el primer día, cuando compré la guitarra hace 40 años. Y una voz parecía decirme: "Eres un hombre viejo y no has dado las gracias, no has devuelto tu gratitud a quien la merece: el suelo, la tierra, al pueblo que te ha dado tanto. Porque igual que un hombre no es un DNI, una calificación de deuda tampoco es un país. Ustedes saben de mi fuerte asociación con Federico García Lorca y puedo decir que mientras era joven y adolescente no encontré una voz y solo cuando leí a Lorca, en una traducción, encontré una voz que me dio permiso para descubrir mi propia voz, para ubicar mi yo, un yo que aún no está terminado.

Al hacerme mayor supe que las instrucciones venían con esa voz. ¿Y qué instrucciones eran esas? Nunca lamentar. Y si queremos expresar la derrota que nos ataca a todos tiene que ser en los confines estrictos de la dignidad y de la belleza. Así que ya tenía una voz, pero no tenía el instrumento para expresarla. No tenía una canción. Y ahora voy a contarles brevemente la historia de cómo conseguí mi canción.

Yo era un guitarrista indiferente. Solo me sabía unos cuantos acordes. Me sentaba con mis amigos, bebía y cantaba, pero nunca me vi como un músico o un cantante. Un día, a principios de los años sesenta, estaba de visita en casa de mi madre. Su casa estaba cerca de un parque con una pista de tenis donde íbamos a ver jugar al baloncesto. Era un lugar que conocía de mi infancia. Me paseé por allí y encontré a un joven tocando una guitarra flamenca. Me encantó, estaba rodeado de algunas chicas y me senté a escucharlo, me cautivaba, yo quería tocar así, aunque sabía que nunca lo lograría.

Me acerqué a él y nos entendimos medio en francés medio en inglés y pactamos unas clases en casa de mi madre. Era un joven español. Al día siguiente se presentó. Me dijo: "Déjame escucharte tocar algo". Lo hice y declaró que no tenía ni idea. Él cogió la guitarra, la afinó, me la devolvió y dijo: "No suena mal. Ahora tócala de nuevo". No cambió mucho. La cogió otra vez y me dijo: "Te voy a enseñar unos acordes". Tocó una secuencia rápida de acordes y luego me explicó dónde tenía que poner los dedos y me dijo otra vez: "Ahora toca". Pero fue un desastre.

Al día siguiente, empezamos de nuevo con esos seis acordes. Muchas canciones flamencas se basan en ellos. Al tercer día la cosa mejoró. Aprendí los seis acordes. Al día siguiente el guitarrista no volvió por casa. Dejó de venir. Como yo tenía el número de la pensión donde se alojaba fui a buscarlo para ver que le había pasado. Allí me contaron que aquel español se había suicidado, que se había quitado la vida. Yo no sabía nada de él, de qué parte de España era, por qué estaba en Montreal, por qué estaba en la pista de tenis, por qué se había quitado la vida.

Sentí una enorme tristeza. Nunca antes había contado esto en público. Esos seis acordes, esa pauta de sonido, ha sido la base de todas mis canciones y de toda mi música y quizá ahora puedan comenzar a entender la magnitud del agradecimiento que tengo a este país. Todo lo que han encontrado favorable en mi obra viene de esta historia que les acabo de contar. Toda mi obra está inspirada por esta tierra. Así que gracias por celebrarla porque es suya, solo me han permitido poner mi firma al final de la última página. 



DOS: LA NOCHE DE LA PÙRIFICACIÓN  

por Oscar Tévez 

(11 / 11 / 2016) 

Leonard Cohen entró abruptamente en el camerino. Se sentó abatido en un rincón y dijo: “No puedo, me estoy rompiendo”. Había dejado precipitadamente el escenario ante el asombro de los espectadores. Era 1972 y aquel era uno de sus primeros conciertos en Israel, importantísimo para él debido a su filiación judía. Pero el músico (fallecido hoy), 38 años en la época, no pudo acabar el recital en la sala Binyanei Ha’uma de Jerusalén. 

Antes de dejar la tarima, Cohen ya advirtió el público: “no estoy sintiendo profundamente las canciones. Y creo sinceramente que os estoy engañando. Lo voy a intentar de nuevo. Si no funciona lo dejo y os devolveremos el dinero. Hay noche en las que se uno se eleva en el aire y otras en la que simplemente no despega”. La honestidad brutal del músico pilló por sorpresa tanto a los espectadores como a los músicos, que no tenían una opinión tan sombría de lo que estaban presenciando. 

Aquella noche tan importante para él, Cohen estaba atenazado por la responsabilidad y el compromiso, por elevar la pureza artística a un nivel místico. Y, aunque el público no lo estaba percibiendo, él sí. Se levantó. Y dijo, como se ve en el documental de Tony Palmer, Bird on a wire: “Vamos a dejar el escenario ahora y a meditar profundamente en el camerino para intentar recuperar la forma. Si lo logramos, volveremos”. 

El músico se sumió en una actitud de melancolía profunda, hundido por su derrota ante uno de sus conciertos más relevantes. Su exigencia artística estaba por encima de todo. Tan alta que daba igual que el público estuviera disfrutando plenamente de la actuación. Según cuenta Sylvie Simmons en el libro Soy tu hombre: la vida de Leonard Cohen, el representante del músico se acercó a Cohen y le dijo: “Tenemos que velar por el negocio y acabar la actuación, o puede que no salgamos de aquí de una pieza. Lo materialista contra el arte. 

Afuera, nadie había abandonado la sala. Ni una sola petición de devolución del dinero. Ni un solo abucheo. Al contrario: comenzaron a cantar Hevenu shalom aleichem (La paz sea contigo), un poema judío de felicidad. Y, en ese momento, ocurrió. Cohen siguió el consejo de su madre: “Cuando las cosas te vayan mal, aféitate”. Alguien le llevó una navaja y crema, él se acercó al lavabo y comenzó a rasurarse la barba mientras escuchaba de fondo los cánticos de los espectadores: “Que la paz esté con vosotros, ángeles del altísimo. / El supremo rey de reyes es el santo bendito”.

Cuando terminó el aseo, Leonard Cohen retornó al escenario seguido de sus músicos. No se había marchado nadie. La ovación fue atronadora. Después, se hizo el silencio. El músico cogió su guitarra y comenzó a cantar So long Marianne: “Nos conocimos cuando éramos jóvenes. / Fue en un parque de colores lila y verde. / Me cogiste como si fuera un crucifijo mientras nos adentrábamos de rodillas en la oscuridad. / Hasta la vista. Marianne, ya es hora de que empecemos a reírnos y a llorar, y a reírnos de todo”.

Mientras cantaba, las lágrimas del músico comenzaron a resbalar por sus mejillas. Se escucharon sollozos desde la multitud. La congoja envolvió a los músicos. Ahora sí Leonard Cohen estaba sintiendo profundamente las canciones.

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