Veo entrar a Jorge Castillo en el único café parisién que existe en Caracas, Noisette, en la rivera este de la avenida principal de La Carlota, y me resulta imposible reconocer a primera vista la leyenda que lo precede. Camina pausado, usa ropa casual, barba canosa, anteojos negros y trae bajo el brazo un libro demasiado grande para leer en el metro.
Premio Nacional de Arquitectura, uno de los latinoamericanos homenajeados por el MoMA de Nueva York, es el único testigo vivo de una épica de los años setenta, cuando todo era posible en el horizonte y estaba al alcance de la mano. Los otros tripulantes de la utopía ya han muerto. Uno de ellos cumplió cien años de haber nacido en Ixelles, Bélgica, en 1914. Murió en 1984 y se llamaba Julio Cortázar. Era un cronopio.
El tercero en discordia se llamaba Alberto Cedrón, artista plástico, quien perteneció a una familia mítica de creadores, un clan, fundado por un italiano después de naufragar frente a las costas de Buenos Aires. Cedrón falleció en 2007.
Todo conduce entonces a Jorge Castillo, quien comienza a recordar un mediodía en Caracas. Cuenta que a finales de los años setenta viajó varias veces a Francia, tras la pista de una herencia que le pertenecía y que se le escapó de las manos. Iba y venía. En una de esas travesías, ocurre una aventura impredecible, que lleva a Castillo por la ciudad luz en busca de una mujer que desea reencontrarlo. Es una tía. Blanche Rimbaud.
Como suele ocurrir en la vida real, hay un abogado malo que se interpone entre la tía y el sobrino, leguleyo que también tiene los ojos puestos en la herencia. En medio de persecuciones, desafíos a muerte, caminatas interminables, pernoctas callejeras y mujeres desesperadas, Jorge Castillo deriva en la casa de una dama que le presenta a Alberto Cedrón, a quien había conocido en los andes venezolanos, mucho tiempo atrás, cuando el artista pintó unos murales. Cedrón le presenta a su amigo de infancia, Julio Cortázar.
En París los une el alcohol, la edad, la mitología guerrera de los años sesenta, ser latinoamericanos, y perseguir féminas intensas como la Maga por las calles más intelectuales del planeta. No en vano vivir en ese momento en la ciudad luz seguía siendo una fiesta.
Como buen trío de compinches, beben de sol a sol y se cuentan historias que los emocionan una y otra vez. Cortázar y Cedrón quieren mostrarle un proyecto en el que trabajan día y noche. Se trata de un libro extraño.
Uno escribe a máquina y corta las letras con una tijera. El otro pinta. Juntos buscan la manera de integrar esas artes. No sé si lo saben, pero están creando una novela gráfica mucho antes de que en el mundo ese concepto se pusiera de moda y se convirtiera en una tendencia editorial.
Fantomas contra los vampiros
Ya Julio Cortázar había creado en 1975 Fantomas contra los vampiros multinacionales, también conocida como Vampiros multinacionales, suerte de historieta que encontró en la revista su formato editorial. Un incunable.
El escritor argentino participó en el Tribunal Russell, fundado por Bertrand Russell y Jean Paul Sartre, con el objetivo de investigar al gobierno de Estados Unidos y su participación desastrosa en la guerra de Vietnam.
Cortázar deseaba llegar a un público masivo para denunciar empresas de Estados Unidos que apoyaban las dictaduras del Cono Sur en la década de los 70, como la ITT que había apoyado el golpe de Augusto Pinochet contra Salvador Allende.
Se imprimieron 20 mil ejemplares de Vampiros multinaciones, para su venta en quioscos: el autor de Rayuela no quería restringirse al canal de librerías. Pero el proyecto fracasó, entre otras cosas porque se imprimió en papel glasé, lo que significaba una incongruencia para una idea que quería ser popular.
Este antecedente abrió el camino para la realización del La raíz del ombú, proyecto poderoso para denunciar las atrocidades que cometían los dictadores argentinos contra ciudadanos que se oponían a la fuerza de sus acciones. Querían señalar a los criminales que desaparecían gente.
Una joya en Caracas
Si un libro contiene una frase de este calibre (“Un auto, lo mismo que un país, puede echarse a perder en cualquier momento”) merece nuestra atención. Es posible que esconda una historia que nos interesa. O una línea de ese texto quizás nos conmueva o desconcierte.
La raíz del ombú comenzó a trabajarse en 1977, a caballo entre París, Roma y Milán, y continuó a saltos de muchas distracciones hasta que la concluyeron en 1980. La idea era novedosa y necesitaba un editor arriesgado, políticamente comprometido, que la convirtiera en un objeto impreso para que comenzara a circular por todos lados con su mensaje político.
En ese momento entra en acción el arquitecto venezolano Jorge Castillo, que ha oído el sueño de los creadores exilados en París y comparte el sentimiento de dolor por la tragedia que devasta a Argentina. Castillo entonces tiene una idea: llevar ese libro a Venezuela y buscar un editor. Eran años de abundancia y locura. ¿Por qué no?
Con los originales de Cedrón y Cortázar bajo el brazo, Castillo desembarca en Caracas a principios de los ochenta. Hay muchas maneras de editar un libro, pero un tiro al piso siempre será buscar un amigo poderoso para que lo financie.
Ese amigo era Domingo Mariani, quien presidía Cadafe, La Compañía Anónima de Administración y Fomento Eléctrico. Fundada en 1958, en ese momento el slogan es una pequeña gema: “Luz para un pueblo que trabaja’’. Mariani era un farmaceuta prestado a la gestión pública. “Culto, echador de bromas, mujeriego… Un copeyano light’’. La alianza perfecta.
Ambos habían vivido en Colinas de Bello Monte, en las Residencias Técnicas. Ambos conducían Mercedes Benz. Castillo le muestra el libro a Mariani, le cuenta la experiencia de París y lo entusiasma.
Inmediatamente Mariani firma la autorización para que se diseñe y se impriman 300 ejemplares, a cargo de la Ediciones de la Presidencia de Cadafe.
Castillo era socio de la Galería Durban, que pertenecía a César Segnini. Entran en contacto con la empresa de Soledad Mendoza y comienzan a trabajar en el libro.
Los autores celebran a la distancia. No pueden creer que el amigo venezolano haya cumplido. Cedrón envía una carta de agradecimiento y solicita que la coloquen en el libro, junto a la dedicatoria.
Al final del libro, Jorge Castillo incluye un texto para establecer su compromiso con la idea de los autores y reconocer el apoyo de la institución que hizo posible que ese proyecto se convirtiera en realidad.
“Fui un testigo conmovido del proceso creador entre la plástica y la literatura. Jamás me pareció un simple juego virtuosista porque veía y veo allí una manera de alertar al mundo partiendo de una experiencia nacional. Tan convencido estoy de esto que me traje los originales a Venezuela y ahora, gracias al entusiasmo participativo de Domingo Mariani, en Cadafe, tenemos la realidad del libro de Cedrón y Cortázar. Es una empresa transnacional insólita en América Latina: en vez de explotarnos nos alerta, nos alecciona, y denuncia los recursos de poder de los explotadores’’. Jorge Castillo.
Infierno en la torre
Pero la impresión del libro comienza a postergarse: problemas técnicos, burocráticos, administrativos. Lo cierto es que no terminan de ver el libro, para el que han escogido un formato grande e imponente, con un borde dorado en tapa.
Desesperado, Castillo visita la imprenta de un francés en Los Rosales que había contratado Segnini. Cuando el dueño ve a Jorge Castillo estalla. Le explica que no entregará un libro si no le cancelan el trabajo. Castillo aduce que ya se canceló la primera parte. El arquitecto descubre que ese dinero nunca llegó a la imprenta y que el proyecto ha vuelto a encallarse en las aguas turbias de la administración del libro.
Domingo Mariani reclama el libro para regalarlo en diciembre. Castillo debe convencerlo otra vez, aún cuando este se encuentra a punto de dejar Cadafe, con sombras de una gestión controversial. Cancelan de nuevo a la imprenta y por fin 300 ejemplares salen a la calle.
No es una edición comercial, sino corporativa, que se realizó para regalar a los relacionados de Cadafe. No le cancelan los derechos a Cortázar ni a Cedrón: este último entró en furia y desconoció la edición. Desde ese momento dirá siempre que esa edición no ha existido. La impugna.
Pero las noticias malas apenas comienzan a conocerse. Las oficinas de Cadafe, ubicadas en El Marqués, se incendian misteriosamente, desde el penthouse hacia abajo. Y ese fuego, que para muchos observadores de la época “purifica pruebas de una gestión dudosa’’, arrasa con buena parte de los originales de La raíz del ombú, la única prueba existente para volver a editar el libro en el futuro.
En la publicación venezolana de La raíz del ombú de 1981, que hoy muchos argentinos desconocen, se conjugan las mejores intensiones de una época. Curiosamente, esas energías conviven con la irresponsabilidad y la falta de visión ante un libro que era una joya, y que debía preservarse de todos los peligros que lo acechaban, incluidos los de sus propios autores. Nunca nadie solicitó los derechos para esa edición, ni se firmó un contrato. Parecía que la felicidad iba a durar mucho tiempo y que nadie necesitaba seguro de vida.
En el año 2004 se imprimió una edición en Argentina de La raíz del ombú. Ese libro se pudo editar porque se utilizó uno de los ejemplares venezolanos para reproducirlo. De otra forma no se hubiera podido lograr, porque los originales se quemaron en una torre donde los secretos eran inflamables.
foto exclusiva para elMontevideano: ANDRÉE GIRARD - FOTOGRAFA
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