domingo

WALT WHITMAN “SI NO ME ENCUENTRAS AL PRINCIPIO NO TE DESANIMES” (2)


Por Emma Rodríguez © 2015

De entre todos los personajes con los que se carteó destaca el cruce de mensajes y las alusiones a Ralph Waldo Emerson, padre del trascendentalismo, corriente de la que bebió Whitman, del mismo modo que Henry David Thoreau, quien tanto admiró al poeta, con quien coincidió en el amor a la naturaleza, la importancia de la espiritualidad y de la intuición, la idea de que los seres humanos son tanto cuerpo como espíritu, el deseo de crear sociedades menos alienadas… En Cartas a un buscador de sí mismo, otro libro publicado por errata naturae, en el que Thoreau dirigió a un amigo bellísimos escritos, nos encontramos con un encendido elogio hacia el autor de Hojas de hierba: “Ese Walt Whitman del que le hablé es lo que más me ha interesado en estos momentos. Acabo de leer su segundo libro (que me dio él personalmente), y me ha sentado mejor que ningún otro libro en mucho tiempo (…) Debemos regocijarnos con él. En ocasiones sugiere algo más allá de lo humano. No se le puede confundir con el resto de los habitantes de Brooklyn o Nueva York. ¡Cómo deben de estremecerse cuando lo lean! Es terriblemente bueno”.

Fueron Emerson y Thoreau de los primeros en reconocer la excepcionalidad de Whitman, quien, sin embargo, en su día, fue más aclamado por los lectores y críticos ingleses que por sus propios compatriotas. Será en el siglo XX, tras su muerte, “cuando la brújula de todo poeta que se precie apunte directamente a Whitman”, asegura José Antonio Gurpegui, señalando como uno de los responsables de ese reconocimiento a Ezra Pound, quien después de haber denostado al poeta reconoció su valor en un célebre texto titulado PactoA partir de ahí la cohorte de fieles comenzó a crecer, destacando la adscripción a su causa de figuras de la talla de Carl Sandburg, James Oppenheim, Charles Olson, Hart Crane y, posteriormente, los miembros de la “Generación Beat”, con Allen Ginsberg en cabeza, quienes no dudaron en declararse sus herederos. Junto a ellos, y ya en el presente, Gurpegui destaca al Premio Nobel caribeño Derek Walcott, quien ha reconocido la influencia de Walt Whitman en su obra.

A todos estos nombres hay que sumar, ya en el ámbito de las letras en castellano, la admiración que despertó en autores como Federico García Lorca, que tan presente tuvo a Walt Whitman al escribir su Poeta en Nueva YorkPablo Neruda, que le dedicó una oda (… bajo el breve / grito de las gaviotas, / toqué una mano y era / la mano de Walt Whitman: / pisé la tierra / con los pies desnudos, / anduve sobre el pasto, / sobre el firme rocío / de Walt Whitman…) o Jorge Luis Borges, quien llegó a traducir Hojas de hierba y escribió sobre él algunos textos ensayísticos y hasta un poema, Candem, donde habla de un hombre viejo, “postrado y blanco en su decente habitación de pobre”.

Pero volvamos a unas cartas que también ponen de manifiesto el amor del poeta por su madrecon la que siempre mantuvo una comunicación intensa y que a su muerte le dejó sumido en una profunda soledad. El Whitman de a pie; el creador que siempre tuvo claro el sentido de su obra; el hombre desaliñado que nunca aspiró a ser un dechado de perfecciones; ese ser rudo y sensible a la vez, que se sentía más cómodo en los márgenes que en los brillantes círculos de poder, asoma, con sencillez, en su correspondencia.

Confieso que, frente a los mensajes más patrióticos, de exaltación de la fe y los valores de Norteamérica, prefiero esos otros de mayor llaneza, cargados de la sabiduría de la vida o de una extrema lucidez para retratar la sociedad de su tiempo, para soñarla también. Entre mis favoritas, de entre todas las cartas de Crónica de mí mismo, hay una que el autor escribió en 1891 a Wallace Wood, de The New York Herald, quien le pedía que participase en un simposio sobre “la cuestión ética y antropológica del Hombre del Futuro”. En ella, haciendo gala de su capacidad para anticiparse a su tiempo, él, que tanto había alabado las virtudes de su país, le decía: “No creo que haya mejores oportunidades que las que se ofrecen en nuestros estados a día de hoy: la educación pública, la libertad de opinión, prensa, credo, movimientos, etc., etc. Sin embargo, y para variar, quizá debería ofrecer mi ayuda quejándome un poco (…) Parece ser que la tendencia de esta mancomunidad es la de favorecer, requerir y criar sobre todo a hombres avispados (…) Diría que los ciudadanos del Nuevo Mundo corremos el riesgo de convertirnos en los seres más taimados, ladinos, astutos y tramposos que hayan existido nunca. Tales cualidades se están introduciendo en nuestros negocios, en nuestra política, en nuestra literatura, en nuestro comportamiento, y se están infiltrando en nuestro carácter esencial. Todas las grandes ciudades las exhiben, se diría que Nueva York más que ninguna. Mancillan las espléndidas y saludables cualidades americanas y deberían entenderse como una peligrosa amenaza potencial a la que debemos hacer frente sin reparos”.

De cariz diferente, hay otra misiva destinada a Harry Stafford, su joven amigo, en 1882, en la que le decía: “Hay que mirar hacia delante y “lanzar las penas al viento”; al fin y al cabo, la tristeza reside en uno mismo y no depende del exterior. La vida es como el tiempo, tienes que aceptarla tal como venga  y puedes hacer que vaya bien sólo con proponértelo (y prepararte convenientemente para la lluvia y la nieve)”.

Además de por el consejo, la carta resulta muy interesante porque en ella el poeta da cuenta de una visita que le hizo Oscar Wilde a su casa de Camden. “Ha venido a verme y a pasar la tarde. Es un joven grandote, elegante y guapetón ¡y tuvo el buen juicio de quedarse prendado de mí!”, escribió sin pensar en el interés que para la posteridad tendrían sus palabras.

Pero Walt Whitman siempre intuyó, como decía al principio de este texto, que, a través de su obra, acabaría entablando un diálogo enriquecedor con las generaciones futuras. Nunca dudó el poeta del sentido, del alcance de su creación. Hay dos textos fundamentales para todo el que busque una aproximación más a fondo, que son el ya citado prólogo a la primera edición de Hojas de hierba, un preludio esclarecedor, y el epílogo con el que cierre todo el ciclo, que lleva el significativo título de “Una mirada retrospectiva a los caminos recorridos”. En ellos Whitman, el de la juventud y el de la vejez, el de los inicios y el del final del camino, se encuentran y se explican, ofreciendo a sus lectores de ayer, de hoy y de mañana muchas de sus claves.

Aparte de dar cuenta del ideal de nación de naciones, de tierra de esperanza y de renovación a través del heroísmo de su gente corriente, ideas que laten de fondo en todo el recorrido de Hojas de hierba, Whitman ofrece en su prólogo un hermoso discurso sobre el papel de la poesía y del poeta, un discurso universal, aunque su punto de partida fuese la argumentación de que eran los poetas los que debían marcar los rasgos diferenciadores de Estados Unidos y convertirse en sus referentes. “De toda la humanidad el gran poeta es el hombre templado (…) es el árbitro de lo diverso y su clave. Es el que actúa de igualador de su tiempo y de su tierra (…) Todo se atasca en el marasmo de la costumbre o de la obediencia o de la legislación, él no. La obediencia no puede domeñarlo, él puede domeñar a la obediencia…”, vamos leyendo.

Alude Whitman a la mirada visionaria del poeta, a su capacidad para engrandecer el hecho más nimio o trivial y para indicar a la gente “el camino entre la realidad y sus almas”. Hace un llamamiento Whitman a sus compañeros de oficio a abandonar el ornato; a despreciar las riquezas; a odiar a los tiranos; a repartir entre los necesitados los ingresos; a revisar todo lo aprendido en la iglesia y en la escuela… Firme defensor de la igualdad como base de las sociedades libres, despreciativo con los serviles y con los que, por encima de todo, buscan riquezas y privilegios, a través de su discurso encendido reconocemos las semillas, las búsquedas, de sus composiciones poéticas.


 “El poeta más grande”, dice, “no moraliza ni pone en práctica consejos moralizantes… conoce el alma”. “Nada es mejor que la simplicidad (…) Continuar con el esfuerzo del impulso y penetrar en profundidades intelectuales y dar a todos los temas su formulación no son poderes corrientes ni tampoco demasiado nada corrientes. Pero hablar en literatura con la propiedad perfecta y naturalidad de los movimientos de los animales y a la manera irreprochable del sentimiento de los árboles en el bosque y de la hierba al borde del camino es el triunfo irreprochable del arte”, se define. Y culmina: “Lo que prueba a un poeta es que su país lo absorba con tanto afecto como él ha absorbido a su país.

Whitman ha sido absorbido más allá de las fronteras de su país por hombres y mujeres cuyos pasos sobre la tierra han sucedido a los suyos. Repito que al leerlo no hay distancias. Repito que, si olvidamos las circunstancias concretas de su época y su nación; si dejamos de lado sus vicisitudes, si nos centramos simple y llanamente en su poesía, despojándola de sus alrededores, nos sentimos a su lado y pensamos que escribió para hablarnos de este presente de zozobra. Él mismo reflexionó sobre todo esto, sobre la pervivencia de la creación. “El poeta se adelanta siglos a su tiempo y juzga a los que actúan y a sus actuaciones después que los tiempos han cambiado. ¿Ha sobrevivido a los cambios? ¿sigue teniendo sentido? (…) ¿habrá sido él la causa de que las marchas de decenas, centenares o miles de años se desvíen voluntariamente a izquierda o a derecha? ¿lo siguen queriendo tiempo y tiempo después de muerto? ¿piensa el joven con él a menudo? ¿y la mujer joven? ¿Y los de mediana edad y los viejos?”, se preguntaba en el prólogo de Hojas de hierba.

Un gran poema es para todas las épocas por igual (…) Un gran poema no es final para un hombre o para una mujer sino más bien un principio”, seguimos sus palabras, convencidos de que sí; de que, efectivamente, ha sobrevivido a los cambios, sigue teniendo sentido y lo seguimos queriendo porque nos aporta perspectiva, luz, profundidad y misterio; porque nos devuelve el significado pleno de palabras como generosidad, democracia, igualdad y compasión, trasladándonos, como él mismo dice, “a regiones vivas nunca antes holladas”.

Ya en su vejez, cuando decide hacer balance de un viaje poético que le llevó casi treinta años de su vida en su texto “MIrada retrospectiva”, Whitman indica que Hojas de hierba es su “tarjeta de visita definitiva ante futuras generaciones” y, tras dar cuenta de todos los vapuleos y desprecios recibidos, señala: “Hice mi elección cuando comencé. Aposté no por los elogios blandos, el ganar dinero, ni por la aprobación de las escuelas y convenciones existentes. Una vez llevada a cabo, o parcialmente llevada a cabo, el mayor consuelo de toda la aventura (…) es que, sin que ninguna influencia externa a mi alma me hiciera parar ni me indujera al compromiso, he dicho lo que tenía que decir exactamente como quería decirlo, y lo he publicado indefectiblemente -su valor habrá de decidirlo el tiempo”.


 “Habrá que dejar pasar no menos de cien años desde ahora para esperar una respuesta válida, vaticinaba el autor, insistiendo en el origen, en el punto de partida de su obra: el “sentimiento o ambición de articular y expresar fielmente en forma literaria o poética”, su “propia Personalidad física, emocional, moral, intelectual y estética. (…) y de “explotar esa Personalidad, identificada con lugar y fecha, en un sentido mucho más sincero y amplio de lo que ningún poema o libro” lo hubiera hecho hasta entonces.

Más de cien años después podemos decir que ese objetivo se ha cumplido con creces. Si cualquier clásico lo es por su capacidad de sobrevivir a su tiempo y seguir llamando a los corazones de las generaciones venideras, en el caso de Walt Whitman ese efecto se acentúa porque en sus versos es plenamente consciente de esa posibilidad, la invoca y entabla una conversación directa, cercana, que lo convierten en un próximo, un árbol de hojas perennes que nos sigue nutriendo con su savia, con su energía.

Más de cien años después la poesía de Walt Whitman nos traspasa con su verdad y nos transmite el temperamento de un hombre libre que entendió su insignificancia y su grandeza en medio del cosmos. Por eso este texto no puede acabar en otro lugar que no sea el campo abierto de sus versos. Además de Canto a mí mismo, al que  ya me he referido largamente y que es, indudablemente, el mejor retrato de Whitman, en su portentoso legado cabe destacar otras piezas sobrecogedoras como Canto de las ocupacionesYo canto al cuerpo eléctricoLos durmientes, la célebre ¡Capitán, Mi Capitán! Recuerdos del presidente Lincoln.

Recomiendo a cada cual que encuentre sus propias joyas, aquellas que mejor conecten con su espíritu. Recomiendo a cada cual mantener su propia conversación con Whitman donde y cuando considere oportuno. Para poner el punto final, me detengo en Pensar el tiempoun poema donde el hombre robusto, de largas barbas y aspecto de vagabundo, nos lleva a plantearnos la permanencia de todo cuando nosotros ya no estemos (Pensar que los ríos fluirán, y la nieve caerá, y las frutas / madurarán… y actuarán sobre otros como ahora sobre nosotros...) y nos habla del alma eterna de todo lo que nos rodea (¡Qué bellos y perfectos son los animales! ¡Qué perfecta es / mi alma! / ¡Qué perfecta la tierra y lo más diminuto sobre ella! / Lo que llamamos bueno es perfecto, y lo que llamamos / pecado es igual de perfecto; / los vegetales y los minerales son todos perfectos… y los / fluidos imprevisibles son perfectos; lentos y seguros han llegado a ser lo que son, y lentos y seguros / llegarán a ser otra cosa”).

Así nos sigue hablando Whitman. Sólo tenemos que estar atentos para escucharlo, cualquier día, en cualquier parque o playa de la imaginación. A bordo del ferry de Brooklyn nos lo seguiremos encontra

¡A mis pies la marea que sube! ¡Te miro a la cara!
Nubes del oeste –sólo queda media hora de sol– también
os miro a la cara.
Multitud de hombres y mujeres vestidos con la ropa de costumbre,
¡qué curiosos me resultáis!
Los cientos y cientos que cruzan en los ferris, de vuelta a
casa, me resultan más curiosos de lo que pueda pensarse,
y vosotros que seguiréis cruzando de una orilla a la otra en
los años por venir sois más para mí, y para mis reflexiones,
de lo que podríais suponer.

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