domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (18) - ESTHER MEYNEL


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Sé, por lo que me contó Sebastián de las diversas épocas de su vida, que fue muy feliz en Weimar. Por primera vez tenía un hogar al que pudiera llamar suyo; porque, como muy a menudo me decía, sonriéndose, una casa sólo es un hogar cuando hay adentro una mujer. Su madre había muerto cuando él era todavía niño y, casi a partir de ese día, había vivido en casa ajena y en ningún hogar se había considerado como en su casa, hasta que fundó el suyo en Weimar. Pero, aparte de la casa que con la ayuda del Todopoderoso había fundado en Weimar, tuvo la suerte de tropezar con un príncipe profundamente piadoso y amante de la música, y de encontrar en el sobrino de este, al que, desgraciadamente se llevó muy pronto el Señor, un alma de verdadero artista.

También el organista de la ciudad, Juan Walther, buen compositor, le dio pruebas de bondad y amistad. Durante toda su vida, Sebastián no necesitó, para estar contento, más que su familia y un grupo reducido de amigos que lo conocían y que comprendían su música. Cuando tocaba el órgano en otras ciudades -y ese era el único motivo de sus viajes, que realizaba generalmente en otoño- desencadenaba, naturalmente, el aplauso y la admiración de sus oyentes, y lo aceptaba como tributo y premio natural a su profesión de músico. Pero nunca vi que le enorgulleciese el aplauso o la falta de entusiasmo o deprimiese. Tuve siempre la sensación de que llevaba dentro una unidad de medida distinta de las que el mundo podía aplicar.

Con esto no quiero decir que la admiración de los amigos del arte no le agradase y que no la recibiese con agradecimiento, como pude comprobarlo una vez que tocó en Kassel y el Kronprinz, admirado de su habilidad y, sobre todo, de cómo manejaba el pedal, se quitó de la mano uno de sus anillos y se lo puso personalmente en uno de los dedos; siempre lo llevó con gran satisfacción y lo contemplaba con agrado.

Sebastián había dado a entender muchas veces que todo buen músico con un poco de práctica debe interpretar a primera vista cualquier clase de música. Su colega de Weimar, el organista municipal señor Walther, meditaba la forma de tenderle una trampa, para después reírse los dos de la broma. Sebastián almorzaba algunas veces en casa de Walther y, una de ellas, mientras esperaban que les sirviesen la comida, Sebastián se dirigió al clave, vio allí un papel de música y, naturalmente, se puso a descifrarlo. Pero no había avanzado mucho cuando llegó a ciertas notas que le hicieron tropezar y, muy sorprendido (pues no estaba acostumbrado a tropezar ante ninguna música, por complicada que fuese), repitió la pieza desde el principio y tuvo que detenerse en el mismo punto. En aquel momento, el señor Walther, que había estado escuchando tras la puerta entreabierta, no pudo contener la risa. Sebastián se levantó de un salto y dijo, un poco avergonzado:

-Aun no ha nacido el hombre capaz de tocarlo todo a primera vista. Ese pasaje es imposible.

En años posteriores contaba con frecuencia esa anécdota, para animar a discípulos tímidos.

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