domingo

LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH (14) - ESTHER MEYNEL



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Ambos habíamos pasado una parte de nuestra juventud en Cortes; yo, por el oficio de mi padre, y Sebastián por el suyo. Como comprendía que Sebastián sabía mucho más que yo, tenía que reconocer que la actitud de profundo respeto de Sebastián con los reyes y con los que Dios había colocado por encima de nosotros, había de estar justificado, pero en mi corazón estaba siempre viva la sensación de que él era más grande que todos los reyes; porque era un rey, no sólo entre los músicos, sino también entre los hombres, y porque, en realidad, los reyes tendrían que descubrirse ante él y besarle la mano, aquella mano maravillosa que tocaba una música más propia para la Corte del Señor que para la del duque de Sajonia. Una vez le dije algo en ese sentido, estando él enojado porque el príncipe le había hecho esperar largo rato para recibirle en audiencia; y, lo que sucedía raras veces, se enfadó mucho conmigo, diciéndome que el Gran Duque tenía un derecho heredado a hacer esperar. Mas, en aquella cuestión, ni siquiera mi marido pudo hacerme mudar de parecer, a pesar de que comprendí lo que me explicaba con tanto detalle, de que el derecho que Dios había dado a los reyes para mandar era la base de la sociedad, del orden y de las buenas costumbres. Él creía en la necesidad del orden en todas las cosas, en su casa, en su música y en su país, y lo alababa y protegía. Cuando tenía que poner música a palabras que hablaban de orden y deber, era completamente feliz. Aun recuerdo a una señora francesa, bastante exaltada, que nos visitó en Leipzig. Escribía poesías y profesaba una profunda admiración por la música de Sebastián. Lo alabó con una superabundancia que no le gustó nada, pues pronto comprendió que la señora no entendía gran cosa de música, y a Sebastián le irritaba mucho esa clase de alabanzas. Además, le reprochaba la señora el haber puesto música a ciertos himnos y palabras del Evangelio; la cantata que habla de los “diezmos y primicias” era la que más le disgustaba.

-Esas ideas son demasiado pequeñas para vuestro talento, señor Bach -exclamó con demasiado ardor -mientras se agitaban todas las plumas que llevaba en la cabeza-. ¡Impuestos y diezmos, ley y orden! ¡Si quisierais poner música a mi poema sobre el amor y la belleza…!

-Señora -la interrumpió Sebastián, mirándola algo irritado- no hay amor y belleza que merezcan tal nombre sin ley y orden, sin cumplimiento del deber y sin respeto a las autoridades legales.

Pero me he apartado del camino recto de la historia de su juventud, y cada veo mejor lo difícil que es para mí seguir, sin desviarme, el hilo de la misma, por la forma como se amontonan simultáneamente mis ideas y recuerdos.

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