domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (8)


Prólogo de Wilfredo Penco
Montevideo 2004


CRITERIO DE EDICIÓN

La presente edición de La carreta reproduce el texto de la publicada en 1952, con la actualización ortográfica y la corrección de erratas correspondientes a cargo de Wilfredo Penco.


I (1)

Matacabayo había encarado los principales actos de su vida como quien enciende un cigarrillo de cara al viento: la primera vez, sin grandes precauciones; la segunda, con cierto cuidado, y la tercera el fósforo no debía apagarse, de espaldas a la ráfaga y protegido por ambas manos.

Llegaba la tercera oportunidad.

Viudo, con un casal “a la cola”, se dejaba estar en el rancherío de Tacuaras.

En sus andanzas había aprendido de memoria los caminos, picadas y vericuetos por donde se puede llegar a Cuareim, Cabellos, Mataperros, Masoller, Tres Cruces, Belén o Saucedo. Y en todos lados -boliches, pulperías y estanzuelas- se hablaba demasiado de sus fuerzas. Demasiado porque, menguadas a raíz de una reciente enfermedad, Matacabayo no era el de antes.

El tifus, que lo había tenido panza arriba un par de meses, le dejó como secuela una debilidad sospechosa. No era el mismo. Tenía un humor de suegra y ya no le daba por probar su fuerza con bárbaro golpe de puño en la cabeza de los mancarrones.

El día que ganó su apodo ganó también un potro. Necesitaba lonja y recurrió y recurrió a un estanciero, quien le ofreció el equino si lo mataba de un puñetazo. De la estancia se volvió con un cuero de potro y un mote. Este último le quedó para siempre. Y aquella vez se alejó ufano, como era, por otra parte, su costumbre. Ufano de sus brazos musculosos, que aparecían invariablemente como ajustados por las mangas de sus ropas. Las pilchas le andaban chicas. Espaldas de hombros altos; greñosa la cabellera renegrida, rebelde bajo el sombrero que nunca estuvo proporcionado con su cuerpo; las manotas caídas, como si le pesasen en la punta de los brazos; el paso lento y firme, y su mirada oculta bajo el ala del chambergo, habían hecho de Matacabayo un personaje singular en varias leguas a la redonda de Tacuaras.

Hombre malicioso, estaba siempre decidido a la apuesta, para no permitir que alguien tuviese dudas de su fortaleza ni se pusiese en tela de juicio su capacidad. La pulseada era su débil, y no quedó gaucho sin probar. Los mostradores de las pulperías habían crujido bajo el peso de su puño, al quebrar a los hombres capaces de medirse con él. Andaban por los almacenes un pedazo de hierro que había doblado Matacabayo y una moneda de a peso arqueada por sus dientes.

Pacífico y de positiva confianza, los patrones lo admiraban y teníanlo en cuenta para los trabajos de categoría. Durante mucho tiempo los caminantes que pasaban por Tacuaras preguntaban por él en los boliches y seguían contentos después de ver el pedazo de hierro y la moneda, arqueados por “el mentao”.

Pero no le duró mucho la fama. De todo su pasado sólo era realidad el sambenito. Una traidora enfermedad lo había hecho engordar y perder su célebre vigor. Ya no despachaba para el otro mundo ni potros ni macarrones, pero algo aprendió en la cama… Miraba con ojos que lamían a su hija Alcira. Y a Chiquito, el “gurí”, no le perdía pisada. Debía enderezarlo porque se alzaba en el retoño de sus quince años.

El recuerdo de su primera mujer se había borrado. “Ni en pesadilla me visita la finada”, solía decir. De ella le quedaban sus dos hijos, como dos sobrantes del tiempo pasado. Su segunda mujer, Casilda, era una chinota desdentada y flaca. Presentábale diarias batallas. En cambio, era suave y zalamera con los hijastros, de quienes reclamaba la alianza necesaria para vencer a su marido. Casilda se había encariñado con las criaturas, pero comprendía cuán lejos estaban las posibilidades de descargar contra su enemigo el asco que le inspiraba. Lo había fomentado infructuosamente en los hijos. Ellos renegaban de su madrastra, sobre todo el “gurí”, quien tenía una agobiadora admiración por las fuerzas de su padre. Situado estratégicamente a la entrada del pueblo, por la puerta de su rancho cruzaba el camino. Ya bajo la enramada haciendo lonjas, o sentado junto al tronco de un paraíso, se lo veía invariablemente trabajar en algún apero. A su alrededor iban y venían las gallinas y los perros. Unas y otros se apartaban cuando pasaba la menuda Alcira con el mate. Las famélicas gallinas corrían allí donde Matacabayo arrojase el sobrante de yerba o el escupitajo verdoso. Y los perros, de tanto en tanto, venían a mirarlo de cerca, como intrigados por el trabajo. A veces, una maldición echada al viento, como consecuencia de la ruptura de una lezna, sorprendía a los perros, atentos a su voz cavernosa. Las blasfemias hieren a los animales.

Trabajaba sin cesar. Tan sólo hacía paréntesis para encender el apagado pucho, escupir y bajar de nuevo la cabeza.

Siempre había arreos para componer. Estratégicamente instalado en una loma a la entrada del pueblo, apenas llegaban los carreros le traían tiros rotos en el camino. Fácil era apreciar a la distancia el estado de los callejones. Manchones negros o parduscos salpicaban el verde de los campos. Los malos pasos de podían ver desde su rancho. Y en oportunidades hasta contemplar la lucha de los carreros empantanados.

Matacabayo estaba convencido de que no había nadie como él para componer los tiros rotos y las cintas y cuartas reventadas en el violento esfuerzo de los animales.

Fue explorador de aquel pantano, pero, descubierta su treta, se resignó a usufructuarlo en sus consecuencias, más que en el propio accidente.

Cuando veía repechar una carreta, esperaba el paso de los conductores para ofrecerse. Así hizo relación y conoció a los “pruebistas” de un circo que marchaba hacia un pueblo vecino. Los vio venir en dos carros tirados por mulas. Los vio caer en el mal paso, encajándose uno tras otro en el ojo del pantano. “Peludiaron” desde la nueve de la mañana hasta la entrada del sol. Fue aquello un reventar de animales, de cinchas, de cuartas, de sobeos.

Como no se acercaban a pedir ayuda, no se molestó. Por ello dedujo que se trataba de gente pobre y forastera. Se las querían arreglar solos, por lo visto.

De las once en adelante se abrió el cielo y cayó vertical un sol abrasador: los accidentados viajeros no tomaron descanso hasta pasadas las doce, cuando, puesto en salvo el carretón mayor, pudieron pensar en el almuerzo.

Entre pitada y pitada, Matacabayo siguió cuidadosamente las maniobras de los forasteros. No se le pasó el ir y venir de dos o tres figurones de colores. Al parecer, venían mujeres en los carretones. Y su impaciencia se calmó al ver a los viandantes trepar la cuesta.

Rechinantes ejes y fatigadas bestias, y las llantas flojas que, al chocar con las piedras del camino, hacían un ruido infernal. Fácil era deducir lo desvencijados que venían los vehículos.

Ladraron sus perros y Matacabayo levantó la cabeza su trabajo. Clavó la lezna en un marlo de choclo y, como hombre preparado a recibir visitas -seguro del pedido de auxilio-, se puso en la oreja el apagado pucho de chala.

Sus perros avanzaron desafiantes hasta el medio del camino. Pasaba la caravana de forasteros, y cuando Matacabyo comprendió que seguían de largo, se adelantó y les hizo señas. Los carros detuvieron la marcha. Las mujeres que en ellas viajaban coquetearon con pañuelos de colores. A Matacabayo le pareció que le sonreían, y dio pasto a sus ojos mirando con interés aquel racimo de hembras. Poco le costó convencer el mayoral de su destreza en componer tiros, arreos reventados, cualquier trabajo de “guasca”. Cargó con los que pudo, prometiendo ir a buscar los restantes aun sobre las bestias. Al arrancar los carros, Matacabayo se quedó apoyado en un poste del alambrado, acomodando sobre sus hombros los arreos que debía reparar.

Al alejarse la extraña caravana, le llamó la atención un hermoso caballo de blanco pelaje que seguía a los carros.

En la culata del último vehículo iban cuatro mujeres con las piernas al aire. Lo saludaron con los pañuelos, cuando estuvieron a cierta distancia. Parecían muy contentas. Aquella alegría inusitada le chocó a Matacabayo. Al girar los talones para regresar a su rancho, enmarcada en la ventana, vio que Casilda lo miraba fijamente.

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