domingo

ENRIQUE AMORIM - LA CARRETA (11)



II (1)

Si bajo el amplio toldo agonizaba el circo, afuera, con virulencia de feria, ardía el paisanaje. La pandereta de Kaliso hacía danzar al oso. El tambor de destemplado parche anunciaba la proeza de las “Hermanas Felipe”. Repetidos saltos sobre el lomo del caballo y desdeñados ejercicios, ponían fin a la función. En una atmósfera de indiferencia, el clima del fracaso provocaba bostezos estruendosos con intención derrotista.

Triunfaba, en cambio, el espectáculo gratuito, sin pretensiones y con alcohol abundante. Las carpas atraían público y numerosa clientela. Chinas pasteleras, vendedores de fritanga y confituras, armaban alboroto en los aledaños del circo. Las inmediaciones de la toldería eran recorridas por un gentío abigarrado de zafados chiquillos, de chinas alegres y fumadores dicharacheros. Abundaban: rapadura, ticholo, tabaco y “caninha” -frutos del contrabando de la vecina frontera del Brasil-, endulzando bocas femeninas, aromando el aire y templando las gargantas. Terminada la función, la música empezaba con brío en torno a los fogones, nerviosos de llama verde y risotadas de ebrios.

Bajo las carpas corría el amargo, cambiaban de sitio las mujeres y se acomodaban los hombres parsimoniosos, cigarrillo de chala en la boca, forrado cinto en la cintura.

El comisario don Nicomedes ignoraba el truco y el monte que se escondía bajo cierta carpa. El comisario era un hombre obeso, gran comilón, de excelente carácter, pero enérgico. Cuando “se le volaban los pájaros” no había fuerza capaz de contenerlo. Su labio inferior caído esbozaba una mueca peligrosa. No era hombre de dejarse llevar por delante, pero sí de manga ancha y amigo de hacer la vista gorda. Le agradaba contemporizar con las gentes de toda calaña. Completamente su cara de mofletudas mejillas, aquella particularidad le daba aires de tranquilo comerciante. En su arreglo, escrupulosamente cuidado de la cintura para arriba, se ponía en evidencia su carácter donjuanesco, nada antipático para ricos y pobres.

Bajo aquellas lonas que entraban en su jurisdiscción, bullía un entusiasmo sano, todo él salpicado de blasfemias y promesas, farsa divertida para el comisario. Don Nicomedes parecía sentirse honrado de tener bajo su vista un movimiento de entusiasmo tan singular. La modorra acostumbrada, para su carácter jocoso, era como una afrenta. De manera que el circo gozaba de particular simpatía. Veía con buenos ojos el alboroto de las pasteleras y se dejó llevar por el tratamiento zalamero de Clorinda, una de las “Hermanas Felipe”. El talle fino y los movimientos ágiles de aquella amazona circense lo tenían trastornado. Le gustaba verle con sus cabellos rubios al aire, que le caían en la espalda en un torrente. Pocas veces en su vida había visto una belleza tan armónica. Aunque Clorinda distaba mucho de ser una beldad, el hecho de tener una cabellera rubia era un poderoso atractivo entre la gente de color broncíneo y trenzas negras. En aquel sábado de juerga desacostumbrada en el caserío, reinaban las “Hermanas Felipe”. Una alegría inusitada corría pareja con el apetito de los trasnochadores de ocasión.

Las chinas pasteleras vendedoras de “quitanda” agotaron sus manjares. En cuclillas o tiradas por el suelo, reían a gusto en activos coloquios con la peonada de las estancias vecinas. Troperos, mensuales y caminantes acamparon en el pueblo, después de penosas marchas en días anteriores para llegar a tiempo o demorando partidas, ante la perspectiva de una noche de holgorio. Pocas veces se les presentaba la circunstancia de hacer campamentos con tantas posibilidades.

La gente del circo terciaba con las carperas, entrando en relación con el gauchaje, dispuesto a gastar sus reales. Corrían buenos tiempos. Los sembrados rendían, y cueros, grasa, lana, crin y astas tenían una buena cotización.

Las “Hermanas Felipe” recorrieron en un paseo el caserío y quedaron muy bien impresionadas por la excursión. La plaza en donde habían instalado el circo se veía rodeada de casas bajas, pintadas de un rosa pálido. En las esquina se asomaban rejas pintorescas. Una de ellas, la de la comisaría, llamaba la atención por las flores que la adornaban. Malvones variados, en latas de aceite, alegraban otros frentes. Al crepúsculo, las dueñas sacaban sus sillones de hamaca a la vereda, donde se columpiaban señoras respetables e inquietas niñas llenas de curiosidad. Más de una sonrisa habían cosechado las “Hermanas Felipe”, lo que les pareció un premio a su labor.

Entre las chinas pasteleras se contaban algunas que no eran del lugar. Esta particularidad daba un aire picante a la reunión. Dos de las vendedoras de quitanda eran brasileras. Bien contorneadas, llamaban la atención con sus trenzas aceitadas, su arreglo de fiesta, su buen humor de forasteras. Una se llamaba Rosita, y Leopoldina la otra. Vestían telas de vivos colores.

Una vieja de voz nasal, regañona y tramposa, misia Rita, se encargaba de cobrar el precio de la quitanda, no perdonando un vintén y devolviendo los cambios de moneda casi siempre con beneficio para ella.

En la boletería del circo, en cambio, se preparaba una trifulca. De la repartija de las ganancias nadie salía contento. Don Pedro perdió los estribos y se puso de mal humor. Kaliso amenazó con separarse de la compañía. Secundina, ya mejorada de su dolencia, participaba en las discusiones, afirmada en la fortaleza de Matacabayo, que se había hecho imprescindible para todos aquellos enjuagues.

Descartadas las pretensiones de las “Hermanas Felipe” -Clorinda tenía catequizado al comisario; Leonina, mateaba a solas con un tropero-, el asunto del circo sólo interesaba, por un lado, a don Pedro, a Sebastián, al boletero y a Kaliso. Secundina y Matacabayo hacían sus cálculos por separado.

Duró mucho la discusión sobre el balance del circo.

“El flaco Sebastián”, el boletero, era el acreedor intolerante. Desde que habían desertado los “hermanos del trapecio”, él había financiado la gira, bajo la dirección de don Pedro. Este, impaciente ya por el desastre, se sentía agraviado ante la indiferencia de Clorinda. Aunque deseaba desprenderse de ella, le ponía de mal talante la elección de don Nicomedes, quien tenía en cierta parte la culpa del fracaso, pues si hubiese permitido cobrar un tanto a las carperas, las finanzas del circo habrían tenido un repunte. Sebastián, en los quince días de estada en Tacuaras, comprendió que su compañera se le escapaba de las manos… No podía saber a ciencia cierta con quién era que se acomodaba. A ratos la veía con uno, a ratos con otro. Todos ellos eran caminantes, troperos o viajantes, con el riñón forrado.

Kaliso insistió en la idea de separarse de la compañía, y tanto don Pedro como Sebastián pusieron el grito en el cielo. Las cuentas no salían justas para el criterio de Kaliso. Fastidiado, Sebastián dejó en manos de don Pedro el trabajo de aclararle las ideas y se fue a dormir. Secundina y Matacabayo cobraron y desaparecieron. Al cabo de una hora el dueño del oso entró en razón y se distrajeron observando los alrededores del circo.

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