I (3)
Los días se habían acortado. Se avecinaba el invierno. A las siete de la tarde los campos ya tomaban ese color verde oscuro que hace más húmeda y profunda la noche.
Sentado en unas piedras de la ribera, Matacabayo veía desnudarse a su hijo. El muchacho, detrás de unas matas raleadas por la primera escarcha, íbase quitando resueltamente las prendas. Un gozo bárbaro, un picante temblor corría por las jóvenes carnes del muchacho. Se frotó los brazos, bajó a la ribera y entró en el agua. Con ella a las rodillas, mojó sus cabellos y, sin darse vuelta, resueltamente, tendió su vigoroso cuerpo en las ondas. A las primeras braceadas, dijo su padre, animándolo:
-¡Lindo, Chiquiño! -y encendió su apagado pucho.
Entre el ramaje se oyeron unos pasos. Matacabayo volvió la cabeza y vio la figura menuda de su hija, dando saltos y apartando ramas.
-¿Qué venís a hacer? -la interpeló con violencia.
-La Secundina grita mucho, tata -dijo, deteniéndose repentinamente.
-¡Vaya p’ayá, le digo! -gritó, poniéndose de pie-. ¡No se mueva de la cabecera, canejo!
La chica dio media vuelta y salió corriendo. Cuando su padre la trataba de “usted” ya sabía ella que había que obedecer de inmediato, “sin palabrita”.
Matacabayo aguzó el oído. Ya no se veía con claridad, pero fácil era percibir las brazadas de su hijo, como golpes de remo. Parecía contarlas con la cabeza gacha y la mirada fija en las piedras de la costa.
Un silencio salvaje salía del boscaje, se alzaba del río, iba por los campos. La apacible superficie del río, trescientos metros de orilla a orilla, comenzaba a reflejar las primeras estrellas. Algunas de la otra costa cambiaban de sitio. Fijos los ojos en el agua. Mata aguardaba el regreso de su hijo.
Se fue corriendo el nudo de las sombras y la noche se hizo cerrada y fría. El silencio se apretó más aun. Matacabayo hubiese querido escuchar dos cosas a un mismo tiempo: la voz de Secundina, quejándose, y las brazadas de Chiquiño al lanzarse al agua. Pero la primera señal del regreso de su hijo fue una leve ola que sacudió los camalotes. La ondulación del agua y luego los golpes de remo de los brazos. Se oyó la respiración fatigosa del muchacho. Matacabayo gritó, para indicarle el puerto de arribo. Y aguardó.
No era fácil oír con claridad los golpes en el agua. No se acercaban tan rápidamente como para diferenciarlos de los golpes del oleaje en las piedras de la orilla. Por momentos el viento parecía alejarlos. Mata temió que su hijo errase el puerto, y lanzó un largo grito. El eco barajó la voz y la llevó por los barrancos. Aguardó luego unos instantes. No podía demorar. Cuando vio entre las sombras inclinarse los camalotes como un bote que se tumba, dio un salto y cayó entre la maleza. Puso oído atento. Un chapaleo de barro venía de su derecha. Se inclinó y pudo distinguir a pocos metros el cuerpo de su hijo, tendido entre los camalotes. Corrió a socorrerlo.
Rendido de cansancio, extenuado, Chiquiño apenas había podido llevar a la fangosa ribera. En la nuca traía atada una bolsita con las hierbas medicinales.
Mata apretó contra su pecho el cuerpo exánime de su hijo. La reacción fue rápida. Frotándole las extremidades, azotándole la espalda, al cabo de unos instantes el “gurí” empezó a hablar. Cuando su hijo pudo vestirse solo, Matacabayo se alejó para dar lumbre a su pucho de chala. El primer fósforo se le apagó al encenderlo. Corrió igual suerte el segundo, próximo a la boca. En la tercera tentativa, se colocó de espaldas al viento, protegiéndose con ambas manos, hasta quemarse los dedos. Y el pucho se alumbró marcando las duras facciones de su rostro.
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