sábado

LA TIERRA PURPÚREA (77) - GUILLERMO ENRIQUE HUDSON



XIX / CUENTOS DE LA TIERRA PURPÚREA (1)

Entrada ya la noche, habíamos atravesado la cuchilla Grande y penetrado en el departamento de Minas. Nada ocurrió hasta eso de medianoche, cuando nuestros caballos empezaron a sufrir extremadamente de cansancio. Mis compañeros esperaban llegar, antes del amanecer, a una estancia, muy lejos aun, donde eran conocidos y se les permitiría esconderse algunos días hasta que hubiese pasado la tormenta; pues, generalmente, al poco tiempo de sofocarse un motín revolucionario, se proclama un indulto, después del cual todos los que han tomado las armas contra el gobierno constitucional pueden volver tranquilamente a sus casas. Mientras tanto, éramos revoltosos y estábamos expuestos a ser degollados en cualquier momento. Por último, nuestras pobres bestias no podían ni siquiera trotar, y apeándonos, seguimos nuestro camino conduciéndolas de las riendas.

Como a medianoche nos aproximamos a un arroyo, la parte superior del río Barriga Negra, y al acercarnos nos llamó la atención el retintín de una campanilla. Es costumbre en la Banda Oriental que todo gaucho tenga en su tropilla una yegua que llaman la madrina; esta siempre lleva un cencerro atado al cuello, y en la noche, por regla general, se manea de las patas delanteras, para evitar que se aleje demasiado de la casa, pues la tropilla siempre se apega sobremanera a la yegua y jamás se aparta de ella.

Después de escuchar un par de segundos, concluimos que el sonido, en efecto, procedía del cencerro de una madrina y que estaba maneada, pues el cencerro era entrecortado como el que haría un animal penosamente a brincos. Yendo al lugar de donde venía el sonido, encontramos una tropilla compuesta de unos diez o doce caballos de color zaino oscuro que pacían cerca del río. Arreándolos poco a poco hacia la margen donde había un recodo, los arrinconamos y nos pusimos a agarrarlos, Por fortuna, no eran ariscos, y después que hubimos prendido a la madrina, todos se agruparon relinchando en torno de ella, y no tardamos mucho en escoger los cinco mejores de la tropilla.

-¡Amigos! -dije, mientras mi recabo apresuradamente al caballo que había escogido-. A esto le llamo robar.

-¡Qué noticia tan interesante! -repuso uno de mis compañeros.

-¡Un flete robao siempre lo lleva bien a uno! -dijo otro.

-Si uno no puede robar un flete sin que le pique la conciencia, no ha sido bien criao -dijo un tercero.

-En la Banda Oriental -añadió un cuarto-, uno no es considerado hombre honrao a menos que robe.

Atravesamos el río y nos fuimos a un rápido galope que mantuvimos hasta la mañana, llegando a nuestra meta un poco antes de salir el sol. Había una espléndida arboleda no lejos de la casa, rodeada de un hondo zanjón y un cerco de tuna; y después de tomar algunos cimarrones y desayunarnos en la casa, donde nos recibieron con mucha amabilidad, empezamos a ocultarnos con nuestros caballos en la arboleda. Encontramos un cómodo y verdoso huequecito, sombreado, en parte, por los árboles que había alrededor; tendimos nuestros ponchos y, cansados por tantos esfuerzos, luego nos sumimos en un profundo sueño, durmiendo más o menos todo el día. Para mí, fue un día agradable, porque tuve algunos intervalos de estar despierto, durante los cuales experimenté aquella sensación de absoluta tranquilidad de ánimo y de cuerpo que es tan agradable después de un largo período de trabajo. Durante los intervalos en que estuve despierto, fumé cigarrillos y escuché los quejosos píos de una bandada de polluelos de cabecitas negras que volaban de árbol en árbol tras sus padres, pidiendo de comer.

De vez en cuando resonaba por entre el follaje el claro y estridente grito del bienteveo, ave de color limonado, de cabeza negra y de pico largo como el de un martín pescador; o quizás una bandada de pechos amarillo, aves de color olivino castaño con chalecos de brillante color pajizo, visitaban los árboles y prorrumpían en su confuso coro de alegres notas.

No pensé mucho en Santa Coloma. Probablemente habría escapado y andaría otra vez fugitivo disfrazado de humilde paisano; pero aquello no le sería una nueva experiencia. El amargo pan del expatriado había sido aparentemente su alimento de costumbre, y sus periódicas correrías en el país siempre habían terminado, hasta ahora, desastrosamente; todavía tenía una finalidad para qué vivir. Pero cuando recordé a Dolores, lamentando su causa perdida y con el espíritu quebrantado, entonces, a pesar del brillante sol que por el follaje moteaba la hierba, la suave y tibia brisa que abanicaba mi rostro, los susurros de las hojas sobre mi cabeza y las avecillas de alegre canto que me visitaban, se me oprimió el corazón y se me llenaron los ojos de lágrimas.

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