sábado

IDEA VILARIÑO - JULIO HERRERA Y REISSIG: ESTE HOMBRE DE TAN BREVE VIDA (17)



Así, pues, construyó Herrera en estas tres y en otras tantas direcciones, con total convicción, con limpia maestría, con escindido lirismo. Si quisiéramos tocarlo, si intentáramos buscar al hombre Herrera, deberíamos hacerlo en sus poemas “nocturnos”, especialmente en La torre de las esfinges, porque su organizada libertad es más desembozada, más reveladora, entrega más cabos sueltos y muestra más nervios al desnudo. Y, en fin, porque si no tuviéramos más remedio que creer que también estos versos son construcciones, fabricaciones de arte desligadas, sustraídas a todo acaecer interior, tendríamos, sí, que admitir que este hombre no fue más que un formidable instrumento en disponibilidad. Nada menos pero nada más.

Y no. Lo más que podemos decir es que con La torre Herrera se internaba en 1909, poco antes de morir, prematura y tal vez inexplicablemente, por un camino que no estaba en los mapas, un camino que quizá descartaría en seguida -su próximo o contemporáneo y último trabajo fue la Berceuse blanca- y que, a sus treinta y cinco años, la muerte cortó un proceso, canceló una imprevisible carrera de poeta.

Pese a que con aquel poema llegó tan lejos y pisó el terreno de máximo riesgo, no parece haber sido el punto de partida de nadie. Sus imitadores de borrada memoria repitieron casi siempre sus Éxtasis de la montaña. Creacionistas y ultraístas, que pusieron “de nuevo en la actualidad literaria el nombre de Herrera y Reissig”, como dice Emilio Oribe, parecen haber agotado su entusiasmo en las osadías metafóricas, en las complejas e inusitadas figuras de sus sonetos. Ni sus grandes contemporáneos -Rilke, 1875; Machado, 1875; Valéry, 1871- corrieron por entonces y a tal punto los riesgos que los acercarían a lo que estaba llegando: el manifiesto futurista es de 1909, Dadá, de 1916, el surrealismo, de 1922. El chileno Huidobro, que en 1918 lanza el “creacionismo”, reclama en Altazor III, cosas que Herrera ya había concedido:

Hay que resucitar las lenguas
con sonoras risas
con vagones de carcajadas
y cataclismos en la gramática.

Sea como fuere, tal vez no es inexacto afirmar que fue Herrera quien en Latinoamérica se adelantó a estos cataclismos, a estas razonadas violencias y destrucciones y a esos desacatos del signo y de la coherencia que dejaron por el camino al lector corriente y que dejaron por momentos a la poesía como una rueda loca girando en el vacío.

Y si en Herrera parece inexplicable tanta libertad sometida a tanto freno, si parece contradictorio el desenfreno retórico, semántico, hasta estructural del poema dentro de las formas rígidas del verso y de la rima difíciles y perfectos, recordemos que a tan poco de nuestro romanticismo había dos rebeliones formales posibles -aparte de la organización sintáctica y de la relación significante, de la deformación, de la risa y de la mueca-, dos rebeliones que podían afectar ya a la formulación retórica, ya a la versificación. Esta última podía deshacerse del molde convencional del verso e ir al puro ritmo, o podía aceptarlo e incluso irse al otro extremo, a una extremada, inaudita exigencia que no dejara punto de contacto con la autocomplaciente y desdeñada facilidad romántica, empleando la prosodia, como decía Valéry, “comme un obstacle qui use la facilité”. Y casi no podía esperarse otra cosa en alguien tan espléndidamente dotado para ello. Su rebelión, sus rebeliones, fueron las otras.

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