sábado

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 77 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO TERCERO

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Mario y yo íbamos por la ribera. Nuestros caballos, con los cuellos estirados, hendían las membranas del espacio, y arrancaban chispas a los guijarros de la playa. El cierzo, que nos azotaba el rostro, se metía bajo nuestros mantos, y hacía revolar hacia atrás los cabellos de nuestras cabezas gemelas. La gaviota, con sus graznidos y aletazos, se esforzaba en vano por advertirnos de la presunta cercanía de la tempestad y exclamaba: “¿Adónde se dirigirán a tan insensato galope?” Guardábamos silencio; sumidos en la fantasía, nos dejábamos transportar en alas de esa carrera furibunda; el pescador, al vernos pasar con la rapidez del albatros, y creyendo ser testigo de la fuga de los dos hermanos misteriosos, como se los llamaba por encontrárselos siempre juntos, se apresuraba a persignarse, y se escondía, con su perro paralizado, tras alguna roca inaccesible. Los habitantes de la costa habían oído relatar cosas extrañas de esos dos personajes, que aparecían sobre la tierra, en medio de las nubes, en las épocas de grandes calamidades, cuando una guerra pavorosa amenazaba clavar su arpón en el pecho de dos países enemigos, o cuando el cólera se aprestaba a lanzar el hondazo de la descomposición y la muerte sobre ciudades enteras. Los viejos ladrones de restos de naufragios, fruncían el ceño con aire grave afirmando que los dos fantasmas, con alas negras de enorme envergadura que habían observado durante los huracanes, por encima de los bancos de arena y los escollos, eran el genio de la tierra y el genio del mar, quienes paseaban su majestad por los aires durante las grandes conmociones de la naturaleza, estrechamente unidos por una amistad eterna, que por su singularidad y grandeza ha engendrado el asombro en la infinita cadena de las generaciones. Se decía que mientras volaban juntos como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear trazando círculos concéntricos en las capas de la atmósfera más cercanas al sol, que se nutrían, en esos parajes, de las más puras esencias de la luz, y que no se decidían sino de mala gana a volcar la inclinación de su vuelo vertical hacia la órbita aterrorizada por la que gira el globo humano en delirio, habitado por espíritus crueles que se matan entre ellos en los campos donde ruge la batalla (cuando no se asesinan pérfidamente, en secreto, en el centro mismo de las ciudades, con el puñal del odio o de la ambición), y que se alimentan de seres tan plenos de vida como ellos, aunque colocados algunos grados por debajo en la escala de las existencias. O bien, cuando después de tomada la firme decisión -con el objeto de incitar a los hombres al arrepentimiento mediante las estrofas de sus profecías- de nadar, dirigiéndose a grandes brazadas hacia las regiones siderales donde un planeta se desplaza en medio de espesas exhalaciones de avaricia, de orgullo, de imprecación y de befa, que se desprenden como vapores pestilentes de su horrible superficie, y que parece pequeño como una bola, siendo casi invisible a causa de la distancia, no dejaban de presentarse ocasiones en que se arrepentían amargamente de su benevolencia incomprendida y menospreciada, e iban a ocultarse en el fondo de los volcanes para dialogar con el fuego vivo que bulle en las cubas de los subterráneos centrales, o en el centro del mar, para dejar que sus ojos desilusionados descansen plácidamente en los monstruos más feroces del abismo, que les parecían modelos de dulzura, comparados con los bastardos humanos.

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