domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 78 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO TERCERO

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Al arribo de la noche y su propìcia oscuridad, se lanzaban desde los cráteres con creta de pórfido y desde las corrientes submarinas, para dejar, muy lejos, el orinal rocoso donde se desahoga el ano estreñido de las cacatúas humanas, hasta que ya no les fuese posible distinguir la silueta del planeta inmundo. Entonces, pesarosos por su infructuosa tentativa, en medio de las estrellas que compadecían su dolor, y ante la mirada de Dios, se abrazaban llorando, él ángel de la tierra y el ángel del mar… Mario y el que galopa a su lado no desconocían los vagos y supersticiosos rumores que hacían circular, durante las veladas, los pescadores de la costa, cuchicheando alrededor del hogar con las puertas y ventanas cerradas, mientras el viento de la noche, que busca calentarse, hace oír sus silbidos alrededor de la cabaña de paja, y sacude vigorosamente esas frágiles paredes rodeadas en su base por trozos de conchas acarreadas por las ondulaciones moribundas de las olas. No hablábamos. ¿Qué se dicen dos corazones que se aman? Nada. Pero nuestras miradas lo decían todo. Le advertí que ciñera más el manto alrededor de su cuerpo, y él me hizo notar que mi caballo se separaba demasiado del suyo: cada uno toma tanto interés por la vida del otro como por la propia; no nos reíamos. Intenta dirigirme una sonrisa, pero percibo en su rostro la carga de las terribles impresiones que en él grabó la reflexión, perpetuamente atentas a las esfinges que desconciertan con su mirada oblicua las grandes ansiedades de la inteligencia de los mortales. Comprobando la inutilidad de sus manejos, desvía los ojos, muerde su freno terrestre babeando de rabia, y contempla el horizonte que huye delante de nosotros. A mi vez, procuro recordarle su juventud dorada que sólo pide penetrar en los palacios de los placeres como una reina, pero él nota que las palabras brotan con dificultad de mi boca demacrada, y que mis años primaverales han pasado, tristes y helados como un sueño implacable que pasea sobre las mesas de los banquetes y sobre los lechos de raso donde dormita la pálida sacerdotisa del amor, pagada con el relumbrón del oro, las voluptuosidades amargas del desencanto, las arrugas pestilenciales de la vejez, los pavores de la soledad y las llamaradas del dolor. Al comprobar la inutilidad de mis manejos, no me asombro de no poder hacerle feliz; el Todopoderoso se me aparece provisto de sus instrumentos de tortura, en toda la aureola resplandeciente de su horror; aparto los ojos y contemplo el horizonte que huye delante de nosotros… Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa, como si rehuyeran la mirada humana…

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