domingo

CHARLES BAUDELAIRE (7)



VI / GOLPEEMOS A LOS POBRES

Durante quince días estuve confinado en mi habitación, rodeado de libros de moda en aquella época (hace ya dieciséis o diecisiete años); quiero decir, libros en los que se trata de hacer del arte de hacer felices, sabios y ricos, a los pueblos. Había digerido -quiero decir, devorado- todas las elucubraciones de estos empresarios de la felicidad pública, de aquellos que aconsejan a todos los pobres hacerse esclavos y de aquellos que los persuaden de que todos son reyes destronados. No se hallará, pues, sorprendente, que yo estuviera entonces en un estado vecino al vértigo o a la estupidez.

Solamente me había parecido que sentía confiado, en el fondo de mi intelecto, el germen oscuro de una idea superior a todas las fórmulas de buena señora que había recorrido recientemente en el diccionario. Pero no era más que la idea de una idea, algo infinitamente vago.

Y salí con una gran sed. Porque el gusto apasionado por las malas lecturas engendra una necesidad proporcional de aire libre y de refrescamiento.

A punto de entrar en un café, un mendigo me extendió su sombrero, con una de esas miradas inolvidables que estremecen los tronos, si el espíritu remueve la materia y si el ojo de un hipnotizador hiciera madurar los racimos. Al mismo tiempo, oí una voz que murmuraba en mi oído, una voz que reconocí claramente; era la de un buen Ángel, o la de un buen Demonio, que siempre me acompaña. Ya que Sócrates tenía su buen Demonio, ¿por qué no habría de tener yo el honor, como Sócrates, de obtener mi certificado de locura, firmado por el sutil Lelio y el avisado Baillarger?

Entre el Demonio de Sócrates y el mío hay esta diferencia: el de Sócrates no se le manifestaba sino para prohibirle, advertirle, impedirle, en tanto que el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. Este pobre Sócrates tenía tan sólo un Demonio negador; el mío es un gran afirmador; el mío es un Demonio de acción o un Demonio de combate.

De inmediato, salté sobre mi mendigo. De un solo golpe de puño le tapé un ojo que, en un segundo, quedó hinchado como una pelota. Rompí una de mis uñas al quebrarle dos dientes, y como no me sentí lo bastante fuerte, pues había nacido delicado y no me había ejercitado en el boxeo como para golpear rápidamente a aquel viejo, lo tomé con una mano del cuello de su traje y con la otra de la garganta y me puse a sacudir vigorosamente su cabeza contra el muro. Debo advertir que, previamente, había inspeccionado los alrededores de una ojeada y verificado que en este barrio desierto me encontraba, por bastante tiempo, lejos de la aparición de cualquier agente de policía.

Cuando de inmediato, por un puntapié lanzado en su espalda y lo bastante enérgico como para partirle el homóplato, tiré por tierra a aquel sexagenario debilitado, me proveí de una gruesa rama de árbol que estaba en el suelo, y lo golpeé con la energía obstinada de los cocineros cuando quieren dejar tierno un bife.

De pronto -oh milagro! Oh alegría infinita del filósofo que verifica la excelencia de su teoría!- vi a aquel antiguo esqueleto darse vuelta, ponerse de pie con una energía que jamás hubiera supuesto en una máquina tan singularmente en mal estado, y con una mirada de odio que me pareció de buen augurio, el malandrín decrépito se arrojó sobre mí, me golpeó en los dos ojos, me rompió cuatro dientes y con la misma rama de árbol me golpeó con fuerza como a barro. Con mi medicamentación más enérgica le había devuelto el orgullo y la vida.

Entonces le hice una serie de señas como para hacerle comprender que yo consideraba concluida la discusión y, poniéndome de pie con la satisfacción de un sofista del Pórtico, le dije: “Señor, sois mi igual! Hacedme el honor de compartir mi bolsa y recordad, si realmente sois un filántropo, que es necesario aplicar a todos vuestros hermanos, cuando os pidan limosna, la teoría que he tenido el dolor de ensayar sobre vuestras espaldas.

Me juró solemnemente que había comprendido mi teoría y que obedecería mis consejos.

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