domingo

LA MIRADA DE GUILLERMO FERNÁNDEZ (4) - Hugo Giovanetti Viola

                                                       

7 / ALTURA

La hermandad entre Guillermo Fernández y Hugo W. Giovanetti Sanna era muy distinta a la que viven dos colegas pintores y siempre se acentuaba en los momentos críticos, ya fuese a través de los Help telefónicos para que nos hablase a nosotros o cuando se veían en el boliche de la esquina de Casimires Maspons, donde trabajaba mi padre, y el tan tímido como juglaresco hombre-muchacho se desahogaba de los arponazos recibidos en su complicadísima vida sentimental.

Pero cuando nuestra felicidad familiar ejemplar se transformó en un infierno manipulado por esa inadvertida Lady Macbeth que llevan agazapada en la psiquis tantas mujeres que empiezan a sentirse gradualmente expulsadas de la vida, papi no tuvo más remedio que irse (para que se destrabase un nudo inmobiliario que nos ataba a todos) y psicosomatizó un cáncer terminal que lo despenó en menos de dos meses.

Creo que la descripción más ajustada de lo que pasó en casa la logré en un poema titulado El cáliz:

Como brindis barrosos que acaban empedrando / los riñones del alma / irreversiblemente / te habitarán los vértices del desencuentro. / Se dividen las vidas. / Y la desgracia filtra / su amanecer oscuro entre la primavera / mientras un hombre muere alargando sus húmeros / y el sudario morado irradia una metáfora / que no alcanzan las sondas / de la carne o del cosmos.

Papi sigue siendo mi mejor amigo de todos los tiempos (y lo digo en presente, porque como me enseñó Onetti, en este tipo de consustanciaciones la muerte es un detalle) pero la noche del velorio me sentí agigantado y en misión de consolar filosóficamente a todo el mundo.

Y con el tiempo tuve la impresión de que la mayoría de la gente se sorprendió y hasta se maravilló con aquella reacción del Huguito histérico y depresivo, pero yo estaba segurísimo de que era justo y necesario celebrar la nobleza de aquella muerte (para hablarlo en Silvio Rodríguez) y de que no es la pompa espacial (como lo terminé formulando en el poema La resurrecciónsino la gravidez / de una vida redonda / lo que pesa en el cielo.

Ya mientras amanecía charlamos mucho rato con Guillermo en la vereda y le pude contar la verdad del asunto.

-Qué lástima -arqueó los labios cerrados casi como si fuera a sonreír, y al verlo bajar pesadamente por la calle Dante tuve la sensación de que lo que le jorobaba los hombros era el peso del cordero de Dios en que había terminado por transformarse su amigo sin suplente, como le gustaba decir a él.

El entierro fue en La Teja un sábado con sol, y cuando tuve que agarrar un costado del ataúd sentí una especie de empujón de energía cireneica apuntalándome la orfandad y aquel brazo-palanca de Guillermo Fernández me hizo un bien infinito.

Y al poco tiempo él le comentó a un amigo común que cuando murió mi padre yo había estado a la altura de las circunstancias.

Eso es ser religioso.


8 / MADRES

Después que mi padre se fue caminando sin decir nada por los médanos blancos de la Más Dimensión Sergio logró comprarme casi enseguida una cuarta parte de la casa natal (gracias a una muy inesperada herencia que le dejó su padrino de confirmación justo cuando los milicos rompieron la tablita, lo que sextuplicó de golpe el valor de aquellos milagrosísimos cinco mil dólares) y encontré un apartamento de tres dormitorios en Punta Gorda y zafé del infierno.

En ese momento yo era el principal malo de la película, y aunque le advertí a mi hermano que no le convenía quedarse con mi madre él se tuvo confianza para sobrellevar una perversidad en la que la locura ya cascabeleaba ostensiblemente desde hacía varios años.

Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.

¡Ay, Vallejo llorando de horror entre la nieve!

Y en muy poco tiempo las cosas se le complicaron tanto a mi hermano que un mediodía apareció en casa y me pidió para sentarse un rato en mi escritorio mientras yo terminaba una clase de guitarra y cuando quedamos solos murmuró:

-Ya no sé cómo hacer para conformarla, Hugo.

Entonces se me ocurrió llamar a Guillermo -un edípico muy curtido por esas torturas- y aquella noche nos quedamos charlando horas en su casa de Brandzen y él tomó varios whiskys en los que iba exprimiendo desconsoladamente un gajo de limón con las córneas tan ahuevadas como las que pudo tener Lezama Lima cuando advirtió:

Ay del que no marcha esa marcha donde la madre ya no le sigue, ay.

Y en cierto momento el amigo sin suplente de mi padre se animó a confesar levantando más la voz que los brazos:

-Hasta que un día mi vieja trató de manipularme con la posibilidad del suicidio y a mí se me subió del todo la gallegada y terminé gritando: Ah, bueno, pero mar afuera. No queremos enchastres en la alfombra.

Lo increíble es que no me haya dado cuenta de que esa anécdota la tenía que leer como el pronóstico de un próximo tifón y pocos años después, cuando mi madre decidió expulsarse definitivamente de la vida (aunque Sergio consideró inútil mandar hacer una autopsia esclarecedora y yo estuve de acuerdo) me agarró por sorpresa.

Guillermo ya estaba casado hacía tiempo con Marta pero se empecinó en acompañarme hasta 18 de julio a esperar un 105 -porque yo andaba corto para pagar un viaje largo en taxi- y nos comimos un plantón de tres cuartos de hora antes que apareciera el último ómnibus y después que subí se quedó mirándome desde la esquina y me acordé de papi y de una de las frases que más le gustan al Papa Francisco:

El que no vive para servir no sirve para vivir.

Por eso es que ahora siento que aquel no dejarme arrastrar solo entre la intemperie de la hora del lobo fue el regalo más importante con que su maestría santa me suavizó la vida.


2016

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