domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 71 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO SEGUNDO

15 (1)

Hay horas en la vida en que el hombre de melena piojosa lanza, con los ojos fijos, miradas salvajes a las membranas verdes del espacio, pues le parece oír delante de sí, el irónico huchear de un fantasma. Él menea la cabeza y la baja; ha oído la voz de la conciencia. Entonces sale precipitadamente de la casa con la velocidad de un loco, toma la primera dirección que se ofrece a su estupor, y devora las planicies rugosas de la campiña. Pero el fantasma amarillo no lo pierde de vista y lo persigue con similar rapidez. A veces, en noches de tormenta, cuando legiones de pulpos alados, que de lejos parecen cuervos, se ciernen por encima de las nubes, dirigiéndose con firmes bogadas hacia las ciudades de los humanos, con la misión de prevenirles que deben cambiar de conducta, el guijarro de ojo sombrío ve pasar, uno tras otro, dos seres a la claridad de un relámpago, y, enjugando una furtiva lágrima de compasión que se desliza desde su párpado helado, exclama: “Por cierto que lo merece; no es más que un acto de justicia.” Después de haber dicho esto, recobra su actitud huraña, y sigue observando, con un temblor nervioso, la caza del hombre, y los grandes labios de la vagina de sombra, de donde se desprenden incesantemente, como un río, inmensos espermatozoides tenebrosos que toman impulso en el éter lúgubre, escondiendo en el vasto despliegue de sus alas de murciélago, la naturaleza entera, y las legiones solitarias de pulpos que se han vuelto taciturnos ante el aspecto de esas fulguraciones sordas e inexpresables. Pero durante ese lapso, el steeple-chase continúa entre los dos infatigables corredores, mientras el fantasma lanza por la boca chorros de fuego sobre la espalda calcinada del antílope humano. Si durante el cumplimiento de este deber encuentra en el camino a la piedad, que quiere cerrarle el paso, cede a sus súplicas de mala gana, y deja escapar al hombre. El fantasma hace chasquear la lengua, como para decirse a sí mismo que da por terminada la persecución, y vuelve a su pocilga hasta nueva orden. Su voz de condenado se oye hasta en las capas más lejanas del espacio, y, cuando su aullido espantoso penetra en el corazón humano, este preferiría tener, según dicen, a la muerte por madre antes que al remordimiento por hijo. Hunde la cabeza hasta los hombros en las complejidades terrosas de un agujero, pero la conciencia volatiliza este ardid de avestruz. La excavación se evapora, gota de éter; la luz aparece con su cortejo de rayos, como una bandada de chorlitos que desciende sobre las alhucemas; y el hombre se encuentra frente a sí mismo con los ojos abiertos y turbios. Lo he visto encaminarse en la dirección del mar, subir sobre un promontorio carcomido y azotado por la ceja de la espuma, y precipitarse como una flecha en las olas. He aquí el milagro: el cadáver reaparecía al día siguiente en la superficie del océano, que devolvía a la orilla este despojo de carne.

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