domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 70 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO SEGUNDO

14

El Sena arrastra un cuerpo humano; en tales circunstancias el río adquiere un continente solemne. El cadáver hinchado se sostiene en la superficie; desaparece bajo la arcada de un puente, para reaparecer más adelante, girando lentamente sobre sí mismo como una rueda de molino, y hundiéndose por momentos. El dueño de un barco, con ayuda de una pértiga, lo engancha al pasar y lo lleva a tierra. Antes de trasladar el cuerpo a la morgue, se lo deja algún tiempo sobre la ribera para intentar devolverle la vida. La multitud compacta se reúne alrededor del cuerpo. Los que no pueden ver, por estar atrás, empujan todo lo que pueden a los que están adelante. Cada cual piensa: “Lo que es yo, no me tiraría al río.” Se compadece al hombre que se suicida, se lo admira, pero no se lo imita. Y, sin embargo, él encontró muy natural darse muerte, cuando llegó a la conclusión de que en la Tierra no había nada que pudiera satisfacerlo, ya que aspiraba a algo mas elevado. Tiene un rostro distinguido y su vestimenta revela riqueza. ¿Alcanza a tener diecisiete años? ¡Sí que es morir joven! La multitud paralizada sigue con los ojos clavados en él… Está oscureciendo. Todos se retiran silenciosamente. Nadie se atreve a dar vuelta al ahogado para que arroje el agua que rellena su cuerpo. Temen pasar por sensibles, por lo que nadie se mueve, atrincherado cada uno en su cuello duro. Alguien se aleja silbando torpemente una absurda melodía tirolesa, otro hace crujir los dedos como castañuelas… Hostigado por sus sombríos pensamientos, Maldoror pasa a caballo por ese lugar a la velocidad de un relámpago. Advierte al ahogado. Eso basta. Inmediatamente detiene su corcel y echa pie a tierra. Levanta al joven sin repugnancia, y le hace expulsar el agua abundantemente. La idea de que ese cuerpo inerte pudiera volver a la vida con su ayuda le hace brincar el corazón y redobla su ánimo ante tan excelente perspectiva. ¡Vanos esfuerzos! Dije, vanos esfuerzos, y es lo cierto. El cadáver continúa inerte y se deja volcar dócilmente en cualquier dirección. Él le frota las sienes, fricciona de pronto un miembro, de pronto otro, le sopla durante una hora en la boca, apretando sus labios contra los del desconocido. Por fin le parece sentir bajo su mano aplicada contra el pecho, un suave latido. ¡El ahogado vive! En aquel momento supremo se pudo notar que muchas arrugas desaparecieron de la frente del caballero, rejuveneciéndolo diez años. Pero ¡ay!, las arrugas volverán, quizá mañana, quizá apenas se aleje de las orillas del Sena. Entretanto, el ahogado abre unos ojos turbios, y con una sonrisa descolorida agradece a su bienhechor, pero todavía está débil y no puede hacer ningún movimiento. ¡Qué hermoso es salvarle la vida a alguien! ¡Y cómo redime las faltas esta acción! El hombre de labios de bronce, ocupado hasta entonces en arrebatarlo a la muerte, observa al joven con más atención y sus rasgos no le parecen desconocidos. Reflexiona que entre el asfixiado de rubios cabellos y Holzer, no hay mucha diferencia. ¡Vedlos cómo se abrazan efusivamente! ¡No importa! El hombre de pupilas de jaspe quiere conservar la apariencia de un papel severo. Sin decir nada, hace montar a su amigo en la grupa y el corcel se aleja al galope. Oh tú, Holzer, que te creías tan fuerte y razonable, ¿no has comprobado, con tu propio ejemplo, lo difícil que es, en un arrebato de desesperación, conservar esa sangre fría de la que te jactabas? Espero que no vuelvas a causarme semejante disgusto; en cuanto a mí, te he prometido no atentar nunca contra mi vida,

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