domingo

CONDE DE LAUTRÉAMONT (ISIDORE DUCASSE) 66 - LOS CANTOS DE MALDOROR


CANTO SEGUNDO

13 (1)

Yo buscaba un alma similar a la mía, y no pude encontrarla. Registré todos los rincones de la tierra: mi perseverancia fue inútil. Sin embargo, no podía seguir estando solo. Necesitaba a alguien que aprobara mi modo de ser; necesitaba a alguien que tuviera las mismas ideas que yo. Era de mañana; el sol surgió en el horizonte con toda su magnificencia cuando he aquí que ante mis ojos surgió también una joven cuya presencia hacía brotar flores a su paso. Se me acercó, y tendiéndome la mano: “He llegado hasta ti, hasta ti que me buscas. Bendigamos este día feliz.” Pero yo: “Vete; no te he llamado; no necesito tu amistad…” Era el atardecer; la noche comenzaba a extender la negrura de su velo sobre la naturaleza. Una hermosa mujer, a la que apenas distinguía, extendió también sobre mí su influencia hechizante, y me miraba compasivamente; sin embargo, no se atrevía a hablarme. Yo dije: “Acércate para que pueda distinguir claramente los rasgos de tu rostro, pues la luz de las estrellas no es lo bastante intensa para iluminarlo a esta distancia.” Entonces, con recatado andar y los ojos bajos, marchó sobre la hierba del prado en dirección a mí. En cuanto la pude ver: “Observo que la bondad y la justicia han fijado su residencia en tu corazón: no podríamos vivir juntos. Ahora admiras mi belleza que ha trastornado a más de una, pero tarde o temprano te arrepentirás de haberme dedicado tu amor, pues tú no conoces mi alma. No se trata de que alguna vez te fuera infiel: a la que se me entrega con tanto abandono y confianza, con igual confianza y abandono me entrego yo; pero grábate esto en la cabeza para no olvidarlo jamás, los lobos y los corderos no se miran con buenos ojos.” ¿Qué me hacía falta, entonces, a mí, puesto que rechazaba con tanto desvío lo que había de más hermoso en la humanidad? No hubiera sabido explicarlo. No estaba acostumbrado todavía a darme cuenta exacta de los fenómenos de mi espíritu mediante los métodos que recomienda la filosofía. Me senté en una roca cerca del mar. Un navío acababa de izar todas sus velas para alejarse del lugar; un punto imperceptible acababa de aparecer en el horizonte, y se aproximaba poco a poco impelido por la ráfaga, aumentando de tamaño rápidamente. La tempestad estaba por iniciar sus embates, y ya el cielo se oscurecía adquiriendo un color negro casi tan horrible como el corazón de un hombre. El navío, que era un gran barco de guerra, acababa de arrojar todas sus anclas para no ser arrastrado contra las rocas de la costa. El viento silbaba furiosamente desde los cuatro puntos cardinales, y convertía a las velas en hilachas. Los truenos estallaban en medio de los relámpagos sin poder dominar el fragor de las lamentaciones que partían de la mansión sin cimientos, sepulcro móvil. El bamboleo de las masas acuosas no había logrado romper las cadenas de las anclas, pero sus embates habían abierto una vía de agua en los flancos del navío. Brecha enorme, pues las bombas no alcanzaban a desalojar las moles de agua salada que se abatían espumosas sobre el puente, igual que si fueran montañas. El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente. Aquel que no haya visto zozobrar un barco en medio del huracán, de la alternancia de los relámpagos y la más profunda oscuridad, mientras los que van en él están abrumados por esa desesperación que ya conocéis, aquel, digo, no saben lo que son la desgracias de la vida. Finalmente brota un grito universal de inmenso dolor de entre los flancos del barco, en tanto que el mar redobla sus temibles ataques. Es el grito que expresa el agotamiento de las fuerzas humanas. Cada uno s envuelve en el manto de la resignación y entrega su suerte en las manos de Dios. Se apretujan como un rebaño de carneros. El navío en peligro lanza cañonazos de alarma, pero zozobra lentamente… majestuosamente.

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