sábado

PORCA MISERIA (15) - SAÚL IBARGOYEN


CUANDO MUCHACHO de unos veinte años fui invitado por unos parientes de origen vasco a pasar una semana de descanso en su hacienda, al norte del país, aunque lejos de la frontera. El ferrocarril que en esa época funcionaba -y que fuera quitado por gobiernos neoliberales a pretexto de confusas modernizaciones- me llevó desde la ciudad natal hasta la estación Churchill, un paradero en medio del campo. Era de baja velocidad, pues los vagones se repartían pasajeros y carga, incluyendo ganado lanar recogido a medio camino. Al regreso, el mismo tren transportada ganado bovino para los frigoríficos de la capital. Catorce horas para recorrer menos de cuatrocientos kilómetros…

Al bajar del vagón, nadie había esperándome. La comunicación con los familiares de mi padre había sido por carta, el correo funcionaba en una localidad cercana, ellos no tenían teléfono y el servicio de telégrafo, asentado en la misma estación, no funcionaba. Pero sabía que la casa principal o casco de la hacienda se encontraba a unos pocos cientos de metros. Crucé las dobles vías, pasé a una extensión de tierra más alta, una especie de terraplén, tomé un sendero de pura tierra aplastada por huellas de pies descalzos, de caballos y ovejas, de carretas, y sembradas de excremento, hasta arribar al portón o tranquera de la hacienda. A sus costados, las cercas de alambre de púas, sostenidos por postes de madera dura llamada palo de fierro, ofrecían una imagen de seguridad.

Me deslicé a través del portón, pasando entre los alambres y las tablas. Luego del esfuerzo, llegaron los ladridos casi angustiosos de dos o tres perros de presencia agresiva. Se aproximaron a toda carrera, no solo a olerme sino a mordisquear mis pantalones y la maleta que cargaba.

Una voz los detuvo:

-¡Basta, salgan de áhi!

Escuché que los canes eran nombrados con palabras en vascuense, que no retuve. El primo de mi padre estaba junto a la entrada de la casona, tal vez a unos veinte metros, volvió a gritar, ya silenciados los celosos animales.

-¡Adelante, cómo hiciste para entrar! Ah, veo que estás bien flaco, ¡acá te vamos a engordar! -no se adelantó a recibirme.

Llegué frente a él, dije:

-Usté es Aparicio, ¿verdad?”

-Sí, quién voy a ser… Soy el único varón de esta casa.”

Traté de saludarlo de mano pero soslayó mi gesto, agregó:

-Como te habrán informado, vivimos aquí con mis dos hermanas, una es soltera, la otra es viuda, no hay niños. Después que descanses un poco te diré cómo funcionan aquí las cosas. Somos gente sencilla, trabajamos lo nuestro con el favor de Dios” completó su discurso haciendo la señal de la cruz de modo automático.

Mi recámara, una de las cuatro de la casona del siglo XIX, tenía una ventana enrejada, desde la que podía verse hacia el poniente una buena extensión de campo, limitada por las cercas de pinchudo alambre que separaban la hacienda de otras propiedades y de las calles o caminos de tierra que también oficiaban de transitadas fronteras.

En la primera contemplación de aquellos pastizales apenas tocados por el aire de otoño, pude ver en un rincón fuera de la hacienda un par de árboles que reconocí como ombúes. Pegados al cobijo de esas piezas vegetales de verde anchura y tronco de firmes asperezas, distinguí dos pequeños ranchos, de seguro fabricados con bloques de tierra y paja, y de techo de lámina. Tenía cada uno su chimenea de latón. Al día siguiente vería, detrás de los ranchos, a tres o cuatro viviendas que no alcanzaban categoría de hábitat decente, aun con cuatro paredes, ventana y chimenea.

Ya descansado, cerca de “la hora en que el mosquito remplaza a la mosca”, según Dante Alighieri, salí hacia el patio interior, cubierto con un parral que me trasladó de súbito a la infancia, pleno de macetas de varios tamaños que albergaban un cuidado invernadero. Había plantas para mí desconocidas, y su conjunto estimulaba la respiración, tal vez por la mezcla natural de aromas y aire límpido. Además, las últimas mariposas de la tarde se esmeraban en extraer jugos y néctares para la cena.

Al buscar el cielo a través de la despojada parra, mis orejas tropezaron con la voz de Aparicio:

-Ah, ya te levantaste. Al ratito comemos, acá todo se hace según la luz de cada día.

Me tomó del brazo, como quien guía a alguien que no sabe caminar solo. Entramos en el comedor, con su mesa capaz de recibir con holgura a doce comensales, los otros muebles, trinchante y aparador, una mesa auxiliar, la lámpara de seis focos. Sintieron mis narices, quizá por un efecto de percepción inversa, el olor a bichos de agua dulce de la olla de doña Marina, el aliento de la Cristina filtrado en parte por el labio partido.

-¡Mira al hijo de Leandro! ¡Es más que un hombrecito! -la voz semi aguda de María Francisca, la soltera, rompió mis fugaces memorizaciones sensoriales.

-Sí, de verdad que es un hombrecito -confirmó María Alejandra, la viuda.   

Soltándome de Aparicio, saludé de beso en mejilla a ambas, distanciadamente. Sus vestidos de tela gris, sus delantales o mandiles blancos, el peinado, que parecía estirar las frentes y oprimir las cabezas, resaltaba el negro brillante del los cabellos sin canas.

-¿Ya te lavaste las manos? -dijeron.

-Sí, por supuesto.      

-Este será tu lugar, a mi derecha. Desde que murió nuestro padre, el mío es en la cabecera. María Francisca, llámalo al negrito Ramón, que empiece a traer la sopera… -y se acomodó en su silla de roble como en un trono imperial; añadió como una rutina: “muy bien puesta la mesa, María Alejandra.”

El negrito Ramón, un flaco rapaz de unos doce años, colocó con temblorosos movimientos la enorme vasija de conspicua loza en un punto estratégico, o sea, al alcance de la hermana viuda, para que esta volcara suavemente el caldo de pollo, fideos y papas en los cuatro platos, empezando por el de Aparicio. Advertí que utilizaba un cucharón de plata, y enseguida que toda la lustrosa vajilla era del mismo metal. Una jarra plena de limonada y otra más pequeña con su contenido de vino bermejo estaban frente a Aparicio, quien resultó ser un escanciador disciplinado y eficaz.

Antes de que recogiera yo una rebanada de cálida y bien oliente baguette casera, el dueño circunstancial de nuestros destinos humanos y proveedor del grupo familiar juntó sus manos en postura de oración, inclinó la testa de dispersos cabellos y repitió de seguro la fórmula ritual de cada comida: “Gracias, Dios mío, por el pan que has traído a la mesa de tus humildes servidores. Creemos en ti, permítenos trabajar para ofrecerte las pobres primicias de estos difíciles días. Aléjanos del pecado, apártanos de la maldad de los hombres, amén.”

Luego del caldo portentoso, Aparicio bebió algo de vino, las hermanas consumieron limonada con rasgos de azúcar. Miré la jarra, pues no pude alejarme de la tentación. Mi tío, silencioso hasta el final de aquel yantar, dejó que en mi vaso entrara una exagerada cifra de jugo alcohólico hecho por él mismo, según supe, con el correr aparente de las estrellas, por mediación de María Alejandra.

El plato fuerte era un cúmulo de puré de calabaza como acompañante de varios recortes de carne de cordero, animal sacrificado en mi honor, según comentario de María Francisca.

“Agnus Dei… holocausto” me pregunté en lo inmediato “¿qué culpa tuvo el que nos dio su cuerpo?, ¿y el cordero, qué?”

Supuse que esos pensamientos, si es que lo eran, resultaban del potente vino de Aparicio, como si pudiera producir un efecto infrecuente, poco menos que instantáneo.

Manducamos en un silencio incompleto, pues se escuchaban susurros y sutiles ruidos masticatorios con su complemento de cuidada deglución. Ramón retiró la fuente como había hecho con la sopera. Trajo una tabla de madera blanca, pulida hasta la transparencia. En ella, cortes de queso y dulce de manzana; después, en una ínfima fuente de plata labrada con sencillez, cuatro copitas y un botellón de coñac. No hubo café como complemento.

Al terminar su coñac, Aparicio se persignó tres veces. Las hermanas y el negrito Ramón lo imitaron antes de alzar los manteles, luego transportaron vajilla, vasos, etcétera, a los anchos espacios de la cocina. Aparicio eructó sin pudores, costumbre de la fui testigo muchas veces en otras haciendas y pueblos del provincia.

“Parece un árabe” cogité para mí “dicen que es saludable.”     

El primo de mi padre se paró con lentitud, pasó sin prisa una mano por los labios, dijo:            

-Buenas noches, sobrino… ¿ya sabes dónde está el baño? -y se marchó hacia su recámara.

Los desayunos eran más sencillos, una taza de leche caliente y los sobrantes del pan de la cena, a veces galletas gordas y densas, que se conservan mucho tiempo en bolsas de tela seca. Los almuerzos y las cenas reiteraban los rituales que, de alguna manera, daban certeza de que el orden del mundo continuaba bajo el ojo de Dios.

Como el grupo debía laborar casi toda la jornada, disponía yo de horas de libertad. Ramón se ocupaba del barrido y trapeado de las habitaciones, su mamá restauraba la coherencia de las camas, también era en verdad la cocinera secundaria, pues María Francisca dirigía las operaciones, mientras que María Alejandra tenía a su cargo el cuidado del patio interior y de alimentar a docenas de pajarillos instalados en tres enormes jaulas de finos alambres. Asimismo, atendía el apetito permanente de los perros y llevaba cuenta del lavado y planchado de vestidos y sábanas.

Su salud no era buena, debía someterse a descansos regulares, durante cada jornada; su hermana le daba apoyo constante y afectuoso, dentro de la parquedad con que esos mis parientes demostraban sus emociones.

A los cuatro días de mi llegada, Aparicio y sus hermanas debieron asistir a una misa especial que se ofrecía en un pueblo cercano, el del correo; liturgia especial porque la parroquia solo era visitada una vez al mes por un cura trashumante que, montado en su burro, recorría la zona.

No dije de acompañarlos, nadie hizo comentarios, aproveché entonces para pedirle a Ramón que me llevara hasta los ranchos del rincón aquel, fuera de la hacienda. La mamá debía permanecer en la casa, antes de que saliéramos, le entregó una bolsa de lona a su hijo, “llevale estos a los otros”. dio sus instrucciones.

Atravesamos un buen trecho de tierra con hierba alta, las vacas pastaban lejos, en distintos potreros, nunca lo hacían cerca de la casona. Los perros nos siguieron, a veces trataban de saltar sobre la bolsa que portaba el negrito Ramón. Los eludimos pasando por debajo de la cerca de alambre espinudo, mi camisa se enganchó feamente, rasgándose casi toda la espalda. Unos cien pasos más y estuvimos al amparo de los sombríos ombúes. Otros perros nos saludaron, hubo un contrapunto de ladridos con los canes de la hacienda.

Ramón llamó a la gente del primer rancho:

-¡Abuela, abuela! ¡Mire lo que traje pa’ todos!

La puerta era una cortina de juncos, toscamente trenzados. La anciana se asomó con displicencia, salió al terreno salpicado de basura, detrás vi una cara de mulata muy joven. Finalmente, las dos hembras de edades tan dispares se pararon frente a nosotros. No saludaron, costumbre de eso seguro no tenían.

-Dejame ver la bolsa, Ramoncito… Hum, ’ta bueno esto que trujistes…

La muchacha preguntó:

-¿Y este tipo, quién es?

-Es un sobrino del patrón, vino a pasar unos días en la hacienda…    

-Ansí que los dejaron de solitos, ¿eh? -la abuela dijo.

-Ellos se fueron a una misa, en el pueblito… -respondió Ramón.

La muchacha llevaba un suéter informe y unos pantalones cortos, de pie en el suelo estaba, era nieta de la vieja Rosinda. Esta era comadrona única en leguas a la redonda, experta en abortos certeros y anticonceptivos naturales, información que me pasaría el negrito Ramón. 

Yo le preguntaría al regresar a la casona:

-¿Y la moza: es entonces tu hermana?

-Mire, patroncito, la verdá que ni sé, porque se mistura la gente de los ranchos, usté vio, somos unos cuantos… es un pueblo de ratas, tal cual…

-¿Un pueblo de ratas? ¿Cómo es eso? La verdad, que ni sabía… -asombrado estaba yo con aquella designación.

-Mi mamá me lo enseñó, porque los patrones de las haciendas le dicen ansí a este sitio donde vivimos…”

-¡Me quieres decir que todos son parientes! Pero si hay como cinco ranchos…

-La verdá, es que no tenemos rancho fijo, uno duerme donde encuentre un lugar… Y la comida la repartimos, de lo que consigue cada uno… A veces se arma trifulca, cuando alguno se aviva y quiere recibir demás.

-Pero tu mamá debe saber si es o no tu hermanita, creo…

-Ella dice que sí, que es… Dígame, ¿le gustó la Lucía, parece, o no?”

-¿Por qué me preguntas?”

-Porque ya está parida, ya tuvo un crío que se le murió enseguida, pura diarrea, se fue quedando seco…

-Mira, ya llegamos casi, otro día me cuentas cómo se formó ese pueblito de ratas, ¿feo nombre, no es?

-Sí, patroncito, estamos bien jodidos, pero bichos no somos…

Habíamos dado un ligera paseata entre los ranchos, surgieron más perros, razas mezcladas; un cerdo se revolcaba en un charco de lodo; algunas gallinas buscaban alimento en los basurales que crecían con el pasto; en la vivienda más grande vimos la bandera nacional, inusitadamente limpia, colgando a un lado del hueco de entrada, tapado o cerrado por una chapa de zinc.

Fuera de aquel núcleo de casuchas, en un declive del terreno, Ramón me indicó un manantial, o cachimba, sin el cual el rancherío no podría subsistir. Un armazón de cuatro palos y una lámina por techo marcaban el lugar.

Pero no hubo otra plática con el negrito Ramón. Aparicio lo descubrió al día siguiente en la cocina, metiendo mano y cucharón en la olla del guisado de pollo con papas y calabaza. De una oreja lo agarró brutalmente y lo sacó de la casa, para darle unas patadas en las piernas y expulsarlo definitivamente. El rapaz salió rengueando y llorando como si muriera. Supe que la mamá no se atrevió a defenderlo para no perder su trabajo.

Las hermanas de Aparicio, cristianas más que católicas, no estuvieron de acuerdo con aquel dramático ostracismo. Sin embargo, callaron sumisamente, aunque por mero azar pude ver al rato cómo ambas hablaban con la mamá de Ramón y le entregaban un discreto paquete con sobras de la cena. La mamá marchó hacia el pueblo de ratas, ya con las estrellas altas.

Solo dos días más me quedé en la hacienda, para dar unos paseos a caballo. Décadas después, un amigo ingeniero agrónomo me mostró un mapa ampliado de la zona, conservado en una biblioteca de la frontera norte. Lo extendimos y busqué la estación Churchill, unas líneas rojas simulando vías férreas en la delgada cartulina. A tres centímetros (trescientos metros) de la parada del tren había un punto negro señalado con el nombre de Pueblo Ramón. Y un detalle: “115 hab”.

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