por Mauro Armiño
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En mi cabeza tuve un achacoso pájaro extraño
Que mejor cantaba que las fuentes, que los bosques
—Cuyas solemnes voces sin embargo amábamos —,
Pájaro melancólico y a veces risueño.
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Debía tenerlo por su fragilidad bien cerrado
Contra el frío y el aire sucio y lluvioso de las ciudades.
Entre flores junto al fuego rutilante se quedaba
Cuando el invierno desplegaba sus desolados escenarios.
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Pero, ¡ay!, abrí demasiado la ventana y la puerta,
Buscando la acción, el placer, palabras oscuras:
Alguien había entrado, mortal a sus ojos puros.
¿Quién, pues, había entrado? El amado animal murió.
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¿Quién era el pájaro? ¿Qué celeste llama
Se apagó, me abandonó por el sol?
Algunas veces, despertando sobresaltado del sueño
Que es nuestra vida, me digo: «Era mi alma».
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El pájaro sagrado es nuestro poeta, nuestra alma
El alma es poesía. ¡El pájaro, ay, enmudeció!
Sonámbulos lamentos acariciados o heridos
¿Hacia qué meta corremos olvidando nuestra alma?
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Sobre una señorita que encarnó esa noche a la reina Cleopatra, para mayor turbación y futura condenación de un joven que estaba presente [6].
Y sobre la doble esencia metafísica de la citada señorita
Tan bella como usted fue quizá Cleopatra,
Pero le faltaba el alma: sólo era el cuadro,
Inconsciente guardián de una gracia inmortal
Que sin haberla comprendido materializa la Belleza.
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Así es aún el cielo en su gris armonía,
Tan triste y cansado que nos haría llorar:
Expresa la duda y la melancolía
¡y no las siente!
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A la reina egipcia ha destronado usted
Que es a la vez el artista y la obra de arte.
Tan profunda es su mente como su mirada,
Y sin embargo ninguna belleza la de la reina igualaba.
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Olía su pelo bien como las flores del campo;
Me habría gustado ver brillar sobre su carne tan amada
El largo desarrollo de las perfumadas trenzas.
Como un cántico era lenta y dulce su palabra,
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En un fondo de nácar húmedo brillaban sus pupilas,
Y el cuerpo detenía ella en poses lánguidas…
Ha destronado usted a la reina del Cidno.
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Es usted una flor y es usted un alma.
No habitaba su frente ceñida de loto pensamiento alguno,
Y esto no era ya tan gracioso para una mujer.
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Como en el claro patio del exquisito monasterio…
El encanto tienes de un patio de bonito monasterio.
Entre los blancos arcos azul marino es el cielo.
Qué delicia pasar allí los cálidos días somnolientos
Bajo un grácil pilar, beber al fresco y callarse.
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Mañana, lo sé bien, una vez solitario,
Iré desvariando hacia palacios turbadores;
Mas hoy tu encanto es mi amigo; las lentas
Miradas de tus ojos malva son todo para mí en este mundo.
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Tu frente no encierra en su escasa blancura
La infinita sombra de donde brotará la luz,
Sin embargo te amo extrañamente, oh querida cabeza.
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Cuando a tu clara risa mi corazón ya no palpite
Quizá me ruborice todavía pensando en la dulzura
Que hubiera sentido quedándome agazapado en tu corazón
Como en el claro patio del exquisito monasterio…
***
Si harto de haber sufrido, y más harto de haber amado,
Después de haberme con sus lejanías encantado,
En torno a mí cierra la vida su monótono círculo,
Y mi sueño al sentir su horizonte cerrado
Melancólicamente se repliega y se asombra,
Escuchando al conmovedor otoño quién sabe
Si ahoga un sollozo o si retiene un canto
Tan austero como la hora y como ella equívoco.
Mi corazón sin saberlo salvaba un recodo.
***
Dejad llorar mi corazón en vuestras manos cerradas
El cielo descolorido lentamente se marchita
La flor de tus ojos claros como un sosiego
Sobre mi corazón reclina sus encantadas corolas.
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Sean tus rodillas para mí lecho de paz;
Que me vistan tus miradas, tendré calor de noche
Y tu aliento, mágico vigilante, alejará
Todo lo que ensucia y burla y ofende.
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Negros son el puerto, los campos; tras el día burlón
Llega la consoladora noche húmeda de lágrimas,
Y derritiendo de dulzura la bruma disipada,
El ardor de tu deseo en mi corazón se enciende.
***
Sobre este cuchillo normando decide tu retiro,
Guerrero demente, o tu, pobre amante envejecido
Ven, entre los calmos pinos, a la cima
Desde donde verás el mar oscuro y el pálido cielo.
El viento marino se mezcla aquí al olor de las frondas
Y la leche. Entre dos finas ramas verás
Cabecear una barca y en noches tan hermosas
Soñarás mucho tiempo con carreras de velas
Hacia la invisible lejanía remoto de aguas lamentables
Y de frustrados retornos a puertos melancólicos;
Del retorno de los barcos en la tardes magníficas,
Lujo y miseria y este sollozo: tu canto
Entre las pompas del poniente
O en el arco triunfal de estos cielos gloriosos.
¿No eres el vencido que al carro de gloria sigue
Y que ha de morir y llora?
Pero el mar no calla su lamento en armonía
Con el tuyo;
Y de esa armonía nacerá la calma.
En medio de los frescos ramos, y como si fueran palmas,
Reúne en el melancólico puerto tus esperanzas.
***
Si la mujer estúpida o detestable es bella
Acuérdate de una para que tu enojo reviva.
Su corazón de ceniza estaba en un cuerpo de flores.
En una lánguida belleza azul y lastimera
Sus ojos de los crímenes de su corazón se arrepentían.
Su cuerpo, rica armonía que ella no entendía,
Cantaba como un verso de lento y ágil rimo
Haciendo pensar en un arte sutil y poderoso
Pero ¿si hubiera preferido otra estética? ¿Cuál?
¡Arded, antorchas! La mujer, olivo o basalto,
No miente por la duración en que la llama vibra.
Antorchas de gloria entre las hogueras de amor,
No sois el orgullo que finge el amante
Para igualar su placer a su única idea.
Que los sabios os dejen vuestra gloria:
Tal una noche sin nube, una mujer sin velo
—¡Pues la Lorelei, aunque obesa, es estrella!—
Hombre, la fe te eleva o el amor te prosterna:
Que tu pupila brille cual astro o cual un agua se apague
Y así no niegue el deseo de una fuente eterna.
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Para la revista Lilas
A reserva de ulterior destrucción
A mi querido amigo Jacques Bizet
Quince años. 7 de la tarde. Octubre
El cielo es de un violeta oscuro marcado por manchas relucientes. Todas las cosas son negras. Aquí las lámparas, horror de las cosas usuales.
Me oprimen. La noche que cae como una tapadera negra cierra la esperanza, abierta de par en par al día, de escapar. Aquí el horror de las cosas usuales, y el insomnio de las primeras horas de la noche, mientras sobre mí suenan valses y oigo el irritante ruido de las vajillas removidas en una estancia vecina…
Diecisiete años. 11 de la tarde. Octubre.
La lámpara ilumina débilmente los ángulos sombríos de mi cuarto y pone un gran disco de viva luz donde entran mi mano, de repente ambarina, mi libro, mi escritorio. En las paredes azulean delgados hilillos de luna que han entrado por la imperceptible separación de las rojas colgaduras. Todo el mundo se ha acostado en el gran piso silencioso… — Entreabro la ventana para ver de nuevo por última vez la dulce cara leonada, muy redonda, de la luna amiga. Oigo algo así como el aliento fresquísimo, frío, de todas las cosas que duermen –el árbol de donde rezuma la luz azul–, de la bella luz azul que a lo lejos, en un entresijo de calles, transfigura, como un paisaje polar eléctricamente iluminado, los adoquines azules y pálidos. Por encima se extienden los infinitos campos azules donde florecen frágiles estrellas… — He cerrado la ventana. Me he acostado. Mi lámpara, en una mesilla al lado de mi cama, en medio de vasos, de frascos, de bebidas frescas, de librillos preciosamente encuadernados, de cartas de amistad o de amor, ilumina vagamente en el fondo mi biblioteca. ¡La hora divina! A las cosas usuales, como a la naturaleza, las he hecho sagradas por no poder vencerlas. Las he revestido con mi alma y con imágenes íntimas o espléndidas. Vivo en un santuario, en medio de un espectáculo. Soy el centro de las cosas y cada una me procura sensaciones y sentimientos magníficos o melancólicos, que disfruto. Ante los ojos tengo visiones espléndidas. Se está bien en esta cama… Me duermo.
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Pálidos, como en las porcelanas preciosas se ve
El sueño de un mar opalino junto a Yuldo,
Abril sonreiría en un fino canal de agua
Dulcísima con el tono claro de las japonerías,
Un pálido manzano deshojaría
(En este país está el adorable absurdo permitido)
El delicado tesoro de sus amados pétalos.
Centellearía encima un vuelo de falenas blancas
De un matiz exquisito y tierno de satén;
En el cielo languidecerían las rosas matutinas.
***
Lunes a la una
La insensibilidad de la naturaleza toda
Parece así colmar de nuestros corazones el vacío.
Decepcionante juego de la ciega materia
En el ópalo y el cielo y los ojos donde, victorioso
Y alternativamente herido, soñar parecía el amor.
La forma de los cristales, el pigmento de las pupilas,
Y el espesor del aire nos engañan sucesivamente,
Tratando de engañar nuestros dolores eternos
Con la naturaleza, y la mujer, y los ojos;
Y la delicadeza del azul pálido
Es una mentira en el ópalo
Y en el cielo y en tus ojos.
Notas
[6] El poema está dedicado a Jeanne Pouquet (1874-1961), que recitaba en una revista el papel de Cleopatra. A los dieciséis años, soportó de mala gana el «acoso» de Proust. Según Jeanne, en el amor del Narrador por Gilberte en A la busca del tiempo perdido «encuentro casi palabra por palabra las evocaciones de su amor por mí». Se casó con Gaston Arman de Caillavet (1869-1915), amigo de Proust desde 1890, que hizo carrera como autor dramático, hoy olvidado; su muerte en el frente durante la Primera Guerra Mundial afligió mucho al narrador, que también se enamorará platónicamente de la hija de ambos hacia 1910, Simone Arman de Caillavet, donde aparece convertida en «Estatua de mi juventud» y sirve al Narrador de acicate para escribir antes de que sea demasiado tarde y no pueda terminar su libro (A la busca del tiempo perdido, III, 893-894). Simone terminó casándose en segundas nupcias con André Maurois.
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