domingo

GASTON BACHELARD - LAUTRÉAMONT (57)


VI. EL COMPLEJO DE LAUTRÉAMONT

II (3)

Ante un rostro humano así animalizado, se experimenta cierta satisfacción. ¿Se siente uno dichoso por dominar al animal reconocido? ¿Se siente uno orgulloso por plantarse en tanto hombre ante un hermano inferior que porta la marca indeleble de la animalidad? De todos modos, cuando se ha clasificado un rostro según los principios de Lavater, se tiene la ingenua impresión de que el esfuerzo mayor de la psicología se ha cumplido: uno se consagra como fisonomista, y en consecuencia como psicólogo; riendo, disfruta uno de su descubrimiento. A veces, sin embargo, uno se siente invadido por cierta inquietud ante ese decremento del rostro humano; se teme la acción y la revancha animales; se supone que es ya una violencia tal rostro violento. No faltan, como se ve, las razones de afectividad simplista. El narrador de la novela de Wells parece haber tenido la obsesión de las diversas posibilidades de la animalización al enlazar las marcas lavaterianas a energías ducassianas adormecidas. La novela de Wells nos pone así tras la huella de una filiación psicológica de Lavater a Lautréamont: (2) “Puedo certificar que, desde hace varios años hasta ahora, una perpetua inquietud habita mi espíritu, parecida a la que podría sentir un leoncito domado a medias. Mi turbación toma una de las formas más extrañas. No podía yo convencerme de que los hombres y las mujeres que encontraba no fueran también un género diferente, apenas humano, de monstruos, de animales apenas formados con la apariencia exterior de un alma humana, y que pronto iban a regresar a la animalidad primera para dejar ver alternativamente tal o cual marca de bestialidad atávica.” Cuando “miro a mis semejantes en torno mío, vuelve mis temores. Veo rostros ásperos y animados, otros apagados y peligrosos, otros huidizos y mentirosos, sin que ninguno posea la calmada autoridad de un alma razonable. Tengo la impresión de que el animal de repente va a volver a aparecer en esos rostros…” “Cuando vivía en Londres… no podía escapar a los hombres; detrás de mí maullaban mujeres que merodeaban; hombres famélicos y furtivos me lanzaban miradas ansiosas; obreros pálidos y extenuados pasaban cerca de mí tosiendo, con los ojos fatigados y el paso apurado como bestias heridas perdiendo su sangre… E incluso me parecía que, también yo, no era una criatura de razón, sino únicamente un animal atormentado por algún extraño desorden cerebral que me hacía errar solo como un borrego presa de vértigos”.


Notas

(2) H. G. Wells, La isla del doctor Moreau, pp. 242-244.

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