domingo

JUAN CARLOS ONETTI - PARA UNA TUMBA SIN NOMBRE (6)


“Así fue como nos enteramos, Tito y yo, aquí, en Santa María, “Estaba esperando que dejara de llover o que se despejara el grupo de los que ca­zaban taxis cuando se me acercó la mujer arrastrando el chivito y me pide si puedo ayudarla con algo. Me dice -y me huelo desde el principio que es cuento- que viene de no sé dónde y que la tía o la cuñada quedaron en esperarla en la estación y está allí desde las cinco de la tarde, sin un cen­tavo para tomar un coche que la lleve, a ella y al chivo, hasta una dirección en la otra punta de la ciudad, fuera del mapa, claro, para que el viaje sea lo bastante caro y yo no pueda arreglarla con moneditas. Le hago algunas preguntas y contesta bien; se las sabe de memoria. Viene de Coronel Guido, por ejemplo, y la tía o la prima, vive por Villa Ortúzar. Me muestra un papelito sucio con la dirección. Le digo que no se preocupe, que se tome un mateo, porque cualquier chófer de taxi va a defender el tapizado de la suciedad del chivo, y, cuando llega, la familia paga. También esta se la sabía. Puede ser que la tía se haya ido a un baile o a un velorio, que no esté en casa; o puede ser que esté y no tenga dinero para pagar el viaje. Todo este tiempo, mientras charlamos y ella llora un poco, sin aspavientos, perdida en la gran ciudad, y en una noche de lluvia, y con un chivo to­davía tierno que trae como pago de la hospitalidad porque a un tipo indefinido, macho de la tía, la cuñada o la hermana, le gustan mucho asados. Todo este tiempo yo diciéndome esta cara la co­nozco. No lo digo para justificarme, porque si no hubiera sido imbécil no compruebo la cosa. Un poco que me había ido muy bien en el sur y me traía órdenes por muchos miles; otro, aquella idea de que no era la primera vez que le ponía los ojos encima. Entonces, de golpe me aburro y me empieza a dar vergüenza de los que se habían pa­rado por allí para mirarnos y escuchar con disimulo. Le pregunto si no la conozco de antes, si nunca vivió en Santa María, porque era por aquí que la andaba rastreando. Dice que no y ni siquiera sabe dónde queda Santa María. Entonces, de golpe, le digo venga. Se asusta un poco pero me sigue. Todos mirando, yo con las valijas escalera abajo, metiéndome en la lluvia sin miras de parar y ella un poco atrás, con el chivo que resbalaba en los escalones, o los bajó rodando, o ella lo bajó alzado. No me di vuelta para mirar. La lle­vo hasta la pila de los matungos y discuto el precio con un cochero; ya entonces con rabia contra mí mismo y pensando que no me voy a corregir nunca; pero no podía frenar. A ella no le gustaba nada la cosa y me tocaba el brazo, con miedo de que le diera los billetes al cochero. Pero se los di a ella, bastantes para llevar una manada de chivos a Villa Ortúzar, o donde fuera, ida y vuelta, y a lo mejor la ayudé a acomodarse con los paquetes y el animal. Y hasta le debo haber dicho alguna frasecita de despedida: estamos para ayu­darnos, hoy por vos y mañana por mí. Algo de eso, empapándome en la lluvia, insultándome con ganas y despacio, mientras el cochero revoleaba el látigo y se iban por Hornos al trotecito para dar después la vuelta porque es contramano. Crucé la calle, me metí en un restaurante y me olvidé del asunto mientras comía. Ya serían como las diez cuando salí; vino de milagro un taxi vacío y le di la dirección del hotel. Entonces, de golpe, me acuerdo de quién había sido la mujer. Espere. Me acuerdo, asombrado de no haberlo visto antes, y hago justo lo que hizo ella. Le digo al chófer que pegue la vuelta a Constitución, que se me olvidó algo; y ya andábamos por el Correo. Entro por la puerta que no da a la plaza, me recorro otra vez la estación con las valijas, con los zapatos lle­nos de agua, y la agarro mansita en el mismo lu­gar, los paquetes, que quien sabe de qué serían, en el suelo, el chivo de la cuerda, haciéndole el cuento a un cura que ponía cara de no oírla. Me quedé ahí, mirando como, a buena hora, terminaba la lluvia, y ella por un rato no me vio. Hasta que el cura alzó una mano para despedirse, apartarla o darle la bendición, y se mandó a mudar. Entonces nos quedamos solos, oyendo un tren que hacía maniobras y las últimas gotas de lluvia que caían de la marquesina. Yo buscándole los ojos con una sonrisa sobradora, hasta que me vio y me di cuen­ta que no sabia qué hacer, si ponerse a llorar o insultarme. Pensaba hablarle, no mucho del di­nero que me había robado, más bien de Santa María y del tiempo que la conocía. Pero no sé qué me dio cuando se puso a recoger los paque­titos de ropa sucia o de aire, toda encogida, y ti­roneó despacito la cuerda del chivo que estaba quieto, como dormido. Lo alzó apenas con un bra­zo y la dejé ir sin decirle nada, la vi bajar la escalera y meterse paso a paso en la plaza, ini­ciando el viaje hasta la casa de la hermana o la abuelita de Villa Ortúzar, esta vez a pie. Bueno, era una tal Rita que criaron los Malabia, que era sirvienta, creo, de la loca Bergner, la viuda del mayor de los Malabia. Cuando llegó a moza y se cansó de ser sirvienta, anduvo haciéndose la loca con Marcos Bergner, yendo y viniendo en el autito de carrera colorado desde la casita de Marcos en la costa hasta el Plaza o cualquier boliche de donde no hubieran echado todavía a Marcos. Y que después, cuando él, como de costumbre, a los dos o tres meses tuvo bastante, hizo la loca con cualquiera que gastara unos pesos con ella. No en pagarle, eso tenía de raro; sólo en pagar copas, algún bife y en llevarla a cualquier lugar donde pudiera emborracharse y sobre todo bailar, La Rita, tienen que acordarse.

“Yo me acordaba, y también Tito, aunque él, naturalmente, tenía mucho menos que recordar. La habían criado mis padres y me llevaba dos o tres años. Cuando mi hermano, Federico se casó con la hermana de Marcos, y después que volvie­ron del viaje de bodas, ella se convirtió en algo así como la mucama de Julita, mi cuñada. Algo así, digo, porque Julita estaba loca antes de ser loca, antes de que muriera mi hermano. Nunca pudo clasificar a nadie, nunca mantuvo con nadie relaciones precisas. Así que Rita fue para ella, su­cesivamente y tal vez con inmutables repeticiones cíclicas, una sirvienta, una amiga íntima, una hija, un perro, un espía, una hermana. Y también una rival, otra mujer a la que celaba. Porque Julita tenía celos hasta del caballo de Federico, que ni siquiera era yegua, y amaba este sufrimiento celoso, cultivaba todo lo que pudiera proporcionarle este sufrimiento porque necesitaba sentir, exacer­bados, todos los elementos que formaban su amor por Federico, mi hermano.

“Pero Federico, como usted sabe, murió muy pronto. Entonces ella, Rita, sin dejar de ser del todo la mucama y todo lo demás de Julita, volvió a ser hasta cierto punto la sirvienta de nosotros: de mis padres y mía, de mi casa. Julita se quedó viviendo, hasta enloquecer, en la parte de mi casa donde había vivido con Federico, unida y separada de nosotros por el jardín. Esta muchacha, Rita, cruzaba varias veces por día el jardín y subía la escalera de Julita para limpiar y arreglar. Por lo menos al principio de la viudez de Julita; después subía sólo cuando la otra le abría la puerta. A veces Julita bajaba para insultarla con las frases, no sólo palabras, más sucias, crueles y excitantes que una mujer puede decir a otra, y echarla después. Hablo del tiempo que pasó desde la muerte de Federico hasta que la locura de Julita se trans­formó en locura.

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