II (1)
Dije que el entierro se hizo un sábado. Al siguiente, a las seis o siete de la tarde, Jorge subió la escalera de mi casa, cruzó la sala vacía y vino a golpear en los vidrios de la puerta. Dos golpes, el segundo más audaz. Yo estaba aburrido, leyendo con trabajo las fantasías de Pende, oyendo con un oído, por la ventana abierta, el zumbido de la tarde en la plaza.
No traía entonces el traje ciudadano sino otro disfraz, casi ya un uniforme, usado por los jóvenes no definitivamente pobres de Santa María en aquel verano: pantalones azules muy ajustados, una camisa a cuadros abierta, una blusa de cuero delgado con cremallera, alpargatas. Me dio un cigarrillo -eran norteamericanos y dejó el paquete sobre el escritorio- y anduvo dando vueltas, mirando lomos de libros, el movimiento en la plaza. Después vino a sentarse en un ángulo del escritorio y sonrió disculpándose y admitiendo, quemando velozmente un resto de rencor.
-Se lo debía y vine -dijo con sencillez-. Murió. Recién hoy a mediodía. No pude conseguir que comiera. Yo había pensado, en serio, matarlo. Pero no hubo necesidad y, después de todo, no era más que un animal y lo mismo daba que estuviera muerto o vivo. Eso sí, le hice un agujero yo mismo y lo enterré. Era curioso verlo muerto: tenía la panza hinchada pero las patas eran como esas maderitas frágiles, blanqui-negras, de las ovejitas de juguete, la otra, claro, era distinta.
Vi que estaba fanfarroneando, que no se le animaba de veras al recuerdo. Hablamos, llenos los dos de disimulo, sobre estudios, mujeres, la ciudad y la teoría de Pende. Fuimos a comer al Berna, cruzamos de vuelta la plaza con dos botellas de vino, atravesando el sábado estival poblado de parejas y familias henchido de la inevitable, domesticada nostalgia que imponen al río y sus olores, el invisible semicírculo de campo chato.
Otra vez volvió a mirar los libros y a sentarse en la esquina del escritorio.
-Es increíble -dijo-. Acaso usted pueda ayudarme a creerlo o a dejar de creer. Porque da lo mismo. Usted sabe: hay cosas que ocurren, que nos dominan mientras están sucediendo; podríamos dar la vida para ayudarlas a suceder, nos sentimos responsables de su cumplimiento. Yo cargué con todo; pero mi participación, de veras, había durado cuatro o cinco días y terminó, mucho después, el sábado en el cementerio. O terminó, esta vez para siempre, ayer de tarde, cuando trabajé con la pala en los fondos de casa y abrí una tumba, apenas suficiente para un cabrón viejo y hediondo -aunque fue recién entonces, muerto, que dejó de oler- con patas rígidas de madera saliendo paralelas de los lacios pelos amarillos de vejez.
-Sí -asentí; no buscaba orientarme ni tampoco incitarlo a que contara: deseaba que aquello me viniera como de Dios, sorprendiéndome sin violencia-. No entiendo nada hasta ahora y me niego a sospechar. Pero sí lo comprendo. Aunque también es posible que su participación concluya, de verdad, cuando haya terminado de contar.
-También -dijo dócilmente y sonrió agradecido-. Puede ser. Porque eso lo viví, o lo fui sabiendo, a pedazos. Y los pedazos que se iban presentando estaban muy separados -sobre todo por el tiempo y por las cosas que yo había hecho en los entreactos- de cada pedazo anterior. Nunca vi verdaderamente la historia completa. El momento ideal hubiera sido hace una semana, en el velorio, en aquella parte extraordinaria del velorio en que ella y yo estábamos a solas. Sin contar el chivo, claro. Pero entonces lo único que me importaba era la piedad. Todos los pedazos de la historia que pude recordar sólo me servían para excitar mi piedad, para irme manteniendo en la madrugada en aquel punto exacto del sufrimiento que me hacía feliz; un poco más acá de las lágrimas, sintiéndolas formarse y no salir. Y además, el rencor contra el mundo. Esto al pie de la letra; todo el mundo, todos nosotros. Lo que recordaba iba nutriendo la piedad, el rencor y el remordimiento y estos me empujaron hace tiempo hasta el borde del casamiento, pero nada más que hasta el borde. Yo me salvo siempre. Y ni siquiera cuando hablábamos con Tito de la historia pude sentirla como una cosa completa, con su orden engañoso pero implacable, como algo con principio y fin, como algo verdadero, en suma. Tal vez ocurra ahora, cuando se la cuente, si encuentro la manera exacta de hacerlo.
-Pruebe -aconsejé suavemente-; pero sin buscar. Acaso tenga suerte. Vamos a tomar un poco de vino.
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