(fragmento de la novela Invención tardía, Estuario Editora, 2015)
Mi padre tenía cuarenta y cinco años y tres meses su última noche. De acuerdo a la reconstrucción, que incluyó diagramas en horas de desvelo, buscaba una dirección en las cercanías de Jacinto Vera. Le preguntó a una mujer que quemaba hojas secas junto al cordón de la vereda cuál de aquellas calles era Figurita. Lo he pensado tantas veces que la imagen de la mujer señalando el final de la vereda opuesta y la silueta de mi padre con los brazos a los lados han sido parte de mis sueños las pocas veces que consigo recordarlos. Poco o nada sé de esa mujer que volvió la atención a la hoguera mientras él intentaba sin suerte cruzar Garibaldi. La he imaginado blanca, incandescente, con el rostro hundido en el hombro de su marido que vino al primer grito, que oyó la frenada, el otro grito, y persiguió el pasillo de la casa de otras veces siguiendo el alocado ritmo de su respiración. Esa mujer sin rostro, ese hombre que ha doblegado el tiempo, no pudieron hablarme de mi padre. Nunca supe si él, arrodillado, mareado por la sangre de aquel rostro, oyó una palabra. Si mi padre alcanzó a articular alguna cosa suelta, una frase cualquiera, sobre la cual yo mismo hubiera dado vueltas estos años, como si todo fueran tres palabras, tres palabras posibles.
Todo se fue sabiendo. Yo me enteré por chismes del ambiente. Por esos amigos de mi padre que, envejecidos, me recibieron para hablar de sus manías y sus obsesiones, como si ahora el paso en falso hacia la muerte les permitiera hablar de cosas que escondieron por no romper el corazón de mi madre, por no arruinar otra ilusión del hijo.
Juan Urbina sirvió dos whiskys largos. El suyo lo estiró con agua fría. Encendió un cigarrillo. Me dijo no lo culpes, pibe, nadie está a salvo. Habló de una mujer, de una pintora. Elisa Carriquiry, no lo olvido. Mi padre iba a encontrarse aquella noche con la excusa de un viaje a Maldonado. Ella iba a retratarle su silencio. Mi madre lo vio irse. Sintió el beso en su frente, le acercó la maleta, le deseó buena suerte. Unas horas más tarde, dijo Juan, llegamos en la Mehari de Silvestre, estuvimos temblando en la puerta, esperando el coraje para golpear el puño. No supimos qué cosa aclarar antes, seguía hablando el viejo tembloroso, si era peor la muerte o la traición.
-Esperamos que viniera tu abuela. Los gritos de tu madre no consiguieron despertarte, o sí, de repente lloraste toda esa noche mientras la puerta de calle iba llenándose de gente. Hay tanta cosa que se mezcla ahora.
Mi madre nunca quiso mencionar esa noche. Cuando habla de mi padre parece que lo hiciera como si hubiera muerto trescientos años antes. El interés que pone en su obra se debe únicamente a la posibilidad de que un día las regalías de derechos de autor sean significativas y comprenda que hay una tostadora, una heladera, un sillón, que mi padre le manda desde lejos con la culpa juntándole las palmas.
En el poemario póstumo de mi padre, que el editor publicó bajo el insulso título de Poemas de amor, pueden leerse al menos diez textos dedicados a E.C. Dicen que mi madre decidió que la dedicatoria fuera excluida del libro. No dudo de que sea así. Cada libro que involucra a mi padre pasó por sus manos antes de llegar a la imprenta.
Hace dos años decidí visitar a Elisa Carriquiry en una lujosa casa de salud de Carrasco. Murmuró la tarde entera nombres desconocidos y balnearios de la costa de oro. Seis veces nombré a mi padre y ella, como si temiera una venganza, como si imaginara en sus ojos aguachentos y sus uñas largas, que mi madre treparía la medianera una noche cualquiera para cortarle el cogote, me quiso convencer de que fue una pintora iluminada que el mundo no supo comprender. Insistí en que me asegurara que no había pintado el rostro de mi padre, que unos días antes de su muerte no había esbozado las líneas de su cara. Busqué extorsionarla preguntándole el nombre de su médico de cabecera. Tuve la esperanza de conocerlo, de idear una trampa. No aceptaba la idea de que el rostro de mi padre estuviera escondido en una cajonera de mala muerte, entre estampitas y viruta: el gesto congelado, la mano segura de la mujer delineando la camisa entreabierta. Quise ver su cara para interpretar en el trazo, en la mueca, esa comunión que los reunía.
Antes de salir apreté su mano y volví a preguntarle por mi padre. Cuando describió una calle cualquiera de Parque del Plata y unos vecinos que le cruzaban una fuente de níspolas los veranos, acerqué su palma a mi cara y escupí en el centro mirándola a los ojos. Cerré su puño. Fui del corredor a la puerta de calle mientras la mujer temblaba recostada a la silla.
Investigué su obra pública. No hay nada que remita a mi padre salvo una pintura que perfectamente podría estar inspirada en uno de sus relatos: un hombre sentado a los pies de la cama observa la cabeza de otro hombre que asoma dentro de una maleta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario