miércoles

PORCA MISERIA (10) - SAÚL IBARGOYEN


A VECES PIENSO que recordar es un arte, aunque el Azar -divinidad de todo lo imprevisible- suele perder el control sobre la fatalista Rueda de la Fortuna, por lo que esta a su vez genera circunstancias que azarosamente se mueven en la conciencia de quien desea recordar. Mejor dicho, de quien tiene necesidad de recordar. Podría decirse que “recuerdo, luego existo”. Pues, ¿qué seríamos en este ahora de hoy (que ya pasó) sin una historia? ¿Qué seríamos: astronautas fuera de su nave arrastrados sin sentido por las cuatro fuerzas fundamentales del cosmos conocido?

Curiosamente, como ente recordador necesito unificar las energías psíquicas, nerviosas, emocionales, intelectivas, sensitivas, sensoriales (si es válido decirlo así) para la construcción de momentos cuya duración es ajena al discurrir del tiempo social, momentos que por su parte precisan de imágenes coloridas y vibrantes, tanto como de representaciones opacas, grises, pasivas. En ellas pesan los sonidos igual que el silencio.

Memorizar instancias de lo respirado, es soslayar el tiempo de los almanaques: se trata de recuperar lo irrecuperable, una especie de objeto del deseo que, al no ser alcanzado, exige una invención. Así como nunca se repite con exactitud el mismo sueño, pues el soñante se contamina del sueño primero y modifica los siguientes, tampoco la memoria nos entrega sus productos siempre iguales. Creo que esto implica una sabiduría quizás genética, que nuestra especie aprendió a lo largo y ancho de milenios, para evitar la fosilización paralizante de incontables sucesos (reales o imaginarios, aunque en verdad todo es real por el solo hecho de existir, más allá de la dimensión adonde se ubique dicha existencia).     

Estas reflexiones me llevan a descender los doce escalones que conducían a la vivienda de una familia vecina de nuestra casa, en una zona en la que se mezclaban las clases sociales. Las diferencias discriminatorias se percibían no solo en la calidad de los edificios, sino en el trato cotidiano entre las familias. No había diálogo, nada más una comunicación de carácter pragmático. La gente carenciada ofrecía su fuerza de trabajo a los más pudientes, que eran miembros de una clase media que simplemente tenía horror de caer a clase media baja, pero en general las sirvientas, los jardineros, las modistas, por ejemplo, preferían buscar trabajo en otros barrios. De este modo, evitaban una continuidad, aun indirecta, del vínculo con sus empleadores.

Rememoro el descenso por aquella escalera como una entrada al infierno, luego de pasar el tramo de entrada y un zaguán estrecho, pues por esos tiempos de infancia-pubertad yo había leído trozos de la Divina comedia en una preciosa edición realizada en Barcelona, que todavía conservo. Lectura y realidad se entretejían en tales tiempos de frescura neuronal. Al pie de la escalera de piedra y cemento iniciaba un apretado pasillo, como excavado entre las húmedas y descascaradas paredes de las casas vecinas. Del lado derecho de quien entraba en el pasillo, había dos puertas, separadas por unos pocos metros. Al final del camino de baldosas desparejas y saltadas, se veía algo de cielo; allí estaba un tendedero exhibiendo sábanas deshilachadas, camisas deformes, pañales amarillentos; todo aquello soltaba, como escribió Pablo Neruda, “lentas lágrimas sucias”. 

No era esa mi primera inmersión en aquel pequeño ámbito alejado del ruido callejero. Toqué en la puerta marcada con el número uno. Esperé unos minutos, sabía que demorarían en abrirme, aunque yo había aplicado los tres golpes suaves y uno más fuerte, o sea, el código acordado con Francisco, el hijo mayor de la familia. Abrió, según lo normal, su hermana Josefina. Diego, el menor de los tres, se asomó para mirarme con ojos de animalito voraz

-Hola -dije-, ¿puedo ver a Francisco?”

Josefina, bella y no muy aseada musa de la pobreza, preguntó:

-Sí, pasa nomás…

Entré en la casi penumbra del restringido departamento. Una vidriera sobre la puerta permitía el ingreso de la luz del pasillo. No había ventanas, la comunicación dependía solo de la puerta. Pisé las baldosas heladas del ínfimo patio al que daban la cocina, dos recámaras y un baño en el que nunca quise entrar.

Dieguito se acercó, abordándome directamente:

-¿Qué trajistes hoy, decime?

-Mirá, traje unos bizcochos y un pan grande… Son de ayer, pero los calenté un poco…

 Entregué la bolsa de papel grueso a Josefina, “para que los distribuyas…” le dije, mirando y admirando abiertamente el crecimiento de sus pechos debajo de una blusa de frágil tela de algodón, de color rosado según la memoria hoy me señala.      

Ella dijo:

-Sí, dejameló, yo me ocupo.

Pero Diego dio un manotazo a la bolsa, cayeron dos bizcochos, logró agarrar uno con dedos hambrientos, ella recogió el otro, de inmediato empezaron a masticar.  

-Eh, ¿y Francisco? ¿Nada para él. Alcanza pa’ todos, no?

Josefina se hundió en la bruma de una recámara. Regresó empujando un carrito hecho de tablas y dos ruedas de bicicleta infantil. Allí pasaba sus días el hijo mayor, semi sentado o semi acostado sobre unas cobijas que rara vez se renovaban. Se apoyaba en un respaldo de tablas más altas, casi verticales. Mi madre me había dicho que estaba así por la poliomielitis.

Hacía años que no veía otro horizonte que la vidriera sobre la única puerta. Él me contaba que buscaba figuras en la luz que traspasaba los vidrios, veía cosas que nadie podía ver. No le proporcionaba yo solo algunos panecillos o a veces fruta, un día le llevé un sándwiche de mortadela y queso, y me preguntó cómo se llamaba aquel bocado. Lo importante era que su mamá, sirvienta que trabajaba cerca de allí, en otro barrio, le había enseñado a leer con ayuda de Josefina. El papá en pocas ocasiones paraba en el departamento, buscando pequeños trabajos de lo que fuera: plomero, barrendero, jardinero, mandadero, cargador…      

Ah, quise decir que le prestaba libros de nuestra biblioteca, de la colección Calleja, y revistas infantiles. Él prefería los cuentos de Poe, de Horacio Quiroga, de Javier de Viana, de Francisco Espínola…

De este autor decía:  “Mi tocayo escribe muy bien, me gusta cantidá…”

Le pedía que me hablara de lo que podía ver en la luz que entraba desde el pasillo. Él mezclaba lo que leía con lo que veía, no había límites en esa invención no consciente. “Animales de aire, dragones, mariposas enormes, mares verdes, montañas blancas, pájaros como puntitos azules… Es como viajar, ¿sabés?”

En cambio el Diego era animalito destinado a pelear a lo bestia para sobrevivir, era poco menos que un sociópata, un indiferente (quizás para defenderse) hacia todo sufrimiento humano, incluyendo el propio. Supe muchas lunas más tarde, que hasta había caído en la prostitución masculina, y que lo habían asesinado en un burdel para hombres, en provincia.

Yo trataba de seducir a la Josefina, con inexperiencia, timidez y arrojo. Intenté besarla en más de ocasión, con éxito relativo, copiado de las películas en blanco y negro que pasaban los sábados en un cine no lejano, muy barato. Apenas podía ir una vez por mes, cuando mi padre cobraba el sueldo, a aquel cine llamado popularmente “el palacio de las pulgas”.

Cuando nos cambiamos de casa, como gitanos dentro de una ciudad, fui despedirme de Francisco. Hablamos un par de minutos, le entregué una bolsa con bizcochos y unas manzanas, también un ejemplar del Viaje a la luna, de Julio Verne, edición española, algo estropeado, no quise ver sus lágrimas. Mi madre sabía de esas ofrendas pero nunca dijo nada, solo que  las facilitaba dejándomelas a mi alcance. Josefina me acompañó hasta la salida, subimos la escalera muy despacio, tomados de la mano. De pronto, la abracé, besándola dos veces, como en las películas.

Ya pasada la adolescencia, nos encontramos durante unos desfiles de carnaval, extrañamente no recuerdo dónde, en qué barriada, miré y admiré su fresca hermosura, no me reconoció o no quiso reconocerme, inquirí por sus hermanos, nada dijo de Diego, sí de Francisco,  como en passant y sin verme, informó: “Hubo un incendio en casa… Estaba solo él, murió asfixiado… Mi papá llegó tarde, apenas pudo apagar el fuego… Ya se iba, volteó y dijo, hablando para una ausencia: “Tenía en la mano un libro que alguien le había regalado…”



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