martes

PORCA MISERIA (3) - SAÚL IBARGOYEN


PARA CONTINUAR con estas deshilachadas memorizaciones, debo seguir al acecho de los olores que la pobreza deposita en el aire como señales imposibles de eludir. Es un tejido de ácidas emanaciones, de agrios vapores, de intactables desplazamientos de gas corrompido. La conducta de un perro que percibe las ondas emitidas por la presa que huye, me ha servido para atrapar, aunque sea por un instante, las huellas que la miseria dispersa entre nosotros.

Fue así que, al llegar por mudanza mi familia a otra vivienda, pequeña y desmerecida, situada en una zona cercana al “río grande como un mar”, mis narinas captaron de inmediato la presencia de otros inquilinos, es decir, fantasmas que habían circulado por las tristes recámaras, el breve patio interior, la apretada cocina, el cuarto de baño en pleno desaseo. Pero aquellos fantasmas (hombres de barbas descuidadas, mujeres de gordura grotesca, niños de sucia palidez, ancianos como objetos olvidados) continuaban expeliendo sus hedores, ajenos al pudor y enajenados por las simples necesidades cotidianas.

En dos o tres jornadas ajustamos en sus nuevos lugares los muebles, los enseres, la vajilla, las ropas y cobijas, los libros, los cuadros, la guitarra de mi padre, la mandolina de mi madre. Una escalera de sonoro metal unía el patio con una restringida azotea, allí estaría el sitio de lavado y se extendería el tendedero. A mi madre no le gustó aquella casa, pues apenas tendría espacio para atender sus trabajos de modista. La única ventaja era la renta bastante baja. En verdad, a nadie le gustó aquella morada sobre una calle con nombre de tango, paralela a la costanera. Los vientos del sur hacían más áspero el invierno, en el verano calcinante solo encontrábamos algún alivio trasladando sillas a la acera, por lo que nos exponíamos al escrutinio de la gente del barrio, aunque al cabo de unas semanas empezara un contenido intercambio de saludos.

Un problema para mi hermana y yo era que la escuela pública estaba a unas doce cuadras, y como éramos distintos de los lugareños (quiero decir, diferentes por educación, por origen social, por provenir mis padres de capas acomodadas de provincia), nos miraban y trataban con prejuicio y desconfianza. Una discriminación al revés pero especial: los de abajo no nos aceptaban en la comunidad barrial, aunque en lo económico éramos casi iguales. Simplemente, la crisis de entre guerras derrumbó a la familia de mi padre, sobre todo, pero en la caída se conservaron adquisiciones y valores culturales que nos separaban ideológica y espiritualmente de nuestros vecinos de barrio.

A unos cincuenta metros de la casa se ubicaba otro conventillo, más grande aún del que mencioné páginas atrás. En general, esas vecindades tenían nombre, de acuerdo con sus propias tradiciones desde que fueran construidas para albergar la mano de obra o fuerza de trabajo que llegaba del exterior, en especial de Europa central.

Ahora bien, como los niños son niños, de a poco fui aceptado en el equipo de fútbol de la cuadra, pues cada cuadra era como un pueblo aparte. Para muchos “su” cuadra era el barrio. Ese localismo casi a ultranza derivaba en conflictos continuos, que estallaban a plenitud en la reducida cancha de fútbol que estaba sobre la costanera. Mi padre, conocedor y aun analista del deporte nacional por excelencia, me acompañaba para verme jugar y asimismo para protegerme de alguna agresión; lo mismo hacían otros padres o familiares. Es que la pobreza genera su propia violencia, un componente derivado de la frustración, de los deseos no satisfechos, de la opresión cultural y económica, del desprecio.

Allí vivimos unos tres años, sobreviviendo sin perder la dignidad. No podíamos recibir a gente amiga o de la familia en la casa, era preferible realizar nosotros las visitas. Recuerdo que en cierta época yo tenía solo un par de zapatos, cuando la suela se gastaba hasta mostrar un agujero, ponía dentro del calzado unos cartones ajustados al tamaño, en dos capas, hasta que aparecían algunas monedas para enviarlo con el zapatero.

En razón del contacto con los muchachitos del barrio, mi modo de hablar y de manifestar los gestos cambió profundamente. Mi madre no toleraba las expresiones adquiridas, decía que yo hablaba como “un reo, un tipo de la calle, que eso no tenía relación con nosotros”. La tolerancia de mi padre se basaba en que, siendo descendiente de la aristocracia vasca, por un lado, y por otro, de la pequeña burguesía rural, siempre había estado en relación con gente de capas medias de provincia, o del interior, como allá todavía se dice. Y más después, cuando debió trabajar en la burocracia y en la jefatura de policía de la capital. Para ese tiempo nuestra situación material había mejorado bastante, pero esa es otra historia. Recuerdo que una vez, viendo con mi padre un partido de fútbol en el Estadio Centenario, ante un error escandaloso del árbitro, él soltó dos feos y gritados insultos para mí impensables en una persona algo ensimismada y de apacibles maneras.

Ese cambio en el habla y por lo tanto en el pensamiento, es decir, una oralidad sin apoyo gramatical, y el uso del vesre (modalidad consistente en cambiar el orden de las sílabas: Tojacin por Jacinto, v.g.) se trasladó años más tarde a la escritura narrativa, asunto que no han aprobado algunos de mis lectores y críticos; mientras que en la poesía se ha dado una percepción escatológica de la realidad, pienso que originada en mis vínculos y vivencias con el inmedible ámbito del pobrerío maloliente.

Claro, que hubo otras diferencias con la gente del barrio. Tengo la certeza de que los únicos que nos bañábamos todos los días en cuatro cuadras a la redonda éramos nosotros. Se calentaba el agua agregándole a la ducha un serpentín que funcionaba con base en alcohol azul, combustible de bajísima calidad. Esos modos de higiene eran casi desconocidos en la zona, mis amigos me decían que ellos se higienizaban por completo los días sábados, utilizando el agua calentada en ollas y derramada en una tina de zinc o latón.

“En mi casa hacemos así, ¿vistes? De a uno, primero mi papá, después mami y luego nosotros, que nos metemos todos juntos con mis dos hermanos antes que el agua se enfríe…- me había contado un muchachito de unos doce años, añadiendo “a veces aprovecho y me hago la paja, pa’ no joderme el calzoncillo…”.

Este chavo llevaba el sugestivo apodo de “Lechero”, fue el que nos enseñó la adictiva magia de la masturbación. A veces, remedando las instrucciones de quién sabe quién, en verdad una tradición barrial, nos incitaba a la acción colectiva entre unos matorrales situados a un costado de nuestra cancha de fútbol.

“A ver, pibes, ¡saquen la pistola y empiecen: chás chás chás! ¡A ver quien larga el chorro más lejos!”

Él siempre nos ganaba, y al que no conseguía terminar (por timidez o por vergüenza o por inexperiencia), no le permitía jugar el próximo partido, pues él era el capitán, dueño además del único balón disponible.    

En cuanto a mi hermana, mamá trataba de que estuviera bien vestida, mujer al fin. Recuerdo ahora que mi padre había desechado un abrigo gris con motivo de una utilización excesiva, un amplio sobretodo de excelente tela cuyas mangas ostentaban severo desgaste, en tanto las solapas ya no aguantaban una refacción más, mientras que en la espalda se revelaban urdimbres secretas.

Con ese abrigo mi madre inauguró su arte de la metamorfosis, y mi hermana pudo vestir una chaqueta que, en medio de tantas carencias barriales, era casi un lujo “de los ricos”. A partir de ahí, los muchachos de más edad comenzaron a hostigar discretamente a la hija de mi madre, pues la veían ya casi mujer. Y lo que escaseaba en esas cuadras era el factor femenino de acuerdo con el promedio de edades del macherío incipiente.

Un día por la tarde, creo que de un tibio otoño, se mudaron al conventillo tres mujeres de distinta edad y similar apariencia. Supe que ocuparon dos habitaciones a las que hicieron algunos cambios: aplicación de pintura en paredes y puertas, colores rosado y rojo respectivamente, biombos que ocultaban el espacio interior cuando la puerta se abría.

Durante las noches, según contaba “Lechero”, solo permanecían en los cuartos dos de aquellas damas alegradoras, aparentemente en descenso social; la tercera salía al atardecer y regresaba, según los hombres madrugadores que salían para su trabajo, como a las cinco, antes de la presencia solar. En realidad, no era fácil saber para los machos mirones y exaltados cuál de las tres salía y cuáles se quedaban en las habitaciones de entrada roja.

El caso fue que comenzaron a llegar al conventillo hombres de otros barrios, con aspecto de capas medias normales, de ciertos recursos, vistiendo trajes y corbatas y sombreros a lo Carlos Gardel. Ninguno de esos tipos usaba automóvil, que los hubiera situado aún más arriba de la población local.

Mi madre me ordenó que no me arrimara al conventillo, “son mujeres de la vida, ¿entendiste?”, lo hizo solo en una ocasión. Yo pensé que de la vida somos todos, pero era mejor el silencio. Hubiera sido una polémica sin destino. En cambio mi padre, preocupado en lograr un trabajo de mejores perspectivas y que estimulara más su inteligencia productiva (aunque débil para todo asunto relacionado con pequeños negocios o dinero), nunca comentó nada sobre la actividad creciente de las tres prostitutas populares. Para mi hermana el asunto era tabú, una demostración de lo desagradable de la realidad humana.

Lunas después pude comprender lo que había significado para los hombres del barrio aquel surgimiento de una oportunidad de desahogo, mucho más que carnal; porque el terceto del placer se fue convirtiendo en una especie de consultoría para ánimas afligidas, explotadas y desfuturizadas. Si hasta hubo hombres sesentones que solo iban a los cuartos de puerta roja a platicar un rato con alguna de las suripantas, dejaban unas monedas y hasta de beso se despedían.

“Pa’ mí que estas putas son dotoras, vinieron de la frontera, dicen por áhi…” escuché de una vecina, mamá de cinco críos y embarazada de tiempo completo.

En mis viajes a la zona frontera norte, pegada a Brasil, aprendí pasadas dos décadas qué significaba ese término: “dotora”. Pues, una especie de hembras sabias por naturaleza, que adivinan el futuro para que sea otro y que modifican tus vidas anteriores para ubicarte en un presente tan fugaz como el Universo. También atienden tus asuntos de amor, se ocupan de finanzas imaginarias, leen con ojos antiguos los trazos y líneas de tu mano, descifran cada pestañeo tuyo y cada temblor labial cuando te refieres a tu desarticulada existencia. Además, aquellas tres musas de arrabal -de borrosa edad- amortiguaban urgencias y otorgaban placeres como madres incestuosas y vencedoras de las demandas casi infantiles del llamado “macherío universal”. La vida se les iba en esa misión de riesgo, vencían pero no eran inmortales. ¿Para qué mencionar tantas gargantas seccionadas, tantos pechos y nalgas perforados a bala?    

Más adelante, el semi adolescente que fui, entró sin planificar nada en el ámbito de lo sagrado femenino, con sus aromas de acritud y sus honduras irrevocables. Por eso aprendí a dialogar con mi memoria, y así trataré de seguir, como una imprecisa entidad moviéndose entre “el silencio y la furia”. 
           
LAS MUDANZAS continuaron durante lustros. Mi autonomía en cuanto a vivir sin la familia se demoraría a causa de los vaivenes económicos y sociales. De la calle costera en el barrio Sur nos cambiamos a una zona de clase media media, ni mucho ni poco, lo justo para no descender, que es lo que aterra a esos sectores de la cultura mesocrática. El deseo de subir, de trepar por sobre otras capas era un sueño pocas veces concretado. Como dijo el poeta Juan Cunha, se trataba de “soñar con realidades”, pero eso producía una situación de esquizofrenia, la que traducida a términos político-ideológicos conducía a posturas conservadoras, aunque a veces estallaran pequeños focos de anárquico descreimiento.  

No había conventillos ni personas llamadas de “color”, el servicio de recolección de basura pasaba dos veces a la semana, el alumbrado público era aceptable, las señoras amas de casa tenían una o dos sirvientas, todas llegadas de provincia. Mis padres rentaron, en acuerdo con mi tía materna Mamema y su pasivo esposo, una residencia que aún conservaba trazos de épocas mejores, con planta baja, primer piso, extensa azotea, dos áticos y una pequeña cochera que fue subarrendada a un laborioso zapatero que también reparaba cualquier objeto de utilización cotidiana que exhibiera desperfectos o desgaste; desde una escoba hasta una silla o un aparato de radio.

Lo único que los vecinos, algunos arrogantes y otros muy serios, rechazaban en don Lisandro era que estaba casado con una mujer de macizo cuerpo y de piel oscura, achocolatada (en verdad, la única persona del barrio con esa característica de presunta raza). Pero necesitaban de sus servicios, hasta de plomero y electricista, por lo que hacían abstracción de aquella situación conyugal fuera de la norma, que solían comentar los días de misa o confesión con el sacerdote de la parroquia cercana.

A mi familia aquello no la impresionaba, pues los cuatro mayores: Mamema, su apático marido y mis padres, conocían bastante las modalidades de pareja que se practicaban en pueblos y aun modestas ciudades de provincia. Curiosamente, y hasta ponían ejemplos, en los estamentos de la pobreza se permitían cruces y vínculos sentimentales impensables en las capas medias urbanas.

A veces yo platicaba un rato con Lisandro, este, sin mirarme, clavaba una suela o examinaba una plancha eléctrica deteriorada o cosía un remiendo en su delantal de cuero. Pero un día en que yo hablaba mucho de fútbol y de los problemas en la escuela con un maestro autoritario, alzando un poco el mirar, dijo sin aviso:

-Una de las sirvientas tuvo un aborto… en el sótano de la casa de la esquina. Fue anoche…”

-¿Para qué putas le cuentas eso al pibe? ¿Qué sabe de esos negocios de mujeres?- interrumpió su esposa, la maciza mulata, casi brincando para acercarse a él.

-Ni sé, pero es ya un machito… un hombrecito con educación, y va a la escuela. Y nosotros, ¿qué? Puro laburar, no más” de este modo Lisandro se defendió atacando, fuera de todo enojo.

-Ta bien, mi negro, de pronto es bueno que conozca estos asuntos…- concedió Rosita Luz, aplacada por el pacífico discurso de su pareja.

Me pareció que aquel era su modo de entenderse, y lo comparé con la relación de mis tíos y hasta la de mis padres. Mamema era mujer de mucha fuerza de temperamento, por lo que don Raúl evitaba cualquier confrontación con solo concentrarse en sus programas radiales. Mi padre, de genes vascos al fin, tenía reacciones rozando la violencia, incluso por asuntos de banal importancia: era un corto flamazo, un resplandor de veloz extinción. Mi madre disponía de otros procedimientos, dejaba que las discusiones se alargaran.

-Cuando la gente se habla, aun a los gritos, uno se va conociendo mejor -solía comentar.

Cuando en una sesión secreta, en uno de los áticos, le conté a mi hermana el asunto del aborto, se espantó tanto que fue a toda carrera a referírselo a mi madre. Creo que era su segunda confesión de relevancia, la primera tenía relación con su sangrado inicial.

Los temas no permitidos habían entrado en nuestra casa, y venían de los círculos de la pobreza. Resultaba que nosotros, por tradición y por ubicación social anterior al derrumbe económico, éramos los educados, los cultivados, los que poseíamos libros y revistas, los que escuchábamos en la radio oficial las sinfonías de Beethoven y las fugas de Bach, y trozos de la óperas que fascinaban a mi madre. En algunas ocasiones mi hermana renunciaba al silencio y cantaba con el acompañamiento en guitarra de mi padre.

-¿Y qué música tendrán esos tipos como Lisandro y la mulata… y las sirvientas en los sótanos? -me interrogaba, al tiempo que iba por la acera pateando piedritas para meter goles imaginarios, adicción que mantengo todavía.

-Estos sumergidos cuando pueden sacan la cabeza del charco… se vuelven pretenciosos- dijo una vez mi tío político, mientras escuchaba como todos los días su programa radial de tangos clásicos y de la guardia vieja.

Don Raúl acompañaba ritmos y melodías silbando entre dientes, tenía buena oreja, sin duda. Creo que el hecho de haber escuchado yo de rebote, digamos, esas piezas de música popular, a más de las letras de los “poetas del tango”, eso cundió en mí sensibilidad de niño de diez o doce años para transformarse en creatividad poética. Pero tal cosa nunca se da en un día.           

La contradicción que había en él -de seguro no la percibía- es que, por un lado, era adicto a una especie musical cuya temática genérica se adscribía a los bajos fondos, a la mísera existencia del arrabal; y por otro lado, su desprecio por las clases carenciadas, caldo de cultivo de la primeriza expresión tanguera. Agrego que don Raúl defendía con pasión la nacionalidad uruguaya de Carlos Gardel, en contra de las “absurdas teorías” referidas a un presunto nacimiento en Francia.

Mi madre trabajaba muchas horas en su nuevo espacio del taller, hasta una ayudante tuvo un tiempo; mi padre había abandonado todo emprendimiento comercial, hacía corretajes, o sea, ofrecía ciertas mercancías a pequeñas empresas, cuya colocación le proporcionaba variables comisiones. Mi tía recibía una pensión militar desde la muerte de mi abuelo el coronel Ambrosiano, un porcentaje de la cual le correspondía a mamá. Don Raúl era jubilado del servicio de telégrafos, escuchaba sus tangos, dormía la rutinaria siesta, daba un par vueltas por la tarde para que su perro, el Yiye, se ventilara y pudiera orinar a gusto, bebía su vino luego de la cena. Nunca dejó de usar su saco de oficina.

La muerte del perrito, unos meses antes de que dejáramos la casa grande, alcanzó niveles de drama. Mi prima Delia, que había llegado con nosotros como un año después de que se rentara la casa, se abrazaba a Mamema y a don Raúl, llora que llora. Mis padres también la consolaban, mi hermana en su silencio. Por mi parte, ayudé a don Raúl a enterrar al Yiye, operación nocturna cumplida en un terreno baldío a una media cuadra de nosotros. Fue la sola vez en que lo vi moverse para hacer algo.

Al día siguiente, mi tío me regaló una caja de chocolate Chaná, marca muy famosa. “Fijate, es igual al pellejo de la mujer de Lisandro” dijo.

Mi hermana fue testigo del donativo, al rato me hizo una seña sonora para que le diera un par de piezas de chocolate.

Las sirvientas de las señoras del barrio vivían en los sótanos de las casas, construidas en función de las diferencias de clase. Las puertas de entrada de aquellos escondrijos tenían rejas, pues daban directamente a la acera, como medio metro por encima de las baldosas. El descenso era abrupto, se abría la puerta y de súbito aparecía el primer escalón hacia la oscuridad o la penumbra. Por la noche, cuando las empleadas bajaban a descansar, correspondía a los patrones cerrar las puertas a doble llave. Ellos mismos abrían por la mañana, como a las seis. En cierta oportunidad en que se producía el ritual en la residencia de junto, pasé con toda intención para tratar de ver el contenido, humano o lo que fuere, del estrecho sótano. Nada vi, adentro era  noche, solo mi nariz fue impactada por olores ya sabidos. Me alejé hacia la entrada de mi casa, con la boca plena de jugos espumosos y picantes.

Comenté el suceso con mi madre:

-¿Cómo harán para bañarse? ¿Tendrán excusado?

-No sé, se bañarán con palangana, a la antigua, como cuando yo era niña -respondió y agregó-: por suerte ustedes no tienen ese problema…

Cinco décadas en adelante, bañaría yo a mi madre afectada por delirios seniles, hasta su internación en un ancianato. Allí fallecería, sin reconocer a nadie y equivocando o inventando nombres de personas, incluyendo el mío.  

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+