domingo

“LA VIDA ES UNA TERRIBLE IRONÍA” - ETTORE SCOLA (1931 – 2016)


Por Luis Mazas


Los habíamos amado tanto a Ettore y a Federico. Y los seguimos amando más desde el estreno en Buenos Aires de Qué extraño llamarse Federico (Che strano chiamarsi Federico). Lo acabamos de ratificar en el film de Scola en homenaje a su amigo Fellini, rendido en el vigésimo aniversario de muerte del realizador de 8 y 1/2.

Prueba la vitalidad renovada de Scola a los 83 años, demuestra que no sólo nosotros, los fans de siempre, no los olvidamos. En su semana de lanzamiento figuró, inesperadamente, entre los 10 primeros en recaudación, este film que parecía destinado a salas de arte y cineclubes y aún continúa su largo derrotero por salas no convencionales.

El veterano director recrea esos inicios en común como viñetistas de Marc’Aurelio, una revista satírica muy popular que salía dos veces por semana –miércoles y sábados– y se orientaba a ejercer la sátira contra el fascismo.

Esta charla personal que ahora consignamos la intercambiamos con Scola a principios de año en su productora del barrio de Parioli, poco antes del lanzamiento comercial del film en Roma y se ha redondeado, hace unos pocos días, por el milagro del celular. 


Parece que ha preocupado a algunos críticos precisar el género que transitas en Che strano chiamarsi Federico.

¡Qué obsesión con las clasificaciones y las categorías! Importa lo que va adentro. Sé lo que sí me propuse que fuera. Una evocación intencional y caótica, así como surgió de la memoria; como vienen los recuerdos. Habla de una amistad particular especial, porque Fellini y yo fuimos demasiado diferentes para llegar a ser íntimos, en cierto sentido fuimos amigos únicos. Esto es sobre dos vidas particulares que fueron y son, por fortuna, diversas. Tus colegas han jugado la fácil idea de que este es mi Amarcord (título del film felliniano de 1973, que significa “yo me acuerdo” en el dialecto romagnolo de su infancia). Eso es tramoya de la publicidad para promover el film. Detesto las comparaciones porque uno no sale nunca beneficiado, y en este caso, peor aun.

Amarcord es un magnifico estudio sobre la memoria y la síntesis de los recuerdos idealizados por la nostalgia.

Yo evito la nostalgia y el arrepentimiento tardío me parece inútil. Y si no pude evitar que se metieran en el film, al menos he tratado de que no lo opaquen sino que lo transparenten.

En la avant première para el público de la 70ª Mostra de Venecia del año pasado, la gente lagrimeaba.

O el film era malo, pensé, o les había movido algo fuerte adentro pero de un modo personal que me asombró. Me recordó Catene, un popular melodrama de Raffaelo Matarazzo que tanto hizo llorar a los espectadores a inicios de los ’50.

Un melodrama con el galán Amedeo Nazzari e Ivonne Sanson, esas mismas lágrimas colectivas que Giusseppe Tornatore evoca a su vez en Nuovo Cinema Paradiso, también ahora en cartel. 

Ettore Scola (Trevico, Italia, 1931) recuerda a su amigo Federico Fellini (Rímini, 20 de enero 1920-Roma, 31 de octubre 1993) y lo hace a través de aquello que los unió por décadas: la inspiración para elevarse por sobre la realidad inmediata, sin dejar de tenerla en cuenta, pero sin lastre.

Desde el título, que parafrasea de otro modo una poesía de García Lorca: “Entre los juncos y la baja tarde / ¡qué raro que me llame Federico!”, el film enlaza una serie de momentos y conversaciones que definen a dos artistas y dos amigos. Su pasión por el cine, sus amistades comunes, el insomnio; el gusto por el dibujo, todo arrancó en la célebre revista Marc’Aurelio (un bisemanario muy popular que circuló durante el fascismo, antes y después de la guerra) y ostentaba los nombres (o seudónimos) de Steno, Age, Scarpelli y Monicelli.

A Scola y Fellini los unió la pasión por el cine, los amigos comunes, el insomnio; una vigorosa vena satírica, el gusto por el dibujo en Marc’Aurelio.

¿Tú crees en la predestinación? A los cinco años yo admiraba a Fellini. Mi abuelo era lector de la revista. Que conste, me llevaba como once años. Federico comenzó allí en 1939. Cuando me presenté en la redacción era 1947, Federico se había convertido en director de cine conocido.

Les propongo un juego de ilusión, hayan visto o no aun Che strano chiamarsi Federico: imaginar a Scola y a Federico; ellos conducen el auto por una improbable noche romana, en Via dei Fori Imperiali. Fellini y Scola transitan el proyecting, la backscreen de la Roma actual, que juntos nunca pudieron haber recorrido. Esta semblanza breve define el mejor truco de Scola para decir tanto con sólo imagen de fondo. Vale por una risotada que se mofa de la propia pretensión realista y documental del cine. Como el alucinante encuentro con prostituta romana (Antonella Attili), veterana y práctica y material, una especie de colega superviviente de la inolvidable Cabiria.

Se me ocurre que Fellini no debió ser un hombre fácil de tratar…

¿Y quién lo es? Era muy personal, metido en sí mismo y un volcán al mismo tiempo. En algún momento del ’73, mientras preparaba el rodaje de Nos habíamos amado tanto (C’eravamo tanto amati), en una de aquellas salidas nocturnas en su auto, le pedí que actuara para mí. Yo quería reconstruir la escena del baño en la Fontana di Trevi con Anita y Marcello para La dolce vita, quince años atrás. Le dije lo que él quería oír y que yo creía sinceramente. Que necesitaba incluir aquel momento clave del cine italiano, para Nos habíamos amado tanto. Marcello ya estaba dispuesto…

Mastroianni fue un objeto de proyección personal de los dos…

No del mismo modo. Fellini, que era un vanidoso encantador y un poco infantil, se veía mejorado en Mastroianni. Marcello era como Federico hubiera querido verse, un galán elegante de entre treinta y cuarenta. Por eso lo adoptó de alter ego, además de confiar en su talento, claro. Pobre Marcello, ¡cómo lo tiranizaba! Le exigía que se mantuviera en línea, delgado y joven. Se resentía de la madurez de Mastroianni. Por eso él se relajaba en mis películas. Se mostraba como era, real.

Como en Una giornata particolare de 1977 o La noche de Varennes (1981).

En el film hago irrumpir a la madre de Mastroianni cuando me reprocha por mostrarlo “brutto e grasso”. Te dije que a Federico lo obsesionaba el paso del tiempo. Para C’eravamo tanto amati me pidió que no le hiciera tomas de espalda, donde se podía ver que estaba perdiendo el pelo en la coronilla. En aquella época comenzó a usar su cappello y su sciarpa roja, se creó otra máscara de impostura.

Qué extraño llamarse Federico cierra con un salto felliniano del mejor Scola, sobre imágenes de video intervenidas, de los tres días de exposición del ataúd del director en su legendario Studio Cinque de Cinecittá, dignos de Ginger y Fred, una sátira a la banalidad televisiva. 

Como en Intervista, allí al cielo lo están pintando para otra gran puesta en escena. En ese espacio donde Fellini recreó su Rímini natal, la Venecia de Casanova 70, el mar de plástico surcado por el transatlántico “Rex” ante el asombro de la Gradisca y del anciano ciego que quiere saber cómo es. ¿Cómo es? No lo sé pero, a lo mejor, como decía Shakespeare, está hecho de la materia de los sueños, como el propio cine. Todo ensarta con una secuencia onírica y picaresca que Fellini hubiera resucitado para aplaudir, más una bella edición en clips de sus obras maestras al ritmo de Nino Rota. 
                                                        
¿Este es otro volver de Scola?                    

“Volver” es el nombre de un tango, ¿cierto? Yo me había retirado por diez años, después de Gente di Roma. Y de pronto la idea de este film estaba ahí como una tarea pendiente. Los proyectos sólo nos pertenecen, decía mi abuelo, hasta que se los contamos a los demás. Hacer Qué extraño… era apenas un scherzo que tuve la imprudencia de contarle a Roberto Cicutto. Él es el productor y vio enseguida la punta; ya no pude volverme atrás. Generó una especie de conspiración familiar, posiblemente para despabilarme de mi retiro y que hiciera algo útil. En la conjura estaban mis hijas Paola y Silvia, que fueron otra vez coguionistas mías, y la tenacidad de mis nietos Tommaso al que vi como el Federico joven en el film porque se le parece. Y Giacomo (Lazotti) que se decidió a transformarse en mí. Verme desdoblado en mi nieto, con mis gestos, la manera de mirar que descubrí allí, fue muy conmocionante. Si no me gusta, lo quito, me dije. Dejé rodar la cámara y quedó grabado. El cine no deja de sorprenderme todavía. Ahora pienso que si algo firme nos ligó a Federico y a mí, fue la ironía. Él era muy autoirónico. Por eso el film debía concluir así como concluye, se lo debía. La vida es una terrible ironía. Eso me estimula a ponerme de nuevo en marcha. Federico…, créeme, me ha dado nueva vitalidad.

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